Hace menos de un mes, en la presentación de Informa Final sobre el conflicto colombiano, el padre Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad, nos preguntó ¿Cómo fue posible seguir como si nada en medio de tanta tragedia y dolor? ¿Qué hicimos para detener una guerra bárbara y cruel? ¿Cómo continuamos en nuestros fiestas, trabajo y cotidianidad dándole la espalda a un conflicto de más de setenta años? La respuesta anida en nuestra alma o lo que aún nos queda de ella.
Lo cierto es que no podemos seguir así, indolentes e indiferentes, anestesiados por la prolongación de un conflicto que nos volvió insensibles e insensatos.
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Ya es hora de dar una respuesta justa y razonable. Nos merecemos un despertar de conciencia por todo aquello que lacera el diario transcurrir.
Es pasmoso silencio y la indiferencia de la opinión pública ante los luctuosos hechos que se presentaron en Tuluá y la consecuente muerte atroz de más de cincuenta reclusos hacinados y víctimas de un gran abandono estatal y ciudadano.
Estos son justamente los cuestionamientos que nos fórmula el padre de Roux. ¿Cómo es posible que ante estas cincuenta víctimas sigamos como si nada, como si fuera una noticia más entre tantas?
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Lo lógico sería detener nuestras actividades, clamar justicia y exigir con prontitud una explicación razonable de los hechos. Que por cierto no existe, por la magnitud de lo acontecido.
La mínima reflexión que debemos exigirnos los colombianos es la situación de nuestros presos, la constante violación de sus derechos humanos y ese hacinamiento perverso que nos obliga a replantearnos y cuestionarnos la forma en que pretendemos resocializar al individuo.
Son colombianos, víctimas y victimarios, reos de un Estado que los revictimiza en unas cárceles, que más parecen purgatorio o infierno para seres que se desviaron de su natural camino de humanidad. Pero no por eso se deben considerar carentes de derechos y mucho menos de dignidad.
Es tarea de los colombianos clamar por un sistema carcelario que reúna las características de humanismo y justicia. Ya no es posible callar sin sentir profundos remordimientos de conciencia. Ya somos otros seres con la obligación de propender por el estricto cumplimiento de lo ordenado en nuestra Constitución Política.
Los muertos de Tuluá, más allá de ser un simple incidente son la voz de una población que agoniza lentamente entre barrotes y olvidos.