Una de las discusiones eternas en torno al logro de la paz oscila entre la posición de quienes la ven como el producto a corto plazo de un acuerdo en el que las partes en conflicto se comprometen a dejar de usar la violencia para dirimir sus antagonismos, y la posición de quienes la ven como el resultado a largo plazo de un gran cúmulo de acciones orientadas a desactivar las causas profundas de los conflictos sociales.
A la primera posición suele llamársele minimalista, puesto que tiende a concebir la paz como poco más que el proceso de desarme, desmovilización y reintegración social de los combatientes, acoplado a la adopción de medidas de verdad, justicia y reparación de las víctimas.
A la segunda posición suele llamársele maximalista, puesto que tiende a concebir la paz como mucho más que eso: como un proceso de transformación estructural, institucional y cultural de la sociedad en su conjunto.
Estos extremos, por supuesto, son engañosos en varios sentidos.
Quienes saben de las enormes dificultades que implica desarrollar adecuadamente un proceso de desarme, desmovilización y reintegración de combatientes —como cualquier persona consciente de la historia colombiana reciente—, no estarían plenamente de acuerdo con que lograrlo signifique tan solo alcanzar un mínimo. Diseñar e implementar un proceso exitoso de desarme, desmovilización y reintegración, que reconozca los errores y los obstáculos del pasado y sea capaz de aprender de ellos, sería un logro de gran alcance y envergadura.
Lo mismo respecto al posconflicto: el diseño y la implementación de mecanismos de esclarecimiento y deliberación a partir de los cuales puedan emerger las verdades de la guerra, de procesos de justicia transicional que permitan obtener equilibrios políticos estables y duraderos, y de reconocimiento y reparación que restituyan la dignidad vital y social de la enorme cantidad de víctimas que ha dejado el conflicto armado, es una tarea tan inmensamente compleja, que —una vez comprendida a cabalidad— se resiste a ser llamada minimalista.
Llegados a este punto, habrá varios lectores que querrán poner en duda esa dicotomía que quizás furtivamente se les coló en la cabeza hace tan solo unos instantes: que la posición minimalista es crudamente realista y que la posición maximalista es irremediablemente idealista.
Los retos, las dificultades, y la enorme complejidad
de lo que muchos denominan “el posacuerdo”
implican que la posición minimalista, reviste también una alta dosis de idealismo
Si nos fijamos bien, los retos, las dificultades, y la enorme complejidad de lo que muchos denominan “el posacuerdo” —intentando con ello comunicar quizás que los acuerdos de La Habana son minimalistas— implican que la posición minimalista, si es que así podemos llamarla, reviste también una alta dosis de idealismo. Optimismo, diría yo.
Por otra parte, si nos fijamos bien —tanto en la teoría social como en las diversas interpretaciones sobre la historia del conflicto armado colombiano, así como en lo que las mismas comunidades están expresando en todos los territorios desde hace mucho tiempo—, no hay nada más realista que adoptar una posición maximalista en torno a la construcción de paz.
Es decir que, si no adoptamos acciones orientadas a desactivar las causas profundas de los conflictos sociales, si no asumimos intencionalmente como país el reto de diseñar y poner en marcha un proceso de transformación estructural, institucional y cultural de la sociedad en su conjunto, entonces las aspiraciones de lograr una paz estable y duradera no serán realistas.
Y la unión entre optimismo y realismo es el pragmatismo.
En este sentido, pienso que los acuerdos alcanzados hasta hoy en la mesa de negociaciones de La Habana, representan una opción esencialmente pragmática —equilibrada entre la posición minimalista y la posición maximalista— para la construcción de paz en Colombia.
Una lectura cuidadosa de los acuerdos indica que —al mismo tiempo que se implementen los programas de desarme, desmovilización y reintegración de combatientes, así como los mecanismos de verdad, justicia y reparación, mediante procesos puntuales, en zonas focalizadas y con poblaciones específicas— todas las regiones del país tienen la oportunidad de concebir y desarrollar pragmáticamente sus propias ideas y sus propios medios para asumir una construcción profunda de las bases estructurales, institucionales y culturales de la paz con sentido verdaderamente territorial.
El reto fundamental en este sentido, es desplegar una movilización ciudadana que comprometa a los nuevos mandatarios locales y departamentales para que incorporen programas y proyectos municipales, intermunicipales y regionales explícitamente acoplados a una lectura y una interpretación plurales, diversas y propias —adaptadas a las particularidades contextuales de cada territorio— de las propuestas de política pública contenidas en los acuerdos de paz en sus respectivos planes de desarrollo.
Para lograrlo, el apoyo coordinado y sostenido del Gobierno Nacional, y en especial del Departamento Nacional de Planeación, la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, y el Ministerio del Posconflicto será de gran ayuda; así como lo será el concurso activo, armónico y en son de paz, de la academia, las organizaciones sociales, los gremios y los medios de comunicación regionales.
Este es el momento de ser realistas y optimistas; seamos pragmáticos.