Caminamos por las calles de París con mi amigo el escritor sin rumbo, como esperando que algo imprevisto suceda, él mirando a lado y lado de la calle por si alguna de sus millones de lectoras llega a reconocerle, que uno nunca sabe, dice sin vergüenzas y con impávida sinceridad, cuando yo, a lo mío, midiendo los pasos y observando la luz de esa ciudad. Me había afirmado y sin sonrojarse que la literatura francesa es lo suyo, la conoce de la a, a la zeta. Mi amigo, hay que subrayar, tiene aquella cualidad tan ibérica señalada por Borges de tener el aplomo de quien ignora la duda. Mientras yo, ¡pobre de mí!, que en eso de la literatura gala me quedé en Proust, pareciera que he venido a esta ciudad a cuidarle la sombra al ego de mi amigo el escritor, quien cada vez está menos emocionado, ya el mundo decimonónico no le transporta, que París no me dice, dice, añora su Madrid natal, y casi que no reacciona cuando unos turistas nipones corren alarmados de lado a lado de las calles y gritando en alemán inentendible que no ven la torre Eiffel, que ha desaparecido, que solo quedan un poco de hierros, las luces aún titilantes, unos metros de cable regados por los adoquines y un tornillo en mitad de la nada. Parece que dicen que andan diciendo que unos talibanes se la llevaron anoche...
