Entre la ciencia y el animalismo
Opinión

Entre la ciencia y el animalismo

No tenemos que copiar las miradas científicas ni las animalistas de la metrópoli del norte: es hora de construir sobre las nuestras

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agosto 26, 2023
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Llena de alegría, entré a la facultad de biología en la Universidad Nacional tan pronto salí del colegio. La idea de estudiar la ciencia de la vida y descubrir cada día alguno de sus secretos poéticos me entusiasmaba y me motivaba a levantarme cada mañana. Quería comprender en diferentes escalas el despliegue de las invenciones ingeniosas de la naturaleza para diversificarse a lo largo de los tiempos evolutivos y encontrar las maneras más asombrosas para que cada ser pudiera relacionarse con los demás.  

Sin embargo, solo estudié tres semestres. La razón principal para desertar fue mi incapacidad de matar animales tal como la facultad me lo exigía para pasar algunas materias. Aunque intenté buscar con los profesores maneras alternativas de alcanzar los objetivos pedagógicos, mi “objeción de conciencia” no tuvo ningún lugar y el consejo que recibí por parte de uno de ellos fue abandonar la carrera, porque si no soportaba ahogar aves o meter ranas en formol, sencillamente no me iba a graduar nunca. Y así lo hice. Me pasé a derecho con el fin de aprender herramientas para la protección de nuestros ecosistemas y luego terminé una maestría en conservación y uso de la biodiversidad.

Nunca he militado en un movimiento animalista. Muchos de sus enfoques me parecen mal orientados, con un fuerte sesgo mascotista o a especies carismáticas, y desconocedores de las relaciones ecológicas profundas. Algunas de sus reivindicaciones me parecen más demagógicas que efectivas para la protección de los animales. Con frecuencia, también he percibido un halo de superioridad de enfoques urbanos occidentales frente a usos rurales y tradicionales de los animales. A pesar de todas estas críticas, rescato de estos movimientos la importancia de incluir un enfoque sensible al sufrimiento animal a las políticas públicas y en general en la vida humana. La pregunta es cómo se logra esto de manera efectiva o al menos no contraproducente, como ocurre por ejemplo con la defensa de individuos hipopótamos o gatos en ambientes silvestres que termina poniendo en riesgo a muchísimos individuos y especies menos visibles.

El uso de animales en la investigación científica e incluso en medidas de conservación es necesario. Por ejemplo, mantener animales en zoológicos permite preservar e incluso enriquecer la diversidad genética de especies al borde de la extinción. Dicho esto, quiero recalcar que mi experiencia frustrada en la facultad de biología me permitió ver que en la academia (o al menos en la que estudié) sí se les va (o se les iba, ojalá haya cambiado) la mano en generar sufrimiento animal innecesario para el avance de la ciencia o para los fines pedagógicos de la facultad. Y es que algunas voces de la comunidad científica siguen reivindicando una identidad neutral, racional y abstracta, que considera que los animales todavía son recursos para fines mayores de la ciencia y que, por lo tanto, es válido cualquier trato que ella les dé.

El debate que se agitó por los ´proyectos de ley presentados por Juan Carlos Losada y Andrea Padilla y la reacción crítica de varios centros académicos es muy necesario y una oportunidad para enriquecer los puntos de vista de los animalistas, pero también el de la comunidad científica. Celebro la invitación de las universidades y distintos gremios a dialogar y la disposición de los congresistas a generar espacios en búsqueda de consensos que cuiden los fines de investigación biológica, las políticas de conservación y la libertad de cátedra, pero que limiten formas desproporcionadas de maltrato o sacrificio.  


Como sociedad estamos buscando nuevos enfoques para relacionarnos con la naturaleza en general, no solo con los animales


Como sociedad estamos buscando nuevos enfoques para relacionarnos con la naturaleza en general, no solo con los animales. De ahí también el auge de las declaraciones de ríos y otros ecosistemas como sujetos de derechos en decisiones normativas que son bienintencionadas, pero en algunos casos panditas en el análisis sobre los alcances e implicaciones. El efecto simbólico de estas decisiones es el de remarcar desde el Estado y a veces por solicitud de las comunidades la búsqueda de un enfoque menos antropocéntrico. En los efectos prácticos, quedan más preguntas que respuestas: ¿por qué un ecosistema o un río y no otro? ¿quién representa estos derechos y por qué? ¿qué pasa con las comunidades que tienen un ordenamiento o un uso propio de esos ecosistemas?

El debate filosófico de fondo invita a que participen muchas disciplinas y cosmovisiones distintas sobre la relación con la naturaleza y los animales en particular. Y en Colombia tenemos una riqueza enorme de miradas y experiencias. Hay tantas relaciones con la naturaleza como comunidades indígenas, afrocolombianas, campesinas, pescadoras, urbanas y de distintas ciencias y disciplinas. Quizás de todas se puedan recoger los elementos más valiosos y así actualizar políticas y las prácticas a nuevos consensos. No tenemos que copiar las miradas científicas ni las animalistas de la metrópoli del norte: es hora de construir sobre las nuestras. 

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