Entre el miedo y el mal: el género negro en la poesía colombiana

Entre el miedo y el mal: el género negro en la poesía colombiana

Este género trata de explorar el mundo del crimen, describiéndolo desde adentro, penetrando en sus más secretos recovecos

Por: Emilio Alberto Restrepo
octubre 23, 2017
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Entre el miedo y el mal: el género negro en la poesía colombiana
A propósito del ensayo, que referencia la relación entre crimen, género negro y poesía, en la literatura colombiana, por considerarlo de interés general para los amantes de estos géneros, el gran escritor Mempo Giardinelli comentó: Entre el miedo y el mal es una muy original e interesante antología poética del género negro, con selección y prólogo de Emilio Alberto Restrepo, médico y escritor colombiano. Es un libro sorprendente y único, creo, pues se trata de una antología de poemas vinculados al crimen, la muerte y el delito. La selección que ha hecho Restrepo contiene algunos poemas preciosos, entre los que en mi opinión destaca El gato bandido, un poema clásico de ese gran escritor colombiano del siglo XIX que fue Rafael Pombo.

Introducción

Ahora bien, el género negro, novela y cuento incluidos, trata de explorar el mundo del crimen, describiéndolo desde adentro, penetrando en sus más secretos recovecos.

Su búsqueda, más allá de encontrar o no un culpable, es también una búsqueda estética con una motivación que puede ser abiertamente filosófica o sociológica: encontrar la verdad, describir el entorno deteriorado por el miedo, la inseguridad, la violencia, la venganza, la maldad o la corrupción, y tratar de describir cómo esas características impactan al ser humano e influyen en él como víctima o victimario, detallando el sentido de las relaciones entre los dos protagonistas: cómo la sociedad cambia al individuo y cómo este se deja transformar por aquella, casi siempre para mal.

El género ha sido una especie de amanuense para nada condescendiente, un testigo y relator de primera mano de los aspectos más oscuros y abyectos del comportamiento del ser humano en la relación con sus semejantes. Su ojo avizor no deja escapar detalle y se ha encargado de dejar constancia escrita de las debilidades humanas, mientras, tácitamente, al describirla sin ahorrar detalles, va haciendo una reflexión desde la literatura (no desde la religión ni la jurisprudencia ni el periodismo) de ese deterioro ético, implacable e irrefrenable. Por ello mismo es que, como decía Paco Ignacio Taibo II: “una buena novela negra investiga algo más que quién mató o quién cometió el delito, investiga a la sociedad en la que los hechos se producen. Empieza contando un crimen, y termina contando cómo es esa sociedad”.

Lo más tradicional es que el género se apoye en la novela y el cuento, expresiones literarias narradoras por excelencia, basados en la descripción de situaciones concretas o en anécdotas o historias que pueden estar tomados o no de la vida real y modificados en la ficción por la imaginación del autor.

Por eso, cuando se habla de género negro, se hace referencia a novela y cuento. Hasta ahora, nunca se ha tenido en cuenta la poesía.

Motivaciones

¿Por qué la poesía, por lo menos en la literatura colombiana, no tiene representación en el género negro?, fue la pregunta que planteó el escritor y cineasta Andrés Burgos, durante una conferencia en el II Congreso Internacional de Literatura “Medellín Negro”. El comentario no se hizo esperar. En Colombia sí hay una tradición poética que tiene que ver con el crimen, que trata de pintar imágenes del bajo mundo, que recrea metáforas alusivas al oscuro universo de la muerte y del delito en un ambiente urbano cargado de asperezas y conflictos sociales. Sin embargo, luego de un rastreo amplio, no encontramos en la literatura colombiana referentes previos consolidados en cuanto a la existencia de “lo negro” en la poesía. Por lo menos como género. Lo que existe son intentos aislados, poemas que deambulan y conspiran desperdigados en periódicos, libros y revistas, pero sin unidad temática, sin circunscribirse en corrientes o movimientos. Esta antología trata de ser el primer intento.

