“La rabia es un veneno con el que me enfermaron acá”
Analia Tu-Bari, en La ceiba de la memoria
El domingo 3 de febrero de 2019, luego de una sesión matutina del Hay Festival en la ciudad amurallada de Cartagena, el escritor Pablo Montoya me pidió guiarlo hasta la Iglesia Santa Cruz, en el barrio Manga.
“¿Podemos ir caminado?” Preguntó. El sol era intenso. Llevaba una camisa de lino azul pálido con cuello de cura y un pantalón blanco de botas rectas. Caminamos.
Visitar las cenizas del escritor Roberto Burgos Cantor, quien había muerto el 16 de octubre de 2018, era su propósito.
Pisamos el atrio de la iglesia, justo en el momento en que el sacerdote daba la bendición final a los feligreses de la misa de nueve de la mañana. La gente pasó a nuestro lado; la iglesia quedó en silencio. De forma intuitiva, Pablo Montoya tomó la nave central y buscó el osario al costado derecho del altar. Recorrimos varios pasadizos y callejones, atravesamos un corredor que desembocaba en un jardín de lirios y corales florecidos. Volvimos sobre nuestros pasos, buscamos con lentitud el nombre de Roberto Burgos Cantor, en medio de otros nombres, caminamos lentamente… No lo hallamos.
Pablo Montoya se detuvo en medio de uno de los corredores estrechos, giró su cabeza con desconcierto y pronunció unas palabras en tono sereno, con afable frustración: “Querido Roberto, hermano… Aquí estuve buscándote, lamento no haber tenido una guía exacta, sé que debes estar por aquí, muy cerca. Bueno… Vine a agradecer tu vida, tu amistad, agradecerte en especial por habernos dejado tu literatura”. Bajó la mirada, dejó caer sus manos y remató con decepción: “Ya está”.
Recordamos aquel momento, a mediados de abril de 2021, mientras Pablo Montoya se retiraba su tapabocas verde claro, para hacerle unas fotos frente al Fuerte del Pastelillo en Cartagena, en el barrio Manga, lugar donde nos citamos para dialogar sobre La sombra de Orión, su novela publicada en febrero de 2021.
“Claro que lo recuerdo, sí, buscamos y buscamos las cenizas del amigo Roberto y nada —reiteró Pablo— es que estábamos buscando sin ninguna pista en medio de esos callejones, teníamos solo su nombre”.
Pablo Montoya comentó entonces que tomamos la nave central de la Iglesia Santa Cruz de Manga, rumbo a la puerta de salida. Allí encontramos a un grupo mujeres que nos interrogó sobre nuestra búsqueda. Una de ellas dijo que era amiga de Sonia, hermana de Roberto Burgos, y que sabía dónde estaban las cenizas del escritor. Nos condujo hacia uno de los pasillos por donde habíamos andado y desandado, señaló con su índice la ubicación de la bóveda. Vimos el nombre arriba. Estaba al pegue del techo a unos cinco metros de altura.
En medio del silencio, Pablo Montoya levantó sus ojos hacía la bóveda y volvió a agradecer por la vida y por la literatura que nos legó Roberto Burgos. “Ahora sí hermano, te encontramos, te cumplimos”, dijo con cierto regocijo.
Buscar y seguir buscando… Buscar, buscar y no encontrar es la tragedia de la desaparición forzada en Colombia. Es también la gran metáfora que presenta La sombra de Orión a partir de hechos ocurridos en la Comuna 13 de Medellín a comienzos de la década del 2000.
La sombra de Orión narra un periodo que cubre el poblamiento de las comunas y barriadas a comienzos de los años 30 del siglo XX, hasta la llamada Operación Orión, que comenzó el 16 de octubre de 2002, en los tiempos en que Luís Pérez Gutiérrez, era alcalde de Medellín.
Detalles desconocidos de la Operación Orión fueron narrados, ante fiscales y jueces de los Estados Unidos, por Diego Murillo Bejarano, alias “Don Berna”, comandante del bloque paramilitar “Cacique Nutibara”, cuyos miembros actuaron en alianza con fuerzas armadas del Gobierno.
La Operación Orión tuvo mandos visibles, los generales Mario Montoya, de la IV Brigada del Ejército y Leonardo Gallego de la Policía. Además fiscales y agentes del desaparecido Departamento Administrativo de Seguridad, DAS. Una alianza, que durante y después de la Operación Orión, concedió autoridad a los paramilitares de Don Berna para que torturara, asesinara y desapareciera a todo aquel que estuviera relacionado con grupos guerrilleros.
Ese terror en las comunas dejó decenas de desaparecidos, que según relatos de residentes y organizaciones de derechos humanos, muchos de esos cuerpos fueron picados y arrojados en el sector conocido como La Arenera, luego convertido en botadero de escombros y así pasó a llamarse la escombrera.
Hechos y personajes pasan con cierto velo por las 436 páginas de La sombra de Orión. Una novela que avanza por sus nueve capítulos tanto en intensidad dramática como en creativos recursos literarios.
En la ficción que cuenta la novela, un profesor de literatura llamado Pedro Cadavid regresa a Medellín luego de varios años de estudio en París. A su regreso, va descubriendo una ciudad dominada por el narcotráfico, por alianzas entre fuerzas del Estado, élites económicas y paramilitarismo. Además conoce, de primera mano, testimonios sobre la Operación Orión. Víctimas que denuncian los asesinatos y claman por los cuerpos tirados en La Escombrera de La Comuna.
En la realidad, un profesor de nombre Pablo Montoya regresa a Medellín luego de estudiar su maestría y doctorado en Literatura en la Sorbona de París. Vuelve en 2002, el mismo año en que se realiza la Operación Orión en la Comuna 13. Escucha los relatos del dolor y desesperanza de aquellos que buscan, buscan y no encuentran. Comienza entonces con cierto sigilo a averiguar por esas vidas, por esas muertes, por esos desaparecidos para entender cómo ha sido la violencia de todos esos años en Medellín.
Quizá por eso, cuando Pablo Montoya habla se refiere a la Comuna 13 de Medellín o a La Comuna de la novela. Al profesor de la novela, Pedro Cadavid o al profesor de literatura, Pablo Montoya, atribulado consigo mismo, con sus pensamientos y con la barbarie que descubre en la ciudad que habita.
La sombra de Orión es su novela más realista; deja a un lado los tratamientos de novela histórica presentes en obras como Lejos de Roma (2008), historia del exilio del poeta Ovidio; o Los derrotados (2012), sobre la vida de Francisco José de Caldas.vox
En La sombra de Orión, Pablo Montoya explora desde la literatura recursos y personajes que halla en las barriadas: seres adoloridos, mujeres esperanzadas que claman por justicia o consuelo; así logra una propuesta que lo distancia de la manera como ha sido contada esa violencia que se ha vivido en Medellín.
El propósito más honesto de su relato es contar la verdad que desde su oficio como escritor construye a partir de necesidades creativas inaplazables.
La sombra de Orión la escribí en tres años. Comencé en 2018 y la entregué en enero de 2021
—Propongo que comencemos con algunas generalidades sobre esta nueva novela.
—La sombra de Orión la escribí en tres años. Comencé en 2018 y la entregué en enero de 2021, con todas las correcciones y con el nuevo título. La novela, durante su escritura siempre se llamó La escombrera. Luego con el editor pensamos que no era un título muy afortunado, muy local, que iba a decirle mucho a la gente de Medellín, pero no iba a decirle mayor cosa a otro público. Decidimos así, mirar la figura Orión, la figura del guerrero mítico, que permea toda la novela. Fueron tres años de trabajo muy intenso, durante esos tres años, realicé también el trabajo de campo, recorrer todos sus barrios, porque la Comuna 13 es un conglomerado de barrios. Ahí fui descubriendo hechos, aclarando otros, escuchando los relatos de la gente.
— ¿Cómo se fue decantando y organizando toda esa información, pensando en la futura novela?
