Ensayo sobre la cojera
Opinión

Ensayo sobre la cojera

Llevo un par de semanas con muletas, consciente de la fragilidad, de cómo Bogotá está diseñada solo para gente saludable, de cómo echamos a un lado al enfermo o al viejo

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octubre 20, 2019
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Todo fue de repente. Casi instantáneo. Un latigazo hirviendo recorrió todo mi cuerpo desde la pierna derecha hasta la punta de la espalda. Caí al piso. Mi rodilla sangraba y ardía un poco (ni siquiera lo noté). Gemía de dolor retorcido mientras apretaba el tobillo palpitante. Unas veinte personas miraban la lánguida escena con cierto bochorno ajeno. Incluso un par de mujeres atestiguaron todo desde una ventana alta y lejana. Me quise levantar. No lo logré. Lo intenté de nuevo y al dar los primeros pasos me sentí caminar sobre lava. Como pude me senté en un andén; la amable Denis me preguntó si debía traer algo de hielo. La miré con una sonrisa adolorida y asentí con la cabeza. Esa noche dormí confiado en que toda esa hinchazón -aún no aparecían los morados- era causada por un simple esguince; tal y como le sucedió a mi mamá tan solo unos días antes. La siguiente mañana sería otra mañana cualquiera. Me dormí convencido y optimista luego de unos breves baños entre agua caliente y helada que aliviaron mi dolor. Me equivoqué de lejos. Al otro día, una ambulancia me llevó a un centro médico donde un doctor amable y serio  -idéntico al grandioso actor argentino Guillermo Francella- auscultó mi deforme pie. Su diagnóstico, en un idioma indescifrable -traducido lentamente-, fue contundente. 6 semanas. Fractura.

La fragilidad es la ley universal del hombre. No obstante, pareciera que recorremos el mundo -y la existencia- cegados y mudos ante esta realidad. Vanidosos y extraviados abrazamos el espejo distorsionado de la invencibilidad. Nada más falso. La gente se mata de un simple resbalón en una tina o se ahoga, sin más, al tratar de tragar un garbanzo. No existe nada seguro salvo que toda nuestra vida puede cambiar de un momento a otro. Pero insistimos en desprestigiar eso que consideramos natural y gratuito: poder trotar una mañana fría entre oficinistas afanados y niños que van al jardín; poder levantar los brazos o enderezar la espalda sin que nos recorra un frío dolor; poder tomar las manos del otro y descubrir en su temperatura y firmeza la pena que lo aqueja o la esperanza que lo conmueve. No existe un lugar de encuentro más afín al hombre que las cosas simples, lo cotidiano, lo -casi siempre- imperceptible. La experiencia humana en su versión más genuina. Todo eso que puede perderse e irse para siempre. Las verdaderas fortunas saben hacerse echar de menos.

 

 

Vanidosos y extraviados abrazamos el espejo distorsionado de la invencibilidad.
Nada más falso.
La gente se mata de un resbalón en una tina, o se ahoga al tragar un garbanzo

 

 

Quizás la enfermedad es realmente un verdadero campo de práctica de la empatía. Solo al vernos postