Empiezo con obviedades.
Primera obviedad. Los candidatos hacen promesas electorales. De esas, algunas son sobre asuntos observables. Cuando una promesa es observable, yo puedo saber si se cumplió. Cuando una promesa es inobservable, no. ¿Cómo hago para saber si un mandatario defendió la justicia o encarnó los postulados de la Constitución? Por el contrario, yo sí puedo saber que se construyó determinada calzada.
Segunda obviedad. Los candidatos electos hacen muchas cosas durante su mandato y solo nos enteramos de muy pocas de ellas.
Tercera obviedad. Una condición necesaria para que se castigue electoralmente a un candidato por una promesa incumplida es que sus votantes puedan verificar si la cumplió.
En general, hacer promesas observables tiene un doble costo para quien las hace. Por un lado, los votantes pueden castigar más fácilmente su incumplimiento. Y, por otro, las promesas más claras muchas veces son las que más polarizan al electorado. Compárese tener un “compromiso férreo con la justicia” con subir el IVA tales o cuales puntos porcentuales. Es bien sabido que en la política con frecuencia se premia la vaguedad.
Que estos costos sean compensados por otros beneficios depende, a su vez, de dos cosas que viven o mueren juntas: el que haya una tradición de cumplimiento de promesas electorales y el que los votantes decidan su intención de voto con base en ellas. Si más bien lo que hay es una tradición de incumplimiento, pierde sentido para los votantes tomar las promesas como factor decisivo. Pero, como no se puede dejar de votar y, de alguna manera, uno tiene que decidir por quién hacerlo, se vuelve muy tentador calificar el carácter y las motivaciones personales de los candidatos a pesar de lo indirecto que es nuestro acceso a ellos.
Cuando alguien dice que un candidato tiene carácter, lo que está diciendo en últimas es que se puede predecir qué posición va a asumir frente a cuestiones inobservables u observables y confidenciales (lo cual equivale a la totalidad de las cuestiones si los votantes creen que la política es una caja negra y que todos los políticos incumplen por igual). Para ilustrar: abundan los que piensan que un candidato tan “frentero” como Uribe nunca les habría soplado a sus hijos qué zonas se iban a declarar zonas francas. Y que un hombre que mira a los ojos y sonríe cuando les da la mano a los ciudadanos de a pie nunca les daría la espalda a los campesinos cuando están siendo masacrados por grupos paramilitares.
Conjeturo que, por obvias razones, en Colombia la desconfianza del electorado en sus mandatorios ha llegado hasta tal punto que los candidatos no pueden comprometerse creíblemente con promesas observables. Por eso, invertir en la construcción de carácter (poniéndose sombreros aguadeños y exagerando el acento antioqueño) y maldecir el carácter de los demás sobresale como una estrategia electoral costo-eficiente. El candidato puede dedicar su tiempo de televisión a crear una imagen de buena persona, o de verraco, y a difamar a los demás candidatos en vez de ensuciarse con los pormenores de diseñar una agenda política puntual. Todo esto con el aliciente adicional de que no limita su libertad futura para escoger políticas públicas.
Pero como nada nunca es tan simple, no falta quien opina que los puntos de agenda impopulares son la marca del verdadero carácter. ¡Qué nadie diga que el electorado se olvida de los extremistas y de los tercos! Sin embargo, estos puntos de agenda, que bien pueden involucrar promesas observables, con frecuencia están al servicio de la imagen pública que construyen y no al revés. Y esa precisión no es irrelevante. Una marca del verdadero carácter, y del culto a los individuos que alimenta, es que aquel que lo tiene no está obligado a respetar ningún compromiso. Lo que hace el político verraco se presume correcto porque él lo hace, aunque implique “patraciarse” en sus promesas. Y, en definitiva, lo que logra el culto al carácter es ahorrarnos la carga de pensar si las decisiones de nuestros gobernantes son justas o buenas.
Muchas veces oí, como argumento supuestamente demoledor contra las negociaciones de paz, que “el oligarca de Santos solo estaba interesado en su gloria personal”. Y por lo menos un igual número de veces, que Uribe era más cercano al pueblo, con gustos más simples y una forma de hablar más “a calzón quitado”. Siempre pensé para mis adentros que en un país en el que se incumplen sistemáticamente las promesas electorales, los votantes no tenían de otra que racionalizar sus decisiones de votación con impresiones subjetivas y anécdotas irrelevantes.
Pero eso es hacerle el juego a los que ven el pueblo como el rebaño de sus mandatarios y la realidad es más compleja que eso. Si seguimos valorando más el carácter que el cumplimiento de las promesas va a seguir teniendo más sentido invertir en la construcción de imagen pública que diseñar agendas políticas de forma concienzuda y transparente. Mientras sigamos invocando la humildad de algunos y la poquedad de otros para justificar nuestras decisiones políticas, seguiremos teniendo los gobernantes que nos merecemos.