—En un principio pensé que la novela debía girar en torno a los desaparecidos de la escombrera, pero me di cuenta que eso es una proyección de la Operación Orión, y que la Operación Orión, para entenderla de la forma más cabal, había que contar la historia de la Comuna 13. Ese espacio que llamo en la novela La Comuna es la historia de cómo se forman todos esos barrios a lo largo del siglo XX. Me parecía que todo estaba concatenado, que había un orden de situaciones que tenía que invitarlas a la novela. Y la gran dificultad fue cómo invitar todos esos datos, todas esas formas distintas de ver la realidad. Ahí entonces planteo una novela polifónica, aborda la realidad desde diversas perspectivas, porque fue lo que se me ocurrió a mí para contar todo eso.
—La sombra de Orión tiene una gran conexión con hechos biográficos de su autor, son fragmentos de tu vida que ofrendas a la novela. Están muy claros los pensamientos, tensiones, vivencias de Pablo Montoya en la vida de Pedro Cadavid, un personaje que ya habías mostrado en novelas anteriores.
—Así es. Me inventé a Pedro Cadavid en una novela anterior, en Los derrotados. Un Pedro Cadavid que tiene que ver con su época de bachillerato, un Pedro Cadavid que empieza la militancia con el EPL y el Pedro Cadavid cuarentón que quiere escribir una novela sobre Francisco José de Caldas y la va escribiendo. Luego escribí La escuela de música, que es la historia de Pedro Cadavid entre los 20 y los 30 años, cuando va a Tunja a estudiar música y está aprendiendo a escribir. Ahí hay muchos elementos autobiográficos. En Los derrotados hay vivencias de cuando estaba estudiando bachillerato; de alguna forma están disfrazados. Luego viendo todo eso, decidí que el personaje de La sombra de Orión debía ser el mismo Pedro Cadavid cuando llega de París a Medellín en 2002, luego de culminar sus estudios de literatura.
—Completas un poco la biografía literaria de Pedro Cadavid que conversa con la vida de Pablo Montoya, con tus tribulaciones y tus proyectos literarios en diversas épocas.
—Claro que eso pasó por unos cuestionamientos. ¿Por qué volver a meter a Pedro Cadavid? ¿Por qué meter a un profesor de literatura y escritor en esta novela? La respuesta fue clara, porque a mí lo que me movió a escribir La sombra de Orión, al igual que Los derrotados, fue preguntarme cómo es contar la violencia. La violencia que me ha correspondido como ser humano. Entonces me pareció que la mejor manera de articular esas historias era a través de la figura de Pedro. Un profesor que llega a Medellín, que se encuentra con toda esas situaciones turbulentas, oscuras, no resueltas, que llega a La Comuna a través de Alma, que es un personaje crucial en la novela, pero al mismo tiempo Pedro está pensando en escribir sobre la violencia en Medellín. Es ahí cuando decide contar la historia de La Comuna. Me pareció que Pedro Cadavid era el recurso narrativo más indicado para resolver la pregunta ¿Cómo narrar la violencia en Medellín? desde una forma distinta, desde un punto de vista distinto.
— ¿Podrías ahondar en esa idea, de la forma distinta, de una forma original, quizás, de contar la violencia?
—La historia de la violencia en Medellín se ha contado desde eso que han llamado “la sicaresca”, la novela de los narcos, la novela de los paras, todo eso que ha sido un éxito mediático tremendo. Novelas como Rosario Tijeras, No nacimos pa’ semilla, El pelaito que no duró nada, La parábola de Pablo, La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo, que es como el mejor momento de ese tipo de literatura, escrita con cierto amarillismo, esos temas tratados de esa manera se convirtieron en una mina de oro para el mundo mediático. A mí en realidad no me interesaba meterme por ahí, me interesaba buscar otras formas, o por lo menos intentarlo.
— ¿Cómo fue el trabajo de investigar una realidad concreta como la Operación Orión o el poblamiento de los barrios populares de Medellín, para luego escribir ficción?
—Me enfrenté, primeramente, a una situación complicada. La violencia en Medellín es muy enrevesada, hay muchos grupos armados y todos se relacionan entre sí, se imbrican. En realidad no sabes hasta dónde la Policía es la Policía o el Ejército es el Ejército. A veces ves cómo se involucran con los otros grupos, se impregnan de narcotráfico, ahí se pierden los límites y entonces eso a mí me parecía todo muy brumoso. Me decía, si la violencia es complicada de entenderla en su realidad, también va a ser difícil entenderla en el texto literario, no es fácil desentrañar todo eso. Para resolver ese asunto, leí mucho, leí informes de ONGs, de la Fiscalía, la Policía, informes de la Corporación Región, estudios académicos de la Universidad de Antioquía, de la Universidad Nacional. Los informes sobre la escombrera, que fueron pagados por la alcaldía de Alonso Salazar, estudios que hacen sociedades de arqueólogos y antropólogos forenses de Guatemala, Perú y Argentina. Me llené de toda esa información científica y académica. Fichas de desaparecidos que hizo la Corporación Jurídica Libertad, me leí el dossier de prensa de El Colombiano, El Espectador, El Tiempo, sobre la Operación Orión. Me informé para tener un mapa “claro”, entre comillas. Busco entonces, por lo menos clarificarlo desde mi punto de vista de escritor.
—Solo por curiosidad, quisiera saber, si encontraste textos, relatos, historias de víctimas o victimarios, escritos por ellos mismos.
—Textos literarios sobre esa realidad hay muy pocos, revisé textos de talleres de literatura que fueron publicados antes de la Operación Orión. Leí cuentos, poemas, crónicas que hicieron muchachos que asistieron a esos talleres, pero el tema de la escombrera, los desaparecidos, no se contaba, un tema virgen, algo que parece mentira, pero fue así. Me encontré 3 textos literarios sobre la Comuna 13, que caían en ese lenguaje de la jerga, del sicario, visiones, si podemos decirlo, trajinadas, agotadas para mí.
Leí, por supuesto, los textos clásicos sobre la violencia de Medellín. Por eso Pedro Cadavid tiene sus escritores que cita y lee. Ahí está Tomás Carrasquilla, el primero que empieza a pensar y a escribir sobre la torcedura de Medellín, de alguna manera todo aquello que voy leyendo se lo paso a Pedro. Porque es la pregunta que yo me hago ¿Esto cuándo se jodió? ¿Cuándo se jodió el proyecto de ciudad? Eso lo registra Carrasquilla, porque él dice su naturaleza es el torcimiento, eso lo escribió a comienzos del siglo XX. ¿Quién tuerce a Medellín? Se pregunta, bueno, la respuesta es concreta: las élites.
Es un proyecto de ciudad que ha sido celebrado, pero me pregunto ¿Qué hay que celebrar aquí? Nada. Este es un libro que molestará a las élites, es un libro que cuestiona todo eso de la verraquera, la pujanza paisa, es, como he dicho, una pujanza que está anclada en pilares de mierda. Es una confabulación de contrabando, narcotráfico, empresariado, política conservadora, caudillismo que va desde Pedro Justo Berrio hasta Álvaro Uribe Vélez.
—La sombra de Orión es un relato de las víctimas. Alma, por ejemplo, a quien dedicas un capítulo, es una mujer que estudia literatura, pero es de La Comuna, está conectada con la biblioteca del lugar, donde hay vecinos que leen Antígona, una referencia que atraviesa la novela, pero también leen Las ciudades invisibles de Calvino, pasa Carpentier, hay ideales humanos sobre los que se teje la propuesta narrativa.
—Yo sabía que la novela corría un riesgo muy grande, y era precisamente cómo escribir esa parte de La Comuna, la parte de cómo los sectores populares son golpeados por los grupos armados, las milicias, los paramilitares. En la escritura, me sentía muy atrapado por lo social, por el asunto de la memoria histórica, pero para distanciarme de esos tratamientos en los que había caído la novela de violencia en Medellín, quise introducir lo artístico, lo literario.
En la novela hay tres pesquisas de cómo narrar la violencia. Tres maneras de narrar esos núcleos del horror: la mirada literaria, alimentada de esas referencias en las que está metido Pedro, pero también se habla con las víctimas. Es un texto que está lleno de Rulfo, Dante Alighieri, Lee Masters, Virgilio, de los escritores que han bajado al mundo de los muertos, esa es una primera pesquisa, en especial en ese capítulo de La Escombrera. Ahí Pedro resuelve el asunto literario. Entonces ¿cómo la narra? Es una mezcla de periodismo, de poesía, de ensayo narrativo, reflexiones, los recursos que tengo se los suelto a Pedro Cadavid. Hay otra pesquisa, que es la pictórica, que es la del cartógrafo, Ovario de Jesús Serna, un personaje que hace el mapa de la muerte, que detalla la violencia que ha ocurrido en La Comuna. Luego la pesquisa musical, el personaje Mateo Piedrahíta, que graba los sonidos, que tiene los rasgos sonoros de los desaparecidos. La novela entonces oscila entre la cuestión social, lo real, que es muy fuerte, y la cuestión artística.
