A finales del año 82, cuando Colombia era una sola voz de júbilo porque el mamagallista Gabriel García Márquez había merecido el premio Nobel de Literatura, a los militares de Colombia les importaba un bledo que sus improvisadas mazmorras estuvieran saturadas de presos políticos torturados y de inocentes acusados del rebuscado delito “intento de sospecha”. Recuérdese que algunos meses de ese mismo año, poco antes de pasar a la inmortalidad, el escritor de marras tuvo que pagar escondederos a peso en México so pena de padecer la asfixia del submarino o la desesperación de la picana en las partes más nobles de su cuerpo, que eran las técnicas de interrogatorio de las cuales eran, o quizás siguen siendo, expertos los soldados colombianos.
Fieles a esa política del suplicio, los generales Hernando Díaz Sanmiguel y Fernando Landazábal me obligaron al destierro, a ser una cifra más en la lista de desplazados del mundo. No había para mí otra alternativa diferente. Si no huía, con mi inocencia a cuestas, corría el riesgo de convertirme a cualquier instante en huésped de lo que un día de sosiego nórdico llamé “las cunas del dolor”; es decir, las tristemente famosas caballerizas de Usaquén. Tras recorrer lleno de miedo muchos senderos de Colombia y vivir aburrido en la tranquilidad de Ecuador, llegué como refugiado político a la fría Suecia en 1984. Por esos días conocí el absurdo rostro del despiste, debo anotar. De todo eso, dentro de poco tiempo, ya habrán pasado 40 años. Los generales mencionados ya murieron y también algunos de sus subalternos, aquellos torturadores de mis entonces infortunados amigos. Otros de esos ángeles del tormento sobreviven ya sea con los dedos torcidos de reumatismo o maldiciendo a Dios por haber inventado la próstata en el último día de la Creación, o padeciendo alzhéimer, supongo, porque nunca han tenido el valor de llegar a confesar su conducta desaforada y misantrópica en horrendas de noches de terror.
De mi parte, envejecí lejos de los míos, de aquella horda de mujeres audaces y de hombres de piel curtida que fue desplazada de sus terruños a mitad del siglo pasado. Envejecí lejos de mi niñez, como el magnífico poeta austriaco Reiner M. Rilke dijo que así se llamaba la patria. Aquí, lejos de todos los afectos de la infancia, en la pura fuente del frío, aprendí que los bárbaros son quienes no hablan el lenguaje del lugar. Que la política no es el arte de tragar sapos sino un acto de honradez sin el cual no se puede administrar los impuestos que todos pagamos, léase bien, todos, personas jurídicas y personas de carne, huesos y emociones. Intentar otra definición de política diferente a esta es ponerle corbata a la ratería. Envejecí corroborando que mi lenguaje materno es bello en los labios de los poetas y asqueroso y mezquino en boca de los detentores del poder. Desde aquí vi a Colombia en toda su dimensión, bella serpenteante, audaz. Sin embargo, un país donde la gente contradice la ley de la manada de lobos, donde el más audaz y solidario va al frente del recorrido. Es vox populi que de miserables y cobardes está llena la lista de expresidentes colombianos. Tal vez se salve de esa lista don Marco Fidel Suárez, quien según las pocas comadronas que aún quedan en Bogotá, era hijo de una sirvienta.
Envejecí amando a Suecia y teniendo de amante a Colombia. Es como si me hubiera casado con alguien sin haber olvidado mi verdadero amor. Pero así aprendí que la dignidad no es una palabra sino un hecho real donde nadie muere de hambre ni de intemperie, que la ley es la iglesia de los jueces y no de los mercaderes, que el fusil del soldado apunta hacia afuera y no hacia adentro y que en el mejor de los casos no apunta, que el opositor es como un corrector de palabras en el ordenador del escritor, que un buen gobernante sabe retirarse a tiempo o si puede mucho antes. Aprendí también que Carlos Marx no estaba en su juicio cuando escribió que un buen proletario no paga impuestos. Así lo dijo el famoso pensador sin aclarar que la esencia del impuesto en las sociedades decentes es la solidaridad. De eso puedo dar sano testimonio. Acá pude empezar de nuevo sin tener que ir a los semáforos a pedir limosna. Un acto bello de solidaridad con los desterrados del mundo. También me fue dado el ingreso a la universidad sin pagar una sola corona y, por lo contrario, recibiendo el mismo subsidio que reciben todos los estudiantes, inclusive los bachilleres. Este es otro acto magnánimo de solidaridad que procura que todos tengan derecho al conocimiento y a la libre elección de su forma de vida. El que quiera estudiar que estudie y el que quiera trabajar que trabaje. En ese caso ambos son mirados con respeto. Lo importante es que la gente lo pase bien en la vida que como todos sabemos es demasiado corta.
Pero confieso que lo que me conmovió a escribir esta nota de amores contrariados, como diría nuestro querido Gabo, es que acabo de recibir una llamada del hospital de Gotemburgo donde la mayor de mis hijas fue sometida con éxito a un trasplante de riñón sin que eso le costara a ella o a alguien de la familia un ojo de la cara. Nadie tuvo que acudir al monte de piedad a empeñar las pertenencias. Por último, escribo esto no para levantar envidias sino para ayudar, así sea exigua la ayuda, a que la sociedad colombiana abra los ojos y se de cuenta de que el delito más infame que alguien pueda cometer es birlar, o abudinear, como dicen ahora, la plata de los impuestos. Aclaro, Suecia no es una sociedad perfecta, pero si algo les ha enseñado a los pueblos es que el delito contra los impuestos es mucho más mortal y alevoso que un nuevo diluvio universal. Por eso, querido Carlos Marx, tu frase sobre los impuestos se ha quedado corta. Debiste haber escrito que un buen proletario no paga impuestos sin antes elegir a la persona idónea y no ladrona que los ha de distribuir.