¡Usar el TransMilenio es un deporte extremo, entre subirse a él e ir absolutamente apretados como una lata de sardinas está también la lucha para que no me lo arrimen, no me cojan el culo, no me toquen!
La algarabía es la de todos los días, pero Laura contó con suerte y consiguió una silla. Como se sabe tomar el TransMilenio en hora pico es toda una odisea, entre el mar de gente y el afán por llegar al trabajo, los empujones, los gritos, los niños...
Entre tantas caras, a Laura le llamó la atención de “ella”, quien dejaba ver en su cara la angustia. Laura la miró como miramos todas las mujeres y sin palabras preguntamos ¿qué pasa?, pero “ella” no expresó nada. Su rostro solo denotaba temor, por eso Laura buscó la respuesta entre los rostros de los demás y se dio cuenta de que un hombre detrás de "ella" estaba demasiado cerca (no era por el tumulto, los ríos de gente… no, era porque era un acosador).
Laura la miró y esta vez sus ojos pidieron ayuda, así sin hablar, sin moverse. Laura gritó y como es cotidiano nadie se inmutó. Laura también tenía miedo, pero gritó de nuevo y le dijo que se corriera. Le pidió a un señor que le diera su lugar a “ella”, quien sin pensarlo dos veces se movió. ¡Lloró! El acosador se había masturbado sobre “ella”. No había policía, nadie más que Laura y “ella” entendieron lo que se siente en esos momentos.
Nadie siquiera puede imaginar lo que esto significa para nosotras, pero a pesar de todo, algunas veces como esta, hay alguien que te tiende la mano, esta vez fue Laura, por lo menos para decirle que entendía lo que pasaba, que a pesar de los ríos de gente indiferente no estaba sola.
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Ser mujer no es fácil, ser una mujer feminista menos, sin embargo, valoro el hecho de que mis amigas, compañeras y conocidas me busquen, me escriban para contarme sus historias; la mayoría de ellas llenas de dolor, impotencia y frustración.
Entre tantos relatos, el más cotidiano es el del acoso callejero, del cual me atrevería a decir que casi todas hemos sido víctimas. Y es que una actividad tan simple como esa o usar el transporte público se convierte en un acto peligroso, un acto rebelde.
La mayoría de mujeres tomamos precauciones al respecto y salimos siempre con temor, buscamos lugares concurridos, siempre le decimos a nuestra amiga que nos avise al llegar, buscamos generalmente ir en grupo o que un hombre nos acompañe, esta última bien triste, porque de fondo lo que nos dice es que el respeto es hacia el hombre que nos acompaña y nuestro espacio en lo público termina supeditado al de ellos. Además, no sé ustedes, pero por lo menos yo cuando me subo a un taxi voy con la mano en la palanca para abrir (mi lógica debe ser que me voy a tirar del carro).
Y es que estas actividades tan cotidianas terminan siendo un suplicio, porque además de pensar en la inseguridad de esta ciudad, las mujeres tenemos siempre el miedo incrustado de que nos violen.
Nuestros cuerpos no están a la merced de quien quiera disponer de ellos, nuestros cuerpos son nuestros y quisiéramos estar en el espacio público sin el temor constante de que estas cosas nos pasen.
Caminar sin temer, vestirme sin pensar y usar el transporte público con tranquilidad. ¡Ser mujer con libertad!