—Son los capítulos El mapa y La sonoteca que tienen una fuerza creativa intensa. ¿Crees que lograste un equilibrio entre la realidad y la apuesta artística o crees que pesó más el escritor de novelas históricas?
—En algún momento pensé que esos hechos que tomé de la realidad me desbordaban. Entonces me decía, cómo le mermo a eso para no contar el horror, que es muy duro, como se ha contado en otras novelas y llegué a la conclusión que mi esfuerzo como escritor debía dedicarlo a impregnar la novela de esa parte artística, de esa parte creativa que está muy presente en muchos aspectos de la vida de La Comuna.
—Mucho de tus propios dolores están ahí, tu ambivalente relación con Medellín, ciudad en la que has vivido muchos años, violencias que tú también has sufrido.
—Es uno de los móviles fuertes, porque la ciudad me duele por la violencia que he vivido: mi papá fue asesinado, amigos cercanos fueron asesinados, familiares, no sé si estoy muy resentido con la ciudad, pero en la novela hay como una especie de reencuentro con ella, es un reencuentro que viene de la mano de Alma, inspirado en Alejandra, mi esposa, que vivió en un barrio popular. Alma lleva de la mano a Pedro, porque es un hombre que está enamorado, es Alma la que lo impulsa, lo anima y le da el equilibrio para seguir con su trabajo. Ella lo anima a escribir… ella es la que le dice “Escriba escriba” cuando tiene alguna situación que lo hace distanciarse de sus metas. En Alma está representada la esperanza, el amor, todo lo contrario a lo que para mí era la ciudad.
—Te pregunto por el mapa. ¿Existe o existió ese mapa de la muerte, de los crímenes, que dibuja el personaje del cartógrafo?
—En realidad ese mapa no existe, es una invención. En mi libro de cuentos que se titula Habitantes, que escribí en París, hay un cartógrafo, ese cartógrafo lo desarrollo en La sombra de Orión. Ese mapa tiene una raíz borgiana, hay un texto de Borges que se titula Del rigor de las ciencias, está en un libro que se llama El hacedor. Es un cronista que da cuenta de un grupo de hombres que hacen grandes mapas que intentan reproducir la zona que representan., Los mapas son abstracciones, reducciones de la realidad, pero estos cartógrafos del cuento, se dedican a hacer mapas que abarquen todo ese territorio, y al final dice, lo único que queda de esa generación de cartógrafos son pedazos de un mapa que se encuentran en las planicies, los desiertos, pedazos de ese gran mapa que ellos hicieron. Esa idea borgiana me dio vueltas en la cabeza por mucho tiempo y se la paso a este cartógrafo que hace ese mapa de las víctimas, un mapa de la muerte. Le doy el nombre de uno de los desaparecidos que se llamaba Ovario de Jesús Serna. Es el nombre de uno de los desaparecidos de la Comuna 13. En La Comuna de la novela, el personaje a través de una serie de túneles secretos, de pasadizos, va haciendo un mapa detallado de ese lugar donde vive, ese es un capítulo que a los lectores le ha llamado la atención porque, como en el cuento de Borges, es un mapa que está fragmentado en diferentes ranchos de La Comuna.
—Muchos personajes de la realidad se insinúan en la novela: Fajardo, Uribe, Escobar están allí, pero el gran problema que denuncias es ese sistema de asociaciones criminales en una ciudad que se muestra orgullosa, pujante, verraca.