En el estricto sentido de la discusión, es claro que la poesía no puede competir con los equivalentes narrativos de la novela y el cuento, pues es posible que no resuelvan un asesinato; es más, puede que no haya ni asesino ni víctima ni investigador, pero no se debe desconocer que tiene todos los elementos de dicha vertiente literaria. Verso a verso se sienten la atmósfera opresiva, los callejones, las búsquedas que no conducen a ninguna parte o que desembocan en lo más ruin de la condición humana, en un entorno típico de ciudad, envuelto por el temor, la soledad, la pobreza, la maldad o el abandono: las características que recrean la esencia del género negro. Lógicamente, casi siempre sin la carga de una historia, sin el hilo conductor de una investigación, ni siquiera con respuestas, pero el color, el sabor y el olor están allí.

Las imágenes del poema pintan el desencanto, el profundo resentimiento de un hombre usualmente solo —pero no necesariamente indefenso— ante la urbe y sus vericuetos, tratando de sobrevivir desde la marginalidad de su condición con la única arma de su palabra, todavía humeante luego de disparar el poema que lo redime en su indignidad de personaje sujeto a un destino que casi nunca le es favorable. En ello vemos con toda claridad la esencia de lo negro, incluso permitiendo que se adopten desde el poema la brutalidad y la violencia como formas reales y válidas de expresión artística.

El resultado final: agridulce, poco definido, errático, marcado por una sensación de pesimismo. Como la vida. Hay en consecuencia mucho más escepticismo en las calles, vías asfaltadas de un enorme cinismo y una sensación de frustración en el ambiente, pero nos queda a cambio la descripción de la sociedad donde nacen el vicio y el pecado, y la reflexión sobre el deterioro ético de un colectivo del que no podemos excluirnos, pero que sí podemos representar con el arte y la literatura.

La poesía y su relación con el género negro

En el género negro importan tanto los asuntos éticos como los estéticos. Como ya se dijo, su objetivo, más allá de entretener, es tratar de ahondar en los aspectos del proceder humano y social que tienen que ver con la relación del individuo consigo mismo, con el otro y con la sociedad, sobre todo en lo que respecta a su cara oculta, perversa, violenta. Mariano Sánchez Soler, hablando de cine negro, pero extrapolable a la narrativa y, en este caso, a la poesía, hace un aporte muy significativo al respecto:

El término “negro” tiene mucho que ver con la composición visual de las imágenes, con la estructura narrativa y con la mirada crítica, la búsqueda del realismo, la verosimilitud (…) es preciso que las narraciones criminales contengan la denuncia política, la crítica social; esta última característica es la fundamental para hablar de “género negro”: al tratar temas sociales, políticos y económicos, al bajar el enigma a la calle y a la realidad, el género nos permite acercarnos al funcionamiento del sistema para criticarlo, mostrando sus malas prácticas y sus elementos deficitarios, o para justificarlo con una visión reaccionaria que, por sí misma, también desvela los entresijos del poder. De cualquier poder.

No obstante, los autores del género se preocupan por dibujar con las palabras escenarios y acciones, a través de imágenes que buscan traducir la esencia de lo negro, para proyectar la intención de mostrar lo más oscuro del alma. De ahí se desprenden los elementos que lo caracterizan: la intensidad de la acción, el suspenso y el ritmo narrativo, el miedo y la ansiedad que suscitan en el lector, la recreación de la violencia, la derrota individual, el heroísmo, el descaro, la desfachatez y, siempre rondando, la ambición, el poder, el abandono, la corrupción y el dinero como factores dispuestos a torcer y desviar el destino de los seres humanos.

En este género, la línea que separa el bien y el mal es delgada e imprecisa, y nada de lo que es evidente a primera vista puede considerarse como cierto. Lo más común es encontrar que sus protagonistas son individuos angustiados, temerosos, llenos de dudas e insatisfacciones, sin un sentido muy claro del rumbo de su existencia.

Pero lo más llamativo es la descripción de las atmósferas: callejones y antros oscuros y asfixiantes; injusticia, traición, inseguridad y depravación. El ambiente —primordialmente urbano— de barrio, de esquina, de bajos fondos, es lo que lo define en sus límites territoriales.

En cuanto a la poesía, una de sus características, gracias a su capacidad de síntesis y asociación, es el uso de las figuras literarias. Estas se tejen, en paciente filigrana de palabras, buscando pintar imágenes de valor simbólico que se decantan y se representan en la mente del lector, quien las recrea mediante una especie de decodificación que requiere de su participación (por eso, no siempre es un asunto fácil ni masivo); cuando este cometido se logra, en unas pocas líneas se puede apreciar el mensaje latente condensado en los versos, que llegan a su cerebro como una proyección que se mira y se recibe, no solo con los ojos, ni se oye únicamente con los oídos, sino con la sensibilidad, la emotividad y la inteligencia puestas al servicio del goce, el disfrute y la contemplación.

Si bien la poesía en su concepción tradicional es una búsqueda permanente de la belleza, no es una motivación única ni excluyente. Este dilema, en lo personal, me lo resolvió un párrafo del fallecido escritor Mario Escobar Velásquez. Al no toparse con su concepto clásico de la estética literaria en la poesía de Carlos Trejos, ganador del Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia de 1995, en contradicción con la fuerza de unos versos que lo conmovían, Escobar escribió en la presentación:

Muy difícilmente hubiera podido creer, antes del libro Manos ineptas, de Carlos Héctor Trejos Reyes, que pudiera hacerse poesía verdadera y honda sin una sola palabra untada de belleza o de bondad o de optimismo o de salud o de cielo o de esperanza o de verde.

Podido creer que los otros cuarenta y dos hablaran de cosas lúgubres, solamente, como tinieblas, ahorcamientos, Judas de Kerioth, condenamientos a fracturas y amputamientos, y malos tinos de la vida, y destrucciones, y naufragios, y trampas y muertes y fantasmas y partidas y muertes —para los de las buenas venturas— y ebriedades y sentencias y herencias de miserias y dolores y manos ineptas —como tullidas y engarabatadas—, e infiernos…

Pero es. Tremendamente es, y uno acabó aprendiendo que las tinieblas son luz y las puses belleza y las maldiciones edificantes. Eso lo logrado por Carlos Héctor, a quien Dios guarde. (En Trejos, 1995)

Esto resume con toda claridad el poderoso efecto de la mezcla de poesía y género negro que pretendemos recuperar en esta antología: joyas que brillan en la oscuridad, fulgores resplandeciendo en el infierno de hordas de desposeídos marcados por la soledad, el abandono y la desesperanza.

La temática

Dice Mempo Giardinelli, uno de los estudiosos más reputados del género:

Los valores primordiales en que basa su existencia el género negro son en primer lugar el poder y el dinero, y asociados a ellos están siempre la ambición incontrolada, el heroísmo personal, la hipocresía, el machismo, la conquista sexual, la ominosa crueldad que humilla o somete, las infinitas formas efímeras de la ilusión de la gloria. Decir todo esto no es otra cosa que hablar de la naturaleza humana. Y es que el crimen, el poder y el dinero son como el miedo y la culpa: no se puede vivir sin ellos. Aunque la literatura negra conserva enigma (ninguna narrativa existe sin enigma) no es su presencia lo que la define, sino la ambientación que se describe, la causalidad, las motivaciones de sus personajes y sobre todo su lenguaje, que es violento, duro, machista y completamente despiadado.

Con esa premisa emprendimos la búsqueda de los textos más representativos de lo negro en la literatura colombiana. Y la primera referencia apareció a finales del siglo XIX y no precisamente en un tratado de violencia; por el contrario, se trata de un texto infantil de Rafael Pombo, El gato bandido, que narra la intención del ciudadano del común de asumir la canallesca como fórmula de vida. Es toda una declaración de principios. Nada distinto a lo que vemos a diario, ya intuido desde un siglo antes, del que toma a su libre albedrío la decisión de asumir el camino del mal como forma de vida, versificado con una ironía y una musicalidad que lo volvió un clásico apreciado por varias generaciones de todas las edades; no podía prescindir, a la usanza de la época, de la moraleja y la enseñanza de anteponer las virtudes y los valores por sobre otras consideraciones.

En esta misma línea se encuentra el hombre que toma voluntariamente la determinación de acoger el pillaje como hoja de ruta con la claridad de una autoconciencia feroz, o el que se sabe marginal, porque entiende que no tiene otra opción, y hay varios poemas que lo registran.

Y para hablar de temas mirados desde siempre con recelo y aprehensión, como el suicidio y la homosexualidad, los poetas siempre han tenido su propia voz. Ya a principios del siglo XX, Bernardo Arias Trujillo había asumido y consignado por escrito en un poema publicado y muy difundido una ruptura con dos conceptos convencionales, muy arraigados para su época: un amor homosexual, y con alguien del bajo mundo. Era ir a contracorriente de los preceptos morales y aun de la propia seguridad personal. Se refería a “Roby Nelson”, poema que deja constancia de esa relación prohibida e intensa. Sobre el suicidio, se citan en esta antología varios poemas alusivos y se recogen textos de vates que efectivamente acabaron de cuenta propia con su vida.

La experiencia carcelaria, que marca los espíritus de forma indeleble, así como los peligros de la calle, son evocados y descritos en forma recurrente; la muerte que espera a la vuelta de la esquina, la pesada carga de una tensión que impregna con su densa bruma el simple hecho de salir a recorrer el laberinto de las ciudades. Los barrios, las esquinas y las avenidas, apéndices y arterias de la urbe, son cantados una y otra vez en definiciones por lo demás melancólicas.

Y el miedo interior, para acabar de acrecentar el que de por sí ya asfixia la ciudad, también se narra en forma reiterativa. O la dolorosa premonición del que sabe que va a morir en sus calles.

Se encuentran, además, versos que evocan un cantar metafísico: una suerte de voces fantasmales, que parecieran de ultratumba, hacen coro y son estampa en la ciudad entre penumbras. Así mismo, alusiones obvias y directas a la muerte como una presencia necesaria y cotidiana. El reclutamiento forzoso, las desapariciones, ese azar casi siempre adverso que agazapado en las sombras planea el zarpazo definitivo.

En otras ocasiones el poema no se escapa de lo explícito, de lo espantosamente real, pues entiende que también puede ser una fotografía de la misma vida o incluso de la muerte, no de la manera periodística, por supuesto, lo que no lo hace menos desgarrador. Cabe aquí el conflicto armado, la confrontación entre facciones que disparan desde todos los frentes y que son motivo de zozobra, de muerte, de crimen, que afectan la paz interior y la seguridad exterior del ciudadano de a pie. Si bien los gobiernos se obstinan en negar oficialmente la existencia de la guerra y no hay bombardeos aéreos de grandes ciudades ni campos de concentración, el monstruo está ahí y la poesía y la literatura lo han evidenciado, desnudando su carácter destructivo y aterrador. Los poemas han seguido su rastro y las metáforas han pintado sus imágenes cargadas de dolor, espanto y destrucción.

Esos, entre otros, son los temas desarrollados a lo largo de muchas décadas de poesía colombiana en lo que respecta al género negro. Esta antología mínima, en la que se escogieron autores de varias épocas y de casi todas las regiones geográficas, trata de recopilar textos representativos que hacen alusión a ese mundo sin perder la música, sin sacrificar esa cadencia que siempre deja algún sinsabor en el espíritu, como en los buenos tangos, como en el mejor Borges, con el gusto agridulce de la insatisfacción, en seres humanos marcados con el sello de la perdición y la derrota.

Referencias
Escobar, M. (1995). Prólogo. En Trejos, Carlos. Manos Ineptas. Medellín: Editorial Universidad de Antioquia.
Giardinelli, M. La novela negra en la América hispana. Recuperado de: www.mml.cam.ac.uk/sp13/resources/detective/Giardinelli.html
Sánchez, M. ¿De qué hablamos cuando decimos “cine negro”? En Calibre 38, mayo de 2011. Recuperado de:
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