Victorio Blanco, (q. e. p. d.), un septuagenario, fatigado por el campo y de una lucidez envidiable, crió a sus hijos a punta de ordeñar vacas, de labrar la tierra y de leer muchos libros en San Onofre, Sucre; su hijo mayor es ingeniero en Japón, y el menor salió de Montes de María, para convertirse en docente de biología marina en Medellín.
“El éxito de las guerrillas —me contaba Victorio— era que el sistema de manejo de las fincas con cuidanderos viviendo en situaciones muy precarias, sin sistemas de comunicación con sus patrones, bajos salarios, muy poca estabilidad y respeto”, (sic), “abrió paso para que las guerrillas usaran como gancho, el hacer valer los derechos de los más desamparados en un territorio con debilidad institucional, por la carencia de servicios de uso público y la dinámica política de familias terratenientes que usurpaban las tierras y aprovechaban la mano de obra barata”.
Familias políticas de capitales periféricas a Montes de María, dominaron por más de cuatro décadas, el panorama político de la región “se aparecían en época electoral para amarrar votos con parrandas, regalos y sancochos” y estaban vinculadas por la tenencia de buenas porciones de tierra apta para la ganadería extensiva.
El hermano de Victorio fue secuestrado en su finca dos veces por el frente 35 de las Farc y después de su liberación, el ELN y luego las autodefensas de Cadena, lo extorsionaron.
Medardo Julio, un buen campesino de Santo Domingo de Mesa, también me contó que Bienvenido Teherán su paisano, se metió a la guerrilla; fue su vecino de parcela y se apareció con municiones sobre su espalda, una tarde lluviosa de octubre de 1988; a gritos le ordenó al hijo de Medardo, que le alcanzara el burro para llevar una remesa; el muchacho se negó y el guerrillero le apuntó a la cabeza del joven; sus sesos estallaron y volaron como masa dispersa, dejando olor a pólvora y sangre.
Mientras Teherán, arrastraba el mulo, entre dientes mascullaba que eso era para que aprendieran quien era el que mandaba; Medardo con el corazón destrozado cerró los ojos de su hijo, y a lomo de bestia se desplazó a Carmen de Bolívar, para nunca volver a su parcela.
Desde mediados de los años ochenta, las guerrillas recogían finanzas a través de la extorsión a ganaderos y productores; obligaban a propietarios de tierra, tiendas, comercio y ganado, exigiendo “cuotas económicas", para su causa revolucionaria; esa causa que “restituía derechos y que buscaba cambios estructurales”. El ELN y las Farc, pregonaban que su revolución buscaba saldar la deuda del Estado con los campesinos desprovistos de tierras, defender los intereses de los pobres, defender la criminalización de la protesta social, rechazar el imperialismo norteamericano, confrontar a quienes impiden la justicia social, promover la economía en beneficio del pueblo, la dignidad y la soberanía.
Su discurso se esparcía en veredas y corregimientos de Montes de María, informando que su compromiso y convicción, era luchar junto al pueblo, para obligar un cambio. Culpaban al establecimiento, la oligarquía, y al paramilitarismo, como propiciadores de crímenes de Estado, mientras que “su lucha y causas justas”, buscaban enfrentar al Estado y sus instituciones, para afectar los intereses de la clase que se encuentra en el poder.
Decenas de guerrilleros, e infantes de marina murieron sobre las aguacateras y montañas de los Montes de María.
Los militares heridos por minas, evacuados a las salas de cirugía del Hospital Naval de Cartagena y Hospital Militar de Bogotá, presentaban amputaciones de sus extremidades, heridas en diferentes partes del cuerpo, múltiples esquirlas en tejidos blandos, pérdida de la visión, de sus órganos sexuales, traumatismos acústicos, traumas encefalocraneales, fractura de huesos, pérdidas de brazos, piernas, omoplatos y dedos, pérdidas de la nariz y boca, esquirlas en diferentes partes del cuerpo y huellas imborrables durante toda su vida.
Los guerrilleros que llegaron muertos a la plaza de armas de los cuarteles militares eran vistos como seres humanos, pero también como las buenas noticias de la guerra; algunos recibían cristiana sepultura, otros permanecían en las neveras de los depósitos de cadáveres; los que quedaban irreconocibles producto de la guerra, la justicia determinaba sepultarlos en cualquier cementerio: muy pocas veces los reclamaban. Los guerrilleros que morían a causa de los atentados que planeaban con minas y explosivos, quedaban a la merced de los animales del monte.
Esta es la cruda realidad de cualquiera de las regiones en conflicto del país. El dolor del alma se cura con perdón y altas dosis de reconciliación. Es necesario detener este conflicto, ya que su crudeza, violencia, los desafueros y la terquedad, alejan la posibilidad de reconciliarnos, porque entre más crudo y desalmado es el conflicto, mucho más duro y lejano será... ¡perdonarnos!