—El poder del narcotráfico que para el caso de la Comuna 13 y de la ciudad en general se convierte en algo que permea toda la sociedad. Un lector agudo se va a dar cuenta que todo eso que ha sucedido en la ciudad, particularmente en una sociedad como Medellín, es culpa de las élites. Los grandes responsables del proyecto social en que ha terminado Medellín, que es un proyecto narcoparamilitar de derecha, es por culpa de las élites. Claro, han contado con el apoyo del pueblo, no faltaba más, el pueblo es afecto a ese proyecto. Entonces tenía claro que no podía caer en una novela de corte denunciativo, y por eso traté de cambiar los nombres de casi todos los personajes; algunos son muy evidentes, pero creo que un lector de otras partes no se dará cuenta que tal descripción corresponde a Fajardo, o que tal personaje es Uribe, o que estamos hablando del general Montoya, Don Berna o Pablo Escobar; creo que un lector de otras latitudes lo va a asimilar como una obra literaria. Me parece a mí que es una novela que pone el dedo en la llaga, y la llaga son las élites. No tengo ninguna relación con las élites, porque pienso que yo necesito ser independiente. En tal sentido la Universidad de Antioquia me ha brindado eso, porque nunca me ha puesto una mordaza, jamás. Sé que antes mucha gente murió en la Universidad por hablar, por decir, por denunciar, eso también está pintado en la novela, esa izquierda universitaria fue demonizada, satanizada y asesinada.
Medellín hace 20 años atrás era una ciudad que estaba sumida en una violencia terrible, hoy es una ciudad pacificada que permite este tipo de libros.
"Esa izquierda universitaria fue demonizada, satanizada y asesinada"
— Volviendo sobre tu propuesta narrativa, hay un personaje que es Luis Ocoró, un cantante, juglar, rapero, clara referencia al poblamiento de comunidades afros en La Comuna. ¿Cómo fue toda esa creación?
—Una expresión artística de La Comuna tiene que ver con los raperos, los cantantes, los juglares, el hip hop. Muchos de ellos llegan a Medellín del Urabá antioqueño, del Chocó o pueblos del Pacífico. Me encontré en la Comuna 13 con un grupo musical de tambores, que se llama Son Batá, una organización artística importante, de lucha, de resistencia civil, que es ejemplo también de esperanza como lo son Alma, doña Elsa, que atienden una biblioteca de La Comuna, que se financia con reciclaje. Son esas historias que siembran el optimismo en Pedro Cadavid.
Luis Ocoró representa, así es, el poblamiento de La Comuna de comunidades desplazadas de la violencia, población negra que en su mayoría llega a la Comuna 13. Son recibidos por milicianos que incluso pagan sus transportes desde sus lugares de origen y les entregan los terrenitos donde levantan sus casas. Entonces esas comunidades de desplazados que llegan allí viven agradecidos con las milicias, porque los acogieron y los protegieron de los que ya estaban allí. Los milicianos dijeron: ‘Esa gente se respeta porque esta gente no tiene donde vivir y aquí van a vivir con ustedes’. Así que los milicianos generan cierta aceptación en muchas de esas familias de desplazados. Por supuesto las milicias son generadoras de violencia, porque no es que sean ningunas hermanitas de la caridad, son una fuerza armada que domina un territorio. Se pregunta usted ¿ dónde está el Estado?, bueno, vea, ahí viene la Operación Orión.
—Además de Luis Ocoró, está también el personaje que construyes en el capítulo de La sonoteca, a quien llamas el músico, Mateo Piedrahíta, que con sus equipos graba voces de la escombrera, un personaje crucial en esta propuesta.
—Este músico registra los sonidos de La Comuna. Este personaje obedece un poco a lo siguiente: en esta búsqueda de los desaparecidos en el país hay una impresión de fracaso, es un gran drama la desaparición forzada, porque se busca y no se encuentra o se encuentra muy poco. Voy a decir algo terrible, pero fue algo que yo me encontré mientras leía sobre la desaparición forzada. Me decía, hay toda una parafernalia del horror, eso es la burocracia Estatal que gira en torno a la desaparición, que es espantoso, eso es un círculo del infierno de Dante. Están los desaparecidos que nunca se encuentran, están las familias de los desaparecidos que piden que se les reconozca como víctimas, que lo logran a través de un proceso burocrático enrevesado, que sucede en los sectores más humildes de la sociedad, entonces yo decía aquí hay una sensación de fracaso absoluto, ahí aparece este músico que capta sonidos y que construye una sonoteca de esos desaparecidos.
