Uno podría decir, dejándose llevar por la retórica de quienes detentan el poder, que en Colombia el erario público es sagrado. Se nos habla de él casi como el valor más preciado de todos. Ahora, mejor no vayamos a ver en qué se usa porque corremos el riesgo de –dramáticamente– caer en la cuenta de la profanación que han hecho con nuestro precioso y sagrado ‘presupuesto de todos’. Algo es claro: el erario se desvía legal o ilegalmente, pero jamás será de todos. El erario público es fundamentalmente la alcancía que se llena con el aporte de cada uno de los ciudadanos (tal vez hasta allí llega su esencia pública) pero que se rompe para ‘invertir’ muy selectivamente.
Para gastarlo hay miles de formas y excusas, hace unos años Moreno y sus amigotes se embolsillaban 100 mil millones de pesos y nos dejaban la calle 26 vuelta un tierrero. Pero no siempre el erario se va de forma ilegal, hay formas muy en derecho de derrocharlo. Por ejemplo, el senador Álvaro Uribe Vélez contaba con un cuerpo de seguridad de 300 hombres lo cual costaba 18 mil millones de pesos que no salían precisamente de su bolsillo, sino del nuestro. En el año 2014 se decidió, después de un estudio de riesgos, reducirle el esquema de seguridad a la mitad. Es decir, ahora Uribe nos cuesta 9 mil millones de pesos. Y sí, es obligación del Estado salvaguardar la vida de quien sería una potencial víctima de violencia de cualquier índole, un perfil que aunque cumplen varios miles de personas en Colombia siempre es aplicado exclusivamente a políticos y cargos de las altas ramas, porque para qué escoltas a un líder comunal en Chocó si a ese lo puede matar el hambre primero que los paracos.
El erario también se nos va en sueldos de altos funcionarios, entonces además de que les pagamos carro, escoltas, gasolina y celular también abonamos su sueldito. Así pues, en el caso de Uribe, un ejemplo que tomo para efectos de ilustración y no como un señalamiento personalista, además de los 9 mil millones que pagamos para que no nos lo vayan a ‘aporriar’ por ahí, le ponemos cerca de otros 20 millones de pesos LIBRES de salario como senador. Imagínese todo lo que se puede hacer con los impuestos de 45 millones de colombianos. De peso en peso hacemos ‘la vaca’ para ver como respaldamos las dificultades económicas (comprar una camioneta u otro pent-house) de nuestros ilustres legisladores, administradores y demás imprescindibles burócratas. Pero parece que el gasto de ese dinero es un poco unilateral, después de revisar como el Estado garantiza su funcionamiento con nuestro dinero deberíamos pasar a hacer una revisión de cómo nos retribuyen en inversión nuestro aporte en forma de impuesto, pero no: Esa platica se perdió.
El Estado cuesta y la democracia, sí, también cuesta. Así pues, una de las mejores formas en que nos podrían devolver o, cuanto menos, reembolsar dicha inversión hecha sería preguntándonos qué hacer con la plata que queda, con el excedente después de pagarle a toda a esa base funcional de salarios exorbitantes. Democracia, la respuesta es democracia. No nos devuelvan la plata en forma de bazares barriales o conciertos de entrada libre. Porque en serio resulta paradójico ver lo difícil que ha resultado lograr algo que pareciera ser elemental, escuchar a la ciudadanía. Y el problema es cuando se alega austeridad para huirle a la democracia, pero aún cuando en vísperas de dilaciones por parte de la Registraduría, para ser la piedra en el camino de la realización de una consulta popular, por otro lado se esté aumentando en 2 millones de pesos el salario de los senadores de la República.
