La forma como los colombianos se mueven entre el entusiasmo y el miedo se refleja claramente en esos momentos. Por un lado, la celebración del posible triunfo de Colombia frente a Argentina en la Copa América inició su fiesta desde el viernes, especialmente en Barranquilla, con disfraces y ron de por medio. Más calmados en Bogotá, se dice claramente que esta ciudad se paralizaría desde las cinco de la tarde aunque el partido empiece a las seis y media. Lo más impresionante en Colombia es el nuevo frenesí de las colombianas frente a este deporte que antes solo se prestaba para pelearle al marido, novio o compañero que siempre pierde el sentido frente a estos eventos. “¿Qué tendrá el futbol que no tengo yo?”, pensamiento probable en el pasado, que ha cambiado por la adoración a James y a Falcao, entre otros. Churros, buenos, alegres, en fin, casi perfectos.
Simultáneamente, los atentados de las Farc contra el medio ambiente y directamente contra la población civil han desesperado a este país, quitándole poco a poco su esperanza en una paz cercana. Se siente que no son suficientes las reacciones de tibia protesta del Gobierno, pero pocos realmente quisieran que las negociaciones de La Habana se interrumpieran, y menos aún, se rompieran.
Esta combinación de sentimientos que se mueven entre la euforia por el fútbol y la frustración por lo atentados –que finalmente impactan la vida diaria de esa población con menos capacidad de protegerse–, muestra claramente el tipo de situaciones a las que se enfrentan con demasiada frecuencia los habitantes de este país. Entre la risa y la lágrima, entre la alegría y el temor.
Muchos se preguntan cómo es posible que este país, que va una veces más rápido y otras más lento en su desarrollo –como ahora–, logre conservar algunas de sus características que lo siguen distinguiendo de muchos otros latinoamericanos. Tenemos tantos motivos como los chilenos para ser "tontos graves"; lo mismo puede decirse con respecto a los argentinos; deberíamos ser tan trascendentales como ellos y ser muy asiduos a las sesiones de terapia. Pero, por algo en esa mezcla de andinos melancólicos y caribeños alegres, hemos encontrado nuestra propia manera de vivir estos 60 años de conflicto armado, a pesar de que muy pocos no han sido tocados directa o indirectamente por la violencia inherente a esta larga y dura confrontación. Esta puede ser parte de la explicación.
Pero esta dualidad entre la felicidad y la tristeza se refleja de una manera curiosa entre los individuos. Todos los extranjeros reconocen la amabilidad del pueblo colombiano pero, al mismo tiempo, el país figura entre las naciones más violentas del mundo porque, entre otras, con gran facilidad la cordialidad se convierte en agresividad. Ahora bien, dado el contexto en el cual han vivido las últimas generaciones de colombianos –desplazamiento, masacres y expresiones muy crueles de todo tipo de violencia–, puede resultar más fácil para un observador entender las reacciones que llevan a los individuos a irse a las manos o a las armas, que explicar esa alegría que se siente en el país, y que se expresa a nivel regional con las innumerables fiestas que se celebran a todo timbal en los departamentos colombianos.
La realidad es que, en medio de todo, somos una buena mezcla de individuos, caribeños y andinos, de blancos, negros e indígenas, de intelectuales, artistas, y por qué no, de rumberos. Sin esta combinación, este pueblo colombiano no sería capaz de mezclar alegría y entusiasmo con temor y pesimismo.
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