—En la novela, el mismo Pedro Cadavid cree que ha hallado algo en esa sonoteca, pero todo es quimérico, aquello que parece real es pura ilusión.
—Nada hay más inasible que una sonoteca. Este músico dice haber registrado los clamores de los desaparecidos. Pedro le pregunta ¿Son voces? y este músico le dice, “son voces astilladas”, imagínate. Pedro insiste en la pregunta porque quiere saber qué es lo que ha captado, el músico le dice: “Imagine usted una colmena espantosa donde no hay lenguaje”, es caer en la desilusión. Eso lo hice porque sentí que desde ese personaje podía transmitir al lector esa impresión de fracaso.
Quizá esto no haya gustado a las víctimas, ese diagnóstico sobre la desaparición forzada, porque a la conclusión a la que llego es que en todo esto hay un mal. No sé si es el mal de la realidad, si es el mal estatal, o el mal de cómo esas personas fueron desaparecidas que nunca serán encontradas, siento que ahí, en esas desapariciones, no solo en las de Colombia, hay una gran aberración humana.
— ¿Cuando hablas de las expectativas que tenían las víctimas con la novela, crees que esperaban una novela más fuerte con respecto al discurso contra las acciones del Estado, una novela que privilegiara la denuncia?
—Eso es posible, quizá pensaban encontrar una novela del corte indigenista, pero no. La sombra de Orión es una novela que se la juega también por la literatura, una novela que está diciendo: hemos vivido un horror y ese horror no ha sido reparado. Se me ocurre que podríamos traer la concepción del Estado como Leviatán, ese monstruo del que nos habla Hobbes. El Estado es un invento nuestro, nosotros decidimos quiénes nos van a gobernar. Si ese Gobierno no es controlado por la misma sociedad civil se vuelve una bestia que nos devora. Eso ha pasado con ciertos Estados, el tercer Reich es un Leviatán, el comunismo soviético es un Leviatán. El Gobierno colombiano no tiene los mismos niveles de Leviatán que han tenido los fascismos en el mundo, pero sí está permeado por superpoderes que lo hacen parecerse a un Leviatán. En donde se expresa esa faceta monstruosa, de Leviatán, es en la desaparición forzada.
—Resaltas la importancia de la iglesia, en especial la católica, en todo este drama de los desaparecidos y sus familias.
—Hay que decir primero que el catolicismo ha perdido mucha fuerza en los sectores populares de Medellín. Esos territorios de las comunas están llenos de grupos cristianos de toda laya, que han consolado a todas esas víctimas de la violencia. Estas sectas han llegado para consolar, pero a pesar de que soy muy crítico de esos grupos religiosos, no sé qué habría sido de esos barrios sin ese consuelo. Toda esa gente se hubiera enloquecido de impotencia, de dolor, de resentimiento. Estas sectas han ejercido un trabajo de consolación muy fuerte.
En lo que tiene que ver con el convento de la madre Laura, que se levantó en la Comuna 13, eso fue en la década del 30 del siglo XX, eso eran fincas grandes, ahí no había barrios, luego vino el primer barrio que es San Javier. Entonces hay una hermana de la Congregación de la Madre Laura, que es la hermana Rosa, que fue expulsada de Córdoba por Carlos Castaño, trabajaba allá con los indígenas, la expulsa porque es una defensora de los derechos humanos, y en la Comuna 13 la nombran para que ayude a esas familias. Es una líder, vive aún, está en una silla de ruedas, eso lo cuento en la novela.
De los casos que vi en la Comuna 13, la vida de la hermana Rosa es la que me parece más admirable, una mujer que cree en Cristo, una mujer cristiana de verdad, es el Cristo en el que yo podría creer, una mujer comprometida de verdad con los pobres, con los que no tienen techo, un discurso de amor, fuerte, con respeto, coherente. Ella se convierte en el pilar de ese colectivo que se llama Mujeres Caminando por la Verdad, mujeres desechas, adoloridas, desesperadas, con sus hijos desaparecidos, sus esposos, hermanos, todas ellas van donde la hermana Rosa y ella las recibe, ahí empiezan a hablar, a tejer, a llorar. Poco a poco comienzan a pintarse los labios, a arreglarse sus cabellos, a sentirse otra vez mujeres vivas. Eso hace la acción de las madre Rosa. Es ella la que visibiliza el problema de la escombrera, el problema de los desaparecidos. Había que verla hablando con todos esos burócratas que llegaban por allá, eso es digno, un discurso contundente, admirable, porque ella también es consciente que el Estado no ha hecho mayor cosa.
