Sábado, 4:30 de la tarde en la Calle 80, localidad de Engativá en Bogotá, frente al centro comercial de la zona (Portal 80). Mientras para muchos es el fin de la jornada diaria, para Andreina Murillo, una joven venezolana, apenas comienza.
―Qué hubo, ¿todo bien?― dice Andreina.
―Sí, monita, regáleme un tintico― contesta el cliente.
Hace año y medio, Andreina ―veintisiete años, contextura delgada, estatura promedio, ojos color miel y cabello claro― llegó a la fría ciudad de Bogotá desde su tierra Maracaibo, la capital del Estado Zulia, en donde el clima es demasiado caliente. (En 2016 alcanzó a registrar una sensación térmica de 51 grados centígrados según estimaciones de The Weather Channel). Por esta razón el clima fue uno de los factores más difíciles al llegar a Bogotá, una ciudad que en el día puede llegar a una temperatura de 20 grados centígrados y en la noche 7 grados. “Los primeros días fue muy duro por el clima, me pegó mucho el frío, duré como una semana sin salir”, cuenta Andreina.
Mientras va desvaneciendo la tarde y la luna comienza a salir, ella se encuentra sentada junto a su puesto de trabajo, que está conformado por un carrito de mercar rojo, un parasol y su mercancía (tintos, pericos y aromáticas recién hechos, cigarrillos, mentas, dulces, todos traídos desde su casa) esperando que lleguen sus clientes.
No cuenta con un radio o algún otro objeto que le ayude a distraerse, pero para ella y su primo Cecilio quien la acompaña todas las noches a trabajar, el tiempo se pasa rápido. Lo único que se percibe es el tormentoso ruido de los carros, camiones de carga, buses con destinos como el 20 de Julio o el Terminal, que pasan por la Calle 80, una de las vías principales de Bogotá.
Su puesto está ubicado justo entre dos paraderos de buses, en uno de ellos se estaciona el servicio de SITP T21 con destino al Cantón Norte y en el otro el 271 hacia Lomas, lo que hace que al lugar lleguen usuarios de estos servicios, taxistas, peatones, entre otros.
“La calle 80 es el punto ideal porque está al frente del centro comercial y es un sitio en el que transita mucha gente y eso es bueno”, afirma Andreina.
Afortunadamente, su esposo, José Ángel con quien lleva 16 años, también se dedica a las ventas ambulantes y se encuentra ubicado a unos 10 metros de ella, él vende algunas cosas similares y esto les facilita las ventas a los dos.
―¿Tiene Bom Bom Bum?― dice un joven.
―Sí, ¿de qué color?― contesta Andreina, pensando en los productos que tiene su esposo en el puesto.
― Cualquiera, veci― le responde.
Al no tener los Bom Bom Bunes, ella se dirigió rápidamente a donde José Ángel. Es así como transcurre su jornada, corriendo de un lado al otro para no perder ninguna venta.
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Por más que llueva, truene o relampaguee Andreina y Cecilio salen a trabajar y en dado caso cuentan que se refugian en el pequeño parasol de colores junto con los tintos, aromáticas, pericos, dulces y cigarrillos. “Me quedo acá trabajando hasta tarde, máximo 1:30 de la madrugada, así esté lloviendo” cuenta ella. Sin embargo, la noche de aquel sábado a pesar de que estaba nublado, no se soltó el agua en ningún momento.
“Me dio pena, no quería vender mucho tinto, me quería como que esconder, pero bueno aquí estoy guerreando todavía”, responde Andreina ante la pregunta cómo fue el inicio vendiendo tintos.
Una amiga fue quien le dio la idea. Andreina afirma que la sensación fue muy fea, pues en Venezuela se había dedicado a las ventas, pero en almacenes de ropa, y al paso de una semana en Bogotá, empezó a trabajar en un almacén de vestuario para bebés, en el barrio Quirigua, cerca de donde ella vive con su esposo, dos hijas de 6 y 8 años, además de su primo y cuñada. Allí duró 3 meses, pero cerraron, según el dueño del local por falta de ventas, luego trabajó en una papelería, una fábrica de inflables y finalmente llegó a los tintos.
