El recorrido comienza en la central de transporte de Cúcuta, capital de Norte de Santander. “La terminal” fundada 1967 por el entonces alcalde Eustorgio Colmenares, uno de los tantos líderes políticos asesinados en Colombia, ha servido a la ciudad frontera para comunicarse con el resto de las regiones, departamentos y hasta hace unos años con el país vecino.
El sol inicia su ciclo diario, el calor emana del piso creando un reflejo en el horizonte, las carretas cargadas de bolsos, cajas y maletas aceleran el tráfico interno, los jaladores improvisan su actitud para convencer, las taquillas son lo último en el orden del procedimiento. Después de una atmósfera bullosa generada por el desconcierto anárquico de usuarios y transportistas, comienza el viaje de 7 horas para llegar a la “tapa del mundo”, nuestra primera parada y la puerta de entrada a esta región.
El Catatumbo y sus montañas abarcan una zona de once municipios que se entrecruzan y conectan por ríos y pequeñas caídas de agua. La cordillera andina plasma en su clima la variedad, una agricultura diversificada cacao, maíz, arroz, fríjol, plátano, café y yuca, también hay formaciones de pequeños lagos y estanques, creados en la ribera de los riachuelos por los Baríes hace un par de siglos y que son todavía utilizados por los campesinos para la piscicultura.
El territorio para los motilones es sinónimo de resistencia, la lucha comenzó hace 500 años, cuando los colonos con biblia en mano, fundaron pueblos, catequizaron indígenas y durante la guerra de independencia abandonaron el Catatumbo. Un asalto a estas tierras sagradas, que duro tres siglos y que marco la historia de guerra y dolor que hasta ahora comenzaba.
En el siglo XX la bonanza del petróleo había llegado a Norte de Santander, los años de paz y tranquilidad que se vivieron con la independencia del Libertador Simón Bolívar no duraron mucho. Las minas y la explotación de petróleo, su nuevo enemigo. La desigualdad en las fuerzas era abismal, flechas de madera contra balas de metal y aviones. Mientras que la Colpet los cazaba, derramando sangre negra color del crudo, la Gulf oil los llamaba salvajes, tribus motilonas que eran hostiles ante las empresas estadunidenses, que eran protegidas por el gobierno de turno. Los Barís, seguían luchando por la soberanía de su territorio.
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Ya las montañas avisaban con su aroma el arribo a nuestro destino, La compañía era importante, todos con miedos internos, pero reconociendo que nuestra labor iba más allá de lo mortal, el arte no ha muerto, repetíamos al aire. Títeres, música, teatro, poesía para los cerros repletos de hojas, la musa disfrazada de frutos ardientes, mis tres colegas y yo, disfrutando del paisaje que nos contaminaba con sus miradas, todos pensando en lo mismo, fluir como las aguas claras del Catatumbo.
En la zona catalogada de alto conflicto, donde conviven grupos armados, guerrillas y paramilitares, se dividen el territorio y están en constante enfrentamiento por el mismo, se vive y se sufre el más duro flagelo, que centella, más que los relámpagos del faro y que detona con más dureza que las balas que alumbran la noche de lado a lado. El completo abandono en el que se encuentran las poblaciones del Catatumbo ha creado una atmósfera agobiante, calurosa y sin Estado.
Autónomos y conscientes de su realidad, los pobladores de este territorio no se fatigan. Profesores catatumberos se enfrentan diariamente a los lápices untados de grafito y a un papel casi manchado en el que plasman a punta de versos y estrofas lo duro que les ha tocado, el reflejo que denota sus miradas, la ilustre sensación de la pedagogía, de la enseñanza que dejara recompensas, la esperanza de la vida, quizás el fruto más importante de la región.
Los niños y los abuelos son la mezcla perfecta. Las nuevas sonrisas, gritos, saltos e imaginación, contrastan con el saber del territorio, el emprendimiento y la fortaleza de los más viejos. Las esquinas están repletas de esta composición armoniosa, que frota de la tierra como la hoja, aferrándose con firmeza y sin prejuicio a los cimientos históricos del Catatumbo
Los campesinos son los más afectados, las variedades y la pluralidad de sus macizos han sido renegados, trastocados por la injusticia y casi capturados en sus parcelas, no encuentran otra salida que la de englobar la cifra de las 30 mil hectáreas ya existentes. En sus manos las cicatrices de una labor dolorosa. Ellas, raspadas, casi alcanzando lo más íntimo de su alma, piden a gritos, descanso. El teatro, música y títeres, seguían fluyendo en cada espacio.
La esperanza, esencia del Catatumbo
En el corazón del Catatumbo los caminos se tornan ásperos, el conocimiento aprendido de los ancianos, “la sabiduría de andar y desandar”, las montañas interminables de chamizos de coca y palma africana. La vergüenza de la verdad y la lujuria de la injusticia.
Cuenta la historia de nuestros ancestros que las piñas dulces de Teurama traen la esencia misma del motilón, la leyenda ancestral relata que todo era muy oscuro y que Sabaseba era un ser grande y fuerte, poseía conocimientos naturales y de los astros. Su misión, arreglar el mundo que se encontraba desordenado.
Venia de donde nace el sol, dejando a su paso olores agradables y transmitiendo sus enseñanzas a los Saymadoyi, los primeros hombres. Surgieron los ñatubai quienes empezaron a construir malokas, asentarse en los territorios y aprender de su entorno. Para los barís las fronteras son imaginarias igual que para otras etnias y tribus colombianas, ellos son autónomos, su cuerpo y existencia son su propio territorio.
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“La esperanza está embargada” se escucha un fuerte murmullo en la sociedad, “la quieren acabar”. A finales de los 90 pequeños aviones surcaban los cielos, dejaban una estela blanca de veneno, expulsando odio y dejando desgracia hectárea por hectárea, la fertilidad estaba sufriendo el flagelo de una lucha que no le pertenecía.
En estos tiempos los helicópteros son los que siembran terror en los sentimientos de las montañas, implantando el sonido doloroso de la guerra, el retumbe de la llegada de las balas, caen sin amparo como la lluvia en los techos de zinc. El paisaje deja de ser verde y empieza el desangre de tus ríos.
“La esperanza es el fruto más importante del Catatumbo”, la que nace de una pequeña semilla y crece más fuerte y grande que un samán, la misma que fluye entre ríos, o la que vuela por los aires como un chulo, libre, entre los nuevos vientos, formando corrientes que atraviesan las curvas de tus cordilleras interminables en el horizonte.
A la esperanza la llamaremos paz, la queremos todos. Colombia, un sueño de paz.
“Para que soldados y guerrilleros
no sean el uno para el otro
el tenebroso olfato
de la muerte
husmeando la vida temblorosa
Para que exploten bombas
de pan y de juguetes
y corran nuestros niños
entre escombros de besos.”
Gracias, Tirso Vélez.