Me quedo con Pepa para contarles su historia. No se trata de un dilema. Es que prefiero hablar de la culebra de mi papá, a propósito de la que apareció en el parque Simón Bolívar de Bogotá, y no de los culebrones que protagonizan por estos días los políticos con las elecciones.
Un día, Carlos Julio Gracia González, mi papá, agrónomo de profesión, aceptó un cargo muy exótico: ser Jefe de Colonización en el desaparecido Incora (Instituto Colombiano de la Reforma Agraria), hoy Incoder. Corrían los comienzos de los años 60 y armó viaje, se casó con mi mamá, tan bogotana como él, y se fueron para Saravena, en Arauca. Mi papá se dejó crecer la barba para que los mosquitos no le picaran la cara. Allá cambió los mocasines por las botas de caucho; convivió con los indios huitotos; aprendió que el ganado se arrodilla cuando va a temblar; que hay árboles con bejucos tan gruesos, que tienen agua pura por dentro y que bastaba con hacer silencio y cortarlos a toda velocidad para que esta –en lugar de subir- cayera en un totumo y beberla… Hizo de la selva su hogar y bajo su supervisión se construyó por esos tiempos el campamento que aún existe en ese rincón del país.
Después de Arauca, mis papás llegaron a Florencia, en el Caquetá. Nuevamente la selva también los acogió; se transportaban ocasionalmente a caballo, entre otras, para protegerse de la mordedura de las serpientes. Se familiarizaron con ellas y, con el tiempo, aprendieron a extraerles el veneno para el suero antiofídico que se hacía en los laboratorios de Bogotá.
La aventura siguió hacia Armero, en el Tolima; sí, ese maravilloso pueblo de chimbilás y gente amable que arrasó el volcán Nevado del Ruiz y en el que murieron muchas familias amigas de mis viejos. En ese entonces, todavía con el Incora, mi papá tuvo que montar una bodega con insumos agrícolas, abonos y demás, para los proyectos agrícolas de los campesinos de la zona, y de los que daban cuenta de vez en cuando ratas y ratones que se colaban para alimentarse.
Aburrido con los roedores, y teniendo que regresar por unos días al Caquetá, mi papá comentó el problema y le dijeron que lo mejor era tener una boa constrictor; que la dejara debajo del entablado sobre el que se ponían los productos y que como permanecía llena, no representaba riesgo distinto a no dejarse envolver del animal. Ya familiarizado con las serpientes, la cazó, la bautizó Pepa y se la llevó para su bodega en Armero.
Cuando llegó Pepa, de apenas unos dos metros de larga, fue la sensación. No había ratón que parara en la bodega, ni bulto que apareciera roto, ni sopa que no nos tomáramos. Ah, porque eso sí, asustarnos con traer a Pepa era la mejor garantía de que hacíamos caso.
Mi papá comenzó a llamarla por su nombre y haciendo un ruido muy particular,
salió de debajo de las tablas y se dirigió hacia él,
le rodeó una pierna y se devolvió, como cualquier mascota
Un día, el señor Gracia pensó que ya era hora de que conociéramos a Pepa. Muertos del susto, pero con mucha curiosidad, nos llevó a mi mamá, mis hermanos y a mí a la bodega. Nos paramos en la puerta del gran cuarto donde estaba; mi papá comenzó a llamarla por su nombre y haciendo un ruido muy particular, salió de debajo de las tablas y se dirigió hacia él, le rodeó una pierna y se devolvió, como cualquier mascota. Nosotros estábamos paralizados, pero muy sorprendidos de la familiaridad entre Pepa y mi papá. Lo hizo un par de veces más; fue increíble. Era muy clara su cercanía. Tanto, que Don Carlitos, como le han dicho siempre sus amigos, se la traía de viaje a Bogotá en un maletín de cuero muy grande que le había comprado para cargarla. Pepa era su policía. Él se bajaba a hacer sus diligencias, dejaba el maletín medio abierto y ella se asomaba. No había ladrón que intentara siquiera abrir una puerta de su campero.
De pronto, cuando todos pensábamos que Pepa moriría de vieja en la bodega, surgieron los problemas. Comenzaron a desaparecerse los pollos y las gallinas del vecindario, y ella a crecer y a engordar… Se le veía un bulto redondo y grande en la mitad de cuerpo que se iba desvaneciendo, pero que muy pronto se reponía. No cabía duda de que Pepa se escapaba por las noches y encontraba su merienda. Le tocó a mi papá comenzar a pagarles los animales a sus dueños.
Un día, don Carlos Gracia tuvo que regresar a Bogotá y, como era habitual, vino con Pepa. La dejó dentro de jeep como de costumbre, pero se le olvidó dejar abierto el maletín. Cuando volvió, tenía roto el vidrio y no había nada; se habían robado a Pepa. Buscó, preguntó, y no encontró nada. A los dos días vio en el periódico: “Hallan peligrosa serpiente entre un maletín en basurero”. Él intentó rescatarla, pero nadie en la Policía le dio razón. Y aunque suene increíble, mi papá estuvo triste por muchos días. Ayer le dije: “Papi, voy a contar la historia de Pepa”, y por increíble que parezca, a sus casi noventa años, se llenó de emoción.
¡Hasta el próximo miércoles!
P. D. ¡Por favor vote! Haga plan con sus amigos y vote. Como decimos en Blu Radio, adopte un votante. No les deje a los demás sus decisiones.