En un inicio, ella tomó el negocio de los tintos como algo pasajero. “En ese instante no tenía otra opción, estaba duro el trabajo no conseguía tan rápido como me lo esperaba”, después se quedó con esto, debido a que le daba la facilidad porque era dinero que le quedaba completo, manejaba su horario y era independiente. A pesar de que le han salido trabajos no ha durado mucho, me cuenta que ha sido por falta de pago en la mayoría de ocasiones, ya sea call centers o en tiendas de ropa.
“Nunca me imaginé llegar al extremo de vender tintos, igual es un trabajo común y corriente digno, preferible a estar robando, pidiendo, pero igual es duro”, dice Andreina.
Además, comenta que al principio no le querían comprar mucho por su nacionalidad: “me discriminaban mucho, pero con el tiempo me fui haciendo mis clientes y ahora gracias a Dios tengo muchos” y dicen: “Vamos a donde la monita que está allá a esta hora”, contó.
Andreina vende el tinto a $700, se gasta aproximadamente $15.000 en la materia de su negocio y de los 6 termos que lleva diariamente para vender, en uno y medio ya recupera la inversión.
A las 7:00 de la noche el frío es penetrante. Andreina y su esposo deciden salir en busca de algo de comer, a cargo del puesto queda su primo Cecilio.
“Conoces gente todos los días y poco a poco sabes cómo es el negocio, cómo hay que tratar a las personas”, dice Cecilio ―veinte años, estatura alta y contextura delgada―.
Él le ayuda a su prima mientras que un amigo venezolano le da trabajo en un puesto de pizza cercano. Su relación con Andreina siempre ha sido muy buena y se han llevado bien.
“Es una mujer guerrera, que le gusta echar para adelante (…) siempre busca la manera de salir”, señaló.
Cecilio cuenta que lo más tarde que se han ido es 1:30 de la madrugada, se van los tres con el esposo de Andreina caminando hasta la casa, en medio del frío y la soledad de la noche, se tardan aproximadamente 30 minutos.
De un momento a otro el puesto se llenó y Cecilio no daba abasto con los clientes corriendo de un lado a otro, las personas se dirigían a mí como si fuera quien atendía el puesto. “Es que generalmente son las mujeres las tinteras, por eso te hablan a ti”, dice Cecilio, así que tuve que ayudarle vendiendo algunos cigarrillos y aromáticas, lo más difícil fue entender las señas de las personas dentro de los carros y saber a diferencia de precio de los cigarrillos, durante eso, un taxista que compró una aromática me hacía miradas coquetas desde su carro, fue inevitable sentirme incómoda y desear en mi mente que se fuera.
Tras un tiempo, Andreina volvió con una bolsa de pan, me ofreció uno junto a café (por mi cabeza se pasó el conocido café con leche), le dije que más tarde le compraba un tinto, sin saber que para ellos, café es lo mismo que tinto. Después de eso, Cecilio empezó a explicarme algunas palabras que tienen otro significado en Venezuela, como que “arrecha”, para ellos es brava, “cachua” lo que para los colombianos es “arrecha”, entre otras.
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El flujo de los carros disminuye, Andreina ya ha fumado 4 de sus cigarrillos. Los puestos alrededor van recogiendo sus cosas y se preparan para irse, hasta que solo queda el puesto de José Ángel y el de ella.
“Que soy bonita, qué por qué no salimos, que no tengo porque estar trabajando en esto, que él me ofrece de todo, que me paga por una noche, que me da $300.000-$400.000 por una noche, que me desea”, cuenta Andreina, quien reconoce que en varias ocasiones sus clientes le han hecho propuestas indecentes. Frente a estas situaciones dice: “Los paro en seco como se dice en mi tierra, igual cuando se quieren propasar conmigo porque soy venezolana y dicen que todas las venezolanas son regaladas”.
Al principio veía mucho la falta de respeto, era inevitable que se sintiera incómoda, pero hoy en día, las personas han llegado a conocerla bien y no hacen ni el intento de ofenderla “como ya me conocen mejor, ni más, al contrario llegan saludándome normal con respeto, pero hasta ahí”.
Por fortuna, el esposo trabaja a unos metros de ella, si no fuera así, por poco llega un cliente en un carro y se la lleva.
