Las democracias verdaderas tienen, dentro de muchos elementos característicos, uno que es determinante y no es otro diferente a la conocida separación de los poderes.
Tres poderes, ejecutivo, legislativo y judicial que para nada se pisan los talones actuando cada cual con total y plena independencia pensando siempre (sería lo ideal) en el bienestar general.
Cuando uno de los poderes ahorca al otro, o lo elimina y en su reemplazo crea un ente que solo obedece órdenes, pues simplemente lo que se crea es un rompimiento del principio y ya la palabra “democracia” no resulta aplicable. Por ello, cuando vemos que en el vecino país de Venezuela ocurre eso, solo le cabe el calificativo de dictadura, y cuando se hace notorio que pensar diferente se convierte en delito, pues nos quedamos cortos si la calificamos como repugnante dictadura.
Pero a veces aparecen como por arte de magia una serie de factores diferentes a la imposición de la fuerza que pueden crear un debilitamiento notorio del concepto de democracia, y ese factor no es otro a la aparición de un virus bajo el vago calificativo de corrupción que mancha a los tres poderes de igual forma y sin que nadie se alarme todos o la inmensa mayoría de los integrantes del poder público giran solo alrededor de una cosa: la pequeña o gran mordida de dineros sucios que solo produce la perpetuidad en el poder sin que nada ocurra.
El asunto adquiere dimensiones inquietantes
cuando nada ocurre
salvo contadas detenciones
Y el asunto adquiere dimensiones inquietantes cuando nada ocurre salvo contadas detenciones y solo vemos un resbaloso nido de ratas que manejan las riendas de todo a su egoísta antojo y cada vez que son señalados responden alarmados que se acaban de enterar, que jamás tocaron aquel maletín con mil millones, conviviendo malos y malísimos en la misma jaula y viendo el panorama solo se ve más de los mismos con las mismas.
Y hablando de…
Y hablando de malos momentos, siempre es bueno algo de optimismo y ver que en la baraja electoral siempre hay gente buena y decente.