Y aquí ya entramos en materia; el problema no es en realidad el salario de los legisladores, ya resignados estamos a verles enriquecidos, el problema real es que para garantizar la democracia nos encontramos de frente con un muro impasable: La falta de voluntad política por parte de las instituciones garantes logística y políticamente de las citas en las urnas, aún peor alegando que lo que falta es el dinero. Y aquí no hay nada raro, al Estado colombiano siempre le ha quedado fácil aflojar cuando de licencias ambientales se trata (y nunca ha dado visos de persignación moral por ello) o en cuanto a salarios de funcionarios respecta, pero cuando la ciudadanía va a golpear la puerta en busca de unos pesos (que le pertenecen por derecho en el amplio sentido de la palabra) salen las instituciones a desempolvar facturas y poner cara de indigentes apenado para que la ciudadanía se sienta derrochona por exigir que se invierta en los canales para la interlocución entre constituyente primario y administración pública y política.
A la consulta popular antitaurina se le ha querido aplastar desde que nació como iniciativa, primero la emboscada fue política y diferentes actores como, entre otros, los concejales de Bogotá (con sueldos de 21 millones pagados por nosotros) descalificaban a la ciudadanía como actor político y se empeñaban en sepultar la iniciativa como una artimaña más de Petro. Después la emboscada fue jurídica y un puñado de magistrados, con salarios pagados también por nosotros, eran el nuevo obstáculo de la materialización de la democracia. Seguramente usted pensará que no es necesario salir tan cascao’ de todos lados por querer preguntarle a la ciudadanía si está de acuerdo o no con matar animales en función del entretenimiento. Pero claro, después de superar tanto escollo llega la Resgistraduría Nacional, en razón del Estado civil, a decir “Plata no hay para ustedes”, es decir, “ustedes sigan pagando y nosotros vemos cuando les retribuimos la inversión”.
Paralelamente al descaro institucional y antidemocrático, se empieza a crear un cerco mediático que a base de inflar cifras pretende enterrar la democracia en la ciudad, porque sin duda tan resignados y revolcados estamos los bogotanos que incluso alcanzamos a dudar de la democracia si es que nos dicen que esta cuesta mucho. La razón fundamental para realizar la consulta antitaurina el 25 de octubre– día de elecciones locales– es clarísima; además de promover el pronunciamiento masivo de la ciudadanía frente a la fiesta brava es una apuesta por la austeridad y el abaratamiento de la cita democrática. Aprovechar la infraestructura y la logística de aquel día disminuiría significativamente los costos de la consulta. Si esta se realizara fuera de elecciones costaría alrededor de 40 mil millones de pesos, una cifra de la cual no se quieren despegar los medios de comunicación, sin embargo, la posibilidad más tangible del 25 de octubre representaría una disminución del 75% del costo y quedaría en 11 mil millones.
Ahora, entre esos 11 mil, la Registraduría pretende cobrarle a la consulta popular un gasto que se tiene que hacer sí o sí, como lo es la biometría, y equipos técnicos que equivalen a cerca de 9.500 millones de pesos. Dicho esto, la consulta valdría realmente 1500 millones de pesos. Se pone barata la democracia. Ahora, si a eso le sumamos que la Alcaldía puso a disposición precisamente de la ciudadanía y la democracia misma la imprenta distrital para la impresión de los tarjetones necesarios, los gastos se disminuyen otros 1422 millones de pesos y la consulta quedaría costando cerca de 65 millones, el salario mensual de tres senadores de la República. El problema, a fin de cuentas, es que aquí está en juego el ego de una realeza que se suponía intocable histórica y moralmente. La logística de la democracia no es que sea cara, pero en esencia, y operando, representaría el peligroso y poco rentable precedente de tomarse desde la ciudadanía, en su conjunto, la batuta. Imagínese donde el pueblo, con todo y su cara sucia y arañada de tantas arrastradas que le han pegado los poderosos, caiga en la cuenta de que se puede citar a las urnas para poner en tela de juicio a aquellos que no lo representan. La consulta popular es barata pero, como siempre, lo caro es el efecto político de darle voz y voto al pueblo, el verdadero costo que aquella aristocracia de apellidos que escuchamos hace un siglo no está dispuesta a asumir.