—En el último capítulo, Pedro Cadavid manifiesta que está lleno de dolores y penas que lo reducen físicamente sin saber exactamente qué tiene. ¿Qué tratas de presentar con esa toma de yagé, visitas a chamanes que hace Pedro en busca de una cura para algo que no sabe qué es?
—Pedro más que cansado está enfermo de violencia. Como ha hecho un trabajo y una conexión con los muertos, un recurso rulfiano, podríamos decir. Sucede que esas personas, no las víctimas, esas personas que están alrededor de la situación como antropólogos, sociólogos, investigadores, son gente que se enferma. Supe de algunos que tenían pesadillas, tenía que tomar pastillas para dormir, eso era una constante. Cuando hablé con paramilitares, uno de ellos me dijo que no podía dormir porque escuchaba las voces de los muertos, me parecía que era fundamental en la novela descender a esos pozos de la muerte y pongo a Pedro a hacerlo, y ahí Pedro padece la consecuencia de todo ese proceso de búsqueda y se enferma.
Viene ahí la idea de cómo resolver la novela, como cerrarla, y lo que pienso es que en Pedro Cadavid están todas esas voces, él está lleno de muertos, él se convierte en una fosa común, y dado que no será posible exhumar a los miles de desaparecidos, me digo, él sí tiene que exhumarse, dado que no hay exhumación posible para esas miles de personas, yo meto cien mil en La Escombrera de la novela, retomando un poco el recurso de García Márquez sobre la masacre de las bananeras.
Me digo, para que Pedro tenga un reencuentro con esa ciudad que tanto lo afecta tiene que exhumarse, y entonces cómo lo exhumo, viene todo el tema del yagé, que es un purgante de la tierra. Pedro hace una sanación de tipo ancestral, a pesar de ser un académico, un tipo formado en París, es Alma la que lo conduce eso, porque además ella tiene una conexión muy cercana con las plantas y la naturaleza.
— ¿Y Pablo Montoya también se enfermó?
—En algún tiempo acudí al yagé por otras razones, pero no puedo decir que me haya enfermado mientras escribía La sombra de Orión, eso no pasó. Podría decir que hay un hombre atribulado, claro que soy un hombre atribulado, esa tribulación hace parte de mi proceso creativo. Tengo también muchos problemas con la ciudad, con mi familia extensa, con el país, a veces me siento como un Atlas que carga a un país fisurado por el crimen, una figura que me parece muy clara.
Por supuesto soy un hombre que goza de los viajes, el amor, la comida, las plantas, la música, hay mucho goce en mi vida, pero también hay un país que duele. En ese sentido, cuando terminé de escribir La sombra de Orión sentí que me aligeré, me alivié mucho con la ciudad, sentí que solté esa carga que tenía, me sirvió mucho, creo que cumplí la misión con aquello que me propuse escribir, con aquello que quería decir.
***
Terminamos nuestro diálogo con una sesión de fotos.
Pablo volvió sobre el recuerdo de las cenizas de Roberto Burgos y la sensación de frustración inicial al no encontrar el sitio exacto donde reposaba su amigo. Habló de La ceiba de la memoria. Novela de Roberto Burgos que calificó como una de las obras cumbres de la literatura colombiana.
“Me enteré de la muerte de Roberto —dijo— mientras estaba en una conferencia en Perú, me dolió mucho su partida. Ese día prometí que la primera oportunidad que tuviera visitaría su tumba”.
Al despedirse, me explicó que aquella frustración que vivió en la Iglesia Santa Cruz de Manga no es la misma que sienten las víctimas de desaparición forzada en Colombia. “En lo más mínimo, por supuesto —me aclaró— la desaparición forzada es el horror, el drama de miles de familias que reclaman una verdad y buscan un cuerpo para darle sepultara, solo así, creo yo, seguirán con cierto sosiego, su vida en este mundo”.