Quién es ese temido y feroz león que abre sus fauces para atemorizar a quienes absorbidos y embebidos en un mundo carcomido por el ego, el orgullo y la vanidad desmedida —un mundo en que el yoísmo es el protagonista principal— han olvidado la esencia de lo más simple: el cielo azul y despejado, el cantar de un pájaro en la mañana, la asombrosa e imponente vista del Himalaya (limpia, brillante y resplandeciente), el aire puro envanecido sobre las terrazas de las grandes ciudades, los animales que ahora salen luego de estar escondidos y amedrentados por el sórdido y convulsionado estrés de las grandes ciudades contaminadas.
Pueden desatarse las más alocadas o sabias teorías. El enemigo invisible, dicen algunos. Ya lo habían predicho los más sabios profetas, comentan otros. Es parte del orden natural que reclama la sabia naturaleza o es un castigo divino, aseguran unos tantos.
El culto al ego se ha convertido en un problema que supera ya a los ampliamente medidos por la ansiedad y la depresión. La obsesión por salir impecable en el Instagram, la autopromoción y la estigmatización de la sociedad en las redes sociales no son ejemplos menores de las euforias colectivas de narcisismo expresadas en la victoria del Brexit, el proceso soberanista catalán o la victoria electoral de Trump.
Vivimos en una era en que el éxito social está asociado a la belleza exterior, la popularidad y la riqueza material. Por ende, no lograr la imagen de perfecto triunfador, por el desajuste entre las expectativas y los logros, desencadena cuadros de ansiedad y episodios depresivos.
Entonces, la reflexión sería: debemos regresar a lo básico, representado en la forma de educar: ¿educamos para elevar la autoestima?, ¿para ser mejores o para ser felices? Desmontemos el mito de la cultura mediática de la fama superficial y evitemos el uso del internet como conducto de narcisismo individual.