En este país de sordos de todos los pelambres lo más sensato que se ha pedido desde la crisis social que desató el infame y torpe paquete de tributos que pretendía el gobierno de Duque ha sido que se escuchen los actores en disputa.
No obstante, más de cincuenta jóvenes muertos, centenares de manifestantes detenidos, mujeres violadas, decenas de inmuebles destruidos y saqueos de comercios no parecen haber conmovido a quienes deben sentarse a buscar una solución a la crisis. En cambio, cada una de las partes con argumentos variados, ha dispuesto sus mejores energías a consolidar al contrario como su enemigo. Como siempre, lo han hecho con denuedo y con una temeridad siniguales.
Gabriel García Márquez, criticado por sesudos y correctos estudiosos porque supuestamente su obra no goza de una reflexión densa como la de otros escritores de alto nivel, siempre alertó sobre la temeridad del colombiano. Pero como lo decía con palabras sencillas se le escuchaba distraídamente como quien oye llover una vez más cerca de su casa. Sin embargo, no hay mejor descripción del carácter colombiano en la actual encrucijada: quienes lideran la protesta, prevalidos de la fuerza que ha tenido y que han sostenido, creen encarnar una valentía que puede doblegar la voluntad del gobierno proponiendo un plan de exigencias tan lleno de justeza como de falta de norte.
Por su parte, el presidente Duque, en la infinita soberbia y enfado que delata en su semblante y en sus gestos en muchas de sus declaraciones públicas, amén de las élites que lo cercan para que no ceda sus privilegios, supone que está exhibiendo fortaleza cuando los hechos abrumadoramente ponen de manifiesto su torpe cobardía y temeridad. En última instancia lo que el país está presenciando no es una muestra de valor de los múltiples actores en conflictos, sino lo que ya alguien dijo hace más de veintitrés siglos: a la virtud de la valentía le cabe como defecto la cobardía y como exceso la temeridad. Por supuesto, ya se sabe que al colombiano no le sienta bien la cobardía, por lo que cree que su temeridad termina siendo la supuesta valentía que cree tener y que señalara nuestro nobel de literatura tantas veces.
No soy ajeno a que muchos dirán que esto es simplificar la complejidad de la crisis social actual. En verdad así es, pero lo es por una modesta didáctica que debe imponerse para facilitar la negociación. No puede verse la situación de bloqueo en que ha caído el relato de la protesta social y las respuestas del gobierno a un problema sobre el talante de las dos partes que deben buscar la salida. Pero tampoco se puede negar que si éstas no se reconocen en el exceso mencionado, difícilmente se puede avanzar en una negociación y en acuerdos para salir de la crisis, es decir, hay que abandonar esa sempiterna costumbre colombiana de creer que el otro es un pendejo para meterle los dedos en la boca. Es desafortunadamente lo que se ha impuesto en nuestra cultura para conseguir del otro lo que parece justo.
En otras palabras, hay que evitar la temeridad para empezar a echar los cimientos de una relación que se base en la reciprocidad y dejar atrás la proverbial desconfianza que se presenta en la sociedad colombiana cuando se trata de llegar a acuerdos. Eso supone, para ponerlo en términos coloquiales, que la negociación no puede seguir la estrategia fallida de la llamada conversación de Duque ni tampoco esa que muchos colectivos populares llaman la conversa. La una es un engendro para engañar y mamar gallo y la otra es una suerte de asamblea donde se habla de lo divino y lo humano per sécula seculórum.
Al gobierno de Duque se le debe exigir que abandone su pose de príncipe y le ofrezca garantías y medidas tangibles e inmediatas a las multitudes y a la dirigencia que ha liderado el paro desde el 28 de abril. A su vez, a la dirigencia del paro y de las protestas, se le pide contención, norte y tiempos precisos para negociar las demandas inmediatas a cumplir, así como seguimiento y control a los acuerdos de mediano y largo plazo que este gobierno no podrá cumplir.
Es sensato que se crea, más por realismo que por deseo, que a Duque se le debe dejar terminar su indolente e infame gobierno tartufo y cobrarle en las urnas sus despropósitos. A las juventudes es un deber pedirles comprender que el país que sueñan y piden no es una agenda solo de ellos, sino de toda la sociedad que está harta de un Congreso mayoritariamente inepto y caradura, de una Justicia que no opera y de una élite que solo ha prorrogado indefinidamente el cumplimiento de los derechos de la mayoría de la sociedad.
En el entretanto es factible advertir que los llamados poderes de facto (jefes empresariales y lobistas de conglomerados económicos, directores de los grandes medios, los jefes altos mandos militares, jerarcas de la iglesia, capos del crimen organizado, influenciadores de las redes sociales, nobles del Estado) no pueden salirse siempre con la suya: de darle carameleo a las multitudes en las calles, mientras a puerta cerrada, en clubes exclusivos o sitios exclusivos en el exterior, unos pocos autoelegidos acuerdan de espaldas al país cómo seguir repartiéndose las riquezas del país y defendiendo sus privilegios.
Lo peor que podría pasarle a quienes tienen la responsabilidad de acordar una salida a la profunda crisis social del presente es seguir el leimotiv de Bertleby, el personaje de la novela homónima de Melville: es decir, él preferiría no hacerlo. Por el tan bien traído y manoseado bien común o interés general de la sociedad, ¡deben hacerlo!
¡Ya el año 2022 le dará a cada quien su merecido en las urnas!