“Él ya me tenía vigilada. Antes yo pasaba el puente para ir al centro comercial al baño, pero me cansé y empecé a cruzar la 80”, menciona haciendo referencia a una experiencia no tan agradable en su oficio.
―Tú trabajas de aquel lado, yo te he visto, eres muy bonita, te quiero ofrecer otro trabajo, vi que antes cruzabas el puente para ir al baño y ya no― le dice el cliente.
―Me tienes como muy vigilada, ¿no?― contesta Andreina.
―Sí, desde el primer día me llamaste la atención― afirma el muchacho.
Fue inevitable que Andreina se asustara, el hombre tenía mucha información de ella y evidentemente había visitado el lugar en varias ocasiones para ver sus movimientos. “Quiso halarme y yo le solté la mano y me devolví rápidamente hacia mi puesto”.
El muchacho sabía mucho de la rutina de Andreina, pero no contó con que el puesto de su esposo se encontraba muy cerca, pensaba que ella estaba sola porque algunas veces José Ángel llegaba en el transcurso de la noche tipo 9:00-9:30. El hombre, se acercó, se bajó del carro y le dijo: “vamos a dar una vuelta, cierra esto y vamos”.
―No, no, no, déjame quieta, respeta― le exigió Andreina.
Al instante, él intentó meterla al carro a la fuerza y fue justo cuando su esposo se dio cuenta y enfrentó al chico, se atravesó entre los carros y no permitió que se fueran con ella, el joven al ver el problema, fue muy inteligente, se subió el carro y se fue, desde ahí, Andreina no volvió ni a verlo ni a saber de él.
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Mientras tanto, a la misma hora, por la 116 con Autopista Norte, se encuentra Angélica María Torres ― cuarenta y dos años, contextura gruesa, baja estatura, cabello largo― durante 15 años se ha dedicado a la venta de tintos, su puesto está en medio de dos puntos de TransMilenio en sentido norte-sur. A cuatro cuadras de la estación de la Calle 127 y a dos de la de Pepe Sierra.
Su esposo que es taxista la lleva junto a su mercancía desde el barrio Quirigua de Bogotá en donde vive, hasta el lugar del puesto y también la recoge cuando ha terminado con las ventas sobre la 1:30 de la madrugada. Al llegar, organiza el parasol azul con blanco, su estufa a gasolina, sus 14 termos (7 de tinto, 2 de perico, 2 con maicena y 3 de aromática, cada uno de 5 litros) y las gaseosas, sándwiches, panes con queso, panes con mantequilla, cigarrillos, entre otros productos. La acompaña los fines de semana su hija Luisa una joven universitaria de 17 años.
“A las 10 de la noche me quedaba dormida y el frío me aporreaba duro”, señala Angélica. Antes de dedicarse a los tintos, trabajaba en una microempresa llamada Balcones Artesanales, pero la empresa dejó de prestar el servicio y por el consejo de una amiga, ella empezó en el negocio.
Son las 11:56 de la noche, se encuentran 6 taxis cerca del puesto de Angélica, algunos se orillan, compran su tinto y duermen un rato, otros se quedan hablando entre ellos y se van, así como también hay unos que van de paso y compran un cigarrillo, eso sí todos antes de irse, se despiden de ella. “Aquí ya es todo clientela (...) también peatones y particulares pero la clientela si son taxistas”, comenta mientras se acercan sus clientes. Peatones casi no se ven por el lugar, en el piso, se pueden observar incontables colillas de cigarrillos, hojas caídas y algunos vasos de tinto.
Le pregunto si en tiempos de lluvia se mueve el trabajo, asegura que cuando el clima cambia, el trabajo es muy bueno para los taxistas, lo que hace que para ella no tanto, pues casi no aparecen en el sector y las horas se hacen eternas: “es como si el tiempo no pasara”. En medio de esas circunstancias, afirma que ella y su hija se mojan, porque prefieren cubrir la mercancía con otro parasol rojo y gris.
De todos los productos que vende, lo que más le da son los tintos, pues los vende a 700 pesos y con los 7 termos, recupera la inversión rápidamente, “me quedan como 60.000 pesos libres”, dice Angélica.
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Entre tanto, Patricia Rojas ―cuarenta y siete años, contextura delgada, estatura baja, cabello negro y recogido― camina por las calles del norte de la ciudad, entre la Zona T y sus alrededores sin un rumbo determinado cada noche, con su carrito de mercado plegable de dos ruedas color plateado, en este lleva dos termos grandes, uno rojo con la aromática y uno azul donde tiene el tinto.
“Yo recontra camino todas estas cuadras”, dijo Patricia, quien por 16 años ha recorrido las mismas calles hasta las 5:00 de la mañana. De martes a viernes trabaja desde las 6:00 de la tarde y los sábados desde las 9:00 de la noche, se tarda entre una hora y una hora y media para llegar y siempre trabaja hasta la misma hora, cuando ya puede tomar el servicio de TransMilenio (G11) para devolverse a la casa donde la espera su hijo John de 14 años, en Bosa, al sur de la ciudad.
Cogerle el paso a Patricia, no es fácil, camina muy rápido entre cuadras, buscando conductores, taxistas o algunos transeúntes que quieran comprarle ya sea tintos, aromáticas o algunos cigarrillos.
―¿Los peatones te compran mucho o casi no?
―No, mire…― me responde Patricia mientras se acerca a algunas personas que van pasando por la Zona T y efectivamente, todos le dicen que no.
―La gente viene es a tomar, a lo que viene― comenta.
A las 2:00 de la madrugada vende cerveza a escondidas, esto debido a que según el artículo primero del Decreto 890/95, que “regula el horario de funcionamiento de los establecimientos públicos o abiertos al público donde se expendan o, consuman bebidas alcohólicas, controlando el horario desde las seis de la mañana hasta la una de la mañana del día siguiente” y también establece la prohibición de la venta y, consumo de bebidas alcohólicas en los establecimientos a partir del horario mencionado.
Patricia me cuenta que mientras ofrece la cerveza, los ladrones aprovechan y roban a las personas que se acercan a comprar. “Son como 3, lo rodean a uno y mientras tanto van robando a la gente” dice Patricia y confiesa: “ellos no se meten con uno, pero tampoco uno puede ser chismoso, una vez por haberme metido a defender a alguien una vieja de esas me cogió en el parque y me dijo venga para acá no sea sapa, me fui y le dije al policía sin saber que eran varios, esos son los cosquilleros”.
Ante esas situaciones, lamenta no poder ayudar cuando sabe que se acercan a robarle a sus clientes, pues a todos los conoce y así mismo la conocen a ella, por eso en reiteradas ocasiones dice resignada: “Yo le pido a mi Dios que me saque más bien de la calle”.
Ella viste de sudadera, camiseta y tenis deportivos, pero nada de chaquetas a pesar de que trabaja en la jornada nocturna, a pesar de los fríos que hace en Bogotá, ella señala: “No, como yo camino tan rápido, no siento frío” pero por lo mismo, dice que al día siguiente amanece con dolor de piernas.
Antes de dedicarse a los tintos, Patricia fue trabajadora del famoso restaurante italiano Pozzetto, ubicado en la Carrera 7 #61-24 en Bogotá, dice que ella era muy comprometida con su trabajo y no se imaginó dejarlo, pero este se convirtió en algo muy pesado para ella y al ver que una de sus amigas trabajaba vendiendo tintos y no le iba mal, decidió intentarlo también, aun así admite que no es un trabajo fácil “esto no es cualquier cosa”, porque los carros ya casi no parquean y en cuanto a quienes desean empezar en el negocio se topan con una realidad que no esperaban: un mundo de frío, competencia, desgaste y mucha paciencia, “hay muchos que he visto que vienen a vender tinto y no es cómo piensan (…) se cansan y no vuelven”.
Pasamos por varios lugares, escuchamos todo tipo de música por las discotecas que hay en el sector, distintos bares, cantinas, algunos almacenes de ropa y demás, pero el único sonido constante es el de las ruedas de su carrito de mercar.
Con esfuerzo Patricia ha logrado salir adelante y conseguir diferentes cosas que se propone, como comprar la casa donde vive actualmente y tiene planes de hacer un negocio que la ayude a salir de las ventas ambulantes cerca de donde vive, debido a que hay mucho comercio y ya se siente cansada. “Muy cansada y no soy desagradecida con lo que mi Dios me da (…) pero es muy duro porque así como ven ustedes, la caminata es dura para ir y vender un tinto”.
Se pone metas diarias de entre $120.000 o $130.000 pesos y cuenta que lo mínimo que se gana diario son $100.000 mil pesos, fuera de los gastos en cuanto a ingredientes para sus productos, como lo es, la panela (le cuesta $4.500) y el café ($2.500) para el tinto, las bolsitas de aromática (500 cada una). “Solo me pego de la mano de Dios”, comenta Patricia mientras me conduce al lugar donde prepara y también calienta el tinto.
Una caseta de celador blanca y pequeña, ubicada en todo el centro de la cuadra de la carrera 13 A, por detrás del Centro Comercial Atlantis Plaza, allí dentro tiene 5 bolsas, unas negras otra biodegradable del Éxito, la estufa a gasolina, las cervezas, la olla, y también el uniforme del celador. “Me están haciendo la vida imposible para sacarme de acá, el señor que vigilaba acá se murió y el nuevo celador me quiere sacar”.
―¿Cómo hizo para que la dejaran calentar el tinto ahí?
―Llegué con la policía, en ese tiempo era la Cruz Roja allá― comentó señalando con su dedo hacia la carrera 14, donde hoy en día hay un parqueadero de Parking y un edificio universitario de la Fundación Tecnológica Autónoma de Bogotá (Faba).
―Era un edificio de desplazados, estaba la policía ahí, duré mucho tiempo con ellos y me dejaban preparar el tinto ahí, hasta que construyeron ese edificio― dice Patricia.
―¿Entonces los policías no la han molestado para nada?
―No, los policías conmigo no, al contrario, ellos me han ayudado mucho― me responde.
Es de esa manera como Patricia no teme tampoco caminar sola en medio de la oscuridad de la noche, se siente respaldada por la policía, “siempre están conmigo por toda la zona, cualquier cosa que pase conmigo, ellos están ahí”.
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“Tinto, aromática de frutas” dice ella con una voz rápida y un tono de esperanza, mientras camina entre la cuadra del LCI (Carrera 13 A #77 A) una y otra vez, allí se encuentran en su mayoría domiciliarios de Rappi y algunos taxistas, la música se ha dejado de escuchar en cuanto a los pasos que damos alejándonos del sector, hasta que no se escucha nada.
El gesto de Patricia cada vez que un cliente le pide un tinto de $1.000 pesos o una aromática de $700 pesos, es muy conmovedor, “yo rezo para que me compren” y cada vez que lo hacen le agradece a Dios, por ser quien según Patricia, le ha ayudado a seguir. “Él me ha sacado adelante a mí, me sacó de la depresión cuando me separé, porque ¿qué hace uno con un hombre mujeriego?”.
Ella carga con unos dados y explica que entre los clientes algunas veces se los piden, para ver quién es el que va a gastar, dependiendo si sacan par o impar.
Humberto Núñez ―cincuenta años, estatura baja y contextura media―, taxista hace 20 años, lleva 3 años comprándole tinto a Patricia siempre que va por la zona, aprovechando que “este sector de la 85 y la 90 salen buenos servicios” dice él y comenta que el tinto de esta mujer es muy rico, porque tiene un toque dulce y cuando va por ahí puede aprovechar para saludarla.
“Patricia es muy tratable, es una persona que a uno lo escucha y uno habla con ella, hay que colaborar también porque es el trabajito de ella”, comenta Humberto mientras fuma su cigarrillo.
En medio del afán en el que vive Patricia sus noches, Humberto comenta que algunas veces ella trata de escucharlos y compartir algunas de las historias cortas. “A veces nos reunimos unos taxistas y vamos hablando y charlamos con ella y ella va vendiendo también”.
A 7 o 5 grados centígrados, aguantando frío, portando termos, calentando ollas improvisadas en la calle y caminando por las aceras, muchas de ellas aguantan y siguen rebuscando la manera de llevar dinero a casa, mientras un taxista que les pide “un tintico más” en esta Bogotá inhóspita.