Es extraño que la más antigua certeza de la humanidad, la certeza del dolor y de la muerte, no haya desarrollado en nuestra especie altos recursos de acompañamiento, de consuelo y de esperanza.
A pesar de los rituales de las culturas, cada quien vuelve a estar solo con la incertidumbre, con la desesperanza y con los desconciertos del duelo, en una ceremonia que siempre recomienza. Mitologías, religiones y filosofías se suceden, pero todas parecen chocar contra el silencio, y pasan con las edades sin dejarnos dueños de una verdadera repuesta.
Por eso es tan importante lo que hace entre nosotros Jaime Patiño. Y digo lo que hace y no sólo lo que escribe, porque aquí se trata menos de la presentación de un libro que de la presentación de un hombre, y más precisamente, de una labor. Se nutre de largas aventuras de Oriente y de Occidente, del conocimiento y de la memoria, de la filosofía y del arte, pero es sobre todo un ejercicio de la solidaridad, de la confianza y de la alegría.
Esa labor consiste tal vez en pensar que en el cumplimiento de las más misteriosas circunstancias de toda vida, esas que son comunes a todos los seres humanos, es cuando menos debemos comportarnos como individuos, cuando más necesitamos ser parte de una comunidad y de una cultura.
Nuestra sociedad individualista nos obliga a buscar sólo respuestas personales, a gritar “Luz, más luz” a la hora de las sombras, a tratar de tener el valor de “entrar en la muerte con los ojos abiertos”, a preguntarnos con la mano en el estilete si aquello será sólo dormir, “o tal vez soñar”, a preguntarnos si se trata más bien de “despertar del sueño de la vida”, o incluso a gritar, como Barba Jacob:
El drama ha sido un drama horrible,
ruin y frustrado,
buena partida que me han jugado,
yo creía que esto tenía significado,
con la maraña y el embeleco de la ilusión.
Cada quien, a solas, intenta una respuesta. Pero Jaime Patiño siente, y ha puesto en ese sentir su cuerpo y su alma, que esto sí tiene significado, que este es un asunto de amor, que en un universo donde todo, el día y la noche, la gravedad y la levedad, la sombra y el prisma, la semilla y la flor, la bandada y el polen, donde todo parece obedecer a un diseño exquisito, la muerte y el duelo no pueden ser un error: merecen el beneficio de la meditación y de la belleza, merecen la dignidad de lo venerable y de lo desconocido, y exigen la solidaridad y el acompañamiento en su forma más sincera y más contundente: la presencia.
Porque, como bien lo dijo San Juan de la Cruz, hablándole al Amor, pero también a la muerte y a Dios:
Descubre tu presencia,
Y mátenme tu vista y hermosura,
Mira que la dolencia
De amor que no se cura
Sino con la presencia y la figura.