A Martín acudo como quien va a una iglesia. Y ojo que no soy ningún fanático. Yo le conozco los defectos a Martín. El man es tímido y, por eso, cuando Quilio, el operador de la W, pierde en algún momento el retorno con Hernán Peláez y se queda solo, De Francisco trastabilla. Ya no está para los monólogos larguísimos y políticamente incorrectos que se daba como un cura en el atril de La Tele en los cada vez más lejanos años noventa. Él no hace la individual, a sus 57 años está es para hacer paredes y con el Diez Supremo, Don Hernán, vaya jugadas las que están. Contra todo pronóstico el par de viejos supieron hacerse contrapeso en un programa que surgió espontáneamente, como los hongos en la mañana, y que tiene su audiencia, fiel como el mal aliento, ya sea a las dos de la tarde en vivo o los que esperamos acumular varios podcasts y soltarlos cuando nos toque hacerle el aseo el sábado a la casa.
A diferencia de sus rivales, los jurásicos Londoño y Rentería del Pulso, Martín no es un disco rayado y ha sabido adaptarse a los tiempos que corren. Además es de esos periodistas osados a los que no les da miedo, en un país con el desempleo en dos dígitos, de patear la lonchera e ir de frente contra el orden establecido. El uribismo es el centro de todas sus críticas. A Carrasquilla lo atormentó hasta los gritos, a Duque lo llama subpresidente e incluso puede usar sin rectificar a posteriori, el verbo de moda en Colombia, el de abudinear. La libertad absoluta se la da Julio Sánchez Cristo, su jefe natural, el que con paciencia debe contestar las llamadas que le harán los poderosos que le preguntan, una y otra vez “¿Qué haces dándole micrófono a este vago?” y el se mantiene, con su silencio, mandándolos sutilmente a la misma mierda.
El uribismo que no tiene el celular de Julio o su correo electrónico se conforma con llenar de odio las redes sociales. Como a su hermana, a Martín no lo bajan de drogadicto, de borrachín, de degenerado por decir lo que piensa del presidente Uribe. Él ha reconocido que en el pasado tuvo problemas con la bebida, que, en su primera juventud, a pesar de que se desarrolló hasta los 19 años, experimentó con la cannabis sativae y otros paraísos artificiales, pero que todos los fantasmas quedaron atrás. Sin embargo su gusto por el rock, por la literatura, su envidiable elocuencia, sus ideas claras, son, en un país de ignorantes, una muestra clara de subversión. Sin embargo, o Martín es el puto Mozart, o hace rato no sabe lo que es un exceso.
La memoria que tiene este hombre es la prueba fehaciente de que la marihuana no hace daño, que lo más devastador al cerebro son los prejuicios, la rezandería, la falta de curiosidad que exhibe un uribista promedio. Martin es Funes el memorioso y recuerda la tarde en la que Pedro Antonio Zape le tapó un penal a Manuel Rosendo Magan en el infernal calor del General Santander en una tarde de julio de 1977, o como Victor Ephanor le hizo una vaselina a Luis Jerónimo López en el viejo Romelio Martinez o la infausta noche en el que Eduardo Vilarete se sentó en el balón en el Maracaná luego que la Brasil de Pelé le hiciera seis goles a Colombia.
Dios es redondo y la cabeza de Martín también. En ella cabe todo el fútbol y todo el metal posible. Porque, la almendra que nos hace estallar de alegría en cada uno de los programas con Pelaez, es cuando Luisitio Aguilé suelta a los Iracundos que quieren rock y entonces es Slayer y su Angel of death, la canción que le dedicaron al Doctor Menguele, el nazi sádico que hacía experimentos con judíos, o es Sepultura y ese himno al apocalipsis que es Resist-Refuse y todos los gritos de la jungla de cemento. Y los taxistas lo oyen, y las prostitutas en un bar al lado de un terminal de mala muerte y son los New York Dolls sonando, después de décadas, en una emisora colombiana. Y no es que Martín de Francisco nunca madurara sino que, a sus 57 años, sigue cambiando de piel y por eso tiene esa capacidad de sorprender que le falta a todo el anquilosado periodismo deportivo colombiano.
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A sus 57 años, sigue cambiando de piel y por eso tiene esa capacidad de sorprender que le falta a todo el anquilosado periodismo deportivo colombiano
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Y para que les dé más rabia a sus enemigos, a los iguazos que afirman que es muy feo, las mujeres lo siguen encontrando muy atractivo, les gusta esa pinta de rockero viejo, de eterno enfant terrible. Ya quisiera uno llegar a viejo como Martín. Ya quisiera uno estar vigente a tan avanzada edad.
Como un Rolling Stone, a Martín todos los excesos le sirvieron. Al menos reconoce que alguna vez tomó, no como esa mano de agazapados periodistas deportivos uribistas, que llegan a hablar de tácticas enguayabados y después de haber maltratado a la esposa. Ya quisiera un futbolero de esos tener el respeto que profesa Martín por las mujeres, por la diferencia, el desprecio al poder y a los lambones de los poderosos. Todo el amor que recibió de Don Gerardo y de Doña Mercedes queda reflejado en el buen tipo que es.
Martín es nuestro último enfant terrible. Es, como el cóndor, una especie en vía de extinción.