Los colombianos estamos ad portas de “conmemorar” el primer año de confinamiento COVID-19, que se inició abruptamente en marzo de 2020. Desde entonces hemos tenido algunos periodos o momentos de libertad, instantes en los cuales nos parece que todo parece volver a su normalidad; pero no han sido más que un falso espejismo que nos impele a creer que nuestra vida cotidiana retorna a su concurrente habitualidad. Un aniversario que quisiéramos pase desapercibido, pero que nos obliga a realizar una serie de juicios por cuanto su presencia ha incidido en todos los aspectos de nuestra vida. La lejanía de nuestros seres queridos, las despedidas rápidas y afectadas de nostalgia y pesar, la ausencia de abrazos y besos, la inmanencia de una incertidumbre constante que nos hace presagiar que lo peor está por venir.
Ya no nos extraña el anuncio de un nuevo confinamiento, de esos que se nos comunica intempestivamente y que nos abruma con el solo presagio de su proximidad. Para muchos hogares es una verdadera tortura por cuanto se los priva así de su única e informal manera de sobrevivir, mediante el rebusque que les permita llevar pan y leche a los suyos. Nada de lujos, ni mucho menos de ostentaciones, simplemente lo básico y necesario para hacer menos doloroso el momento histórico que atravesamos. Y es que la verdad sea dicha, el Estado colombiano se ha quedado corto en las medidas económicas o de asistencia alimentaria a los cientos y miles de colombianos que si no salen a rebuscar como solventar las necesidades de los suyos se ven a gatas para aliviar y acallar el concierto de las tripas de sus hijos que claman por un plato de arroz o un simple y sencillo trozo de pan.
Por supuesto que no falta el insensato que dando muestras de poca humanidad y de un torcido cristianismo se pavonea en las redes sociales haciendo públicos sus bacanales y opíparas celebraciones. Sobre ellos caerá el peso de los cielos y las maldiciones de los hombres. En momentos como los actuales, de hambre, dolor y duelo debe prevalecer la hermandad, la fraternidad y la solidaridad. Estos Epulones del siglo XXI son la clara muestra de que la humanidad no evoluciona en conjunto, por lo menos moralmente o éticamente. Son un rezago de nuestras peores taras.
Volviendo a lo nuestro, la realidad es que miles y millones de personas se encuentran, concretamente, entre el confinamiento y el rebusque. Nada más triste que esa escena en la que un anciano llora frente a unas calles desoladas en su intento de vender algunos de sus cachivaches a una clientela inexistente. Y el consecuente decomiso de su sencilla mercancía y la multa de rigor. No debe ser nada agradable el llegar a su humilde hogar con las manos vacías, con el fracaso del rebusque y el hambre de su prole. Hechos que se manifiestan en desesperanza, depresión, angustia y violencia.
La gran masa ya no soporta más confinamientos, prefiere afrontar la muerte a un encierro que se constituye en una lenta agonía. Los desafueros del gobierno colombiano son la clara expresión de una insensibilidad psicótica, no de otra manera se entiende o interpreta la compra de un helicóptero de más de doce millones de dólares mientras el pueblo soporta estoicamente su hambre. Si en estos instantes no retornamos al humanismo nos veremos abocados a la irredenta expresión de las masas en su máxima expresión de furia. Y volveremos a ser lo que fuimos, unas fieras en búsqueda de alimento y refugio. En esencia eso somos; bestias ungidas de civilidad que poco a poco e inexorablemente retornamos a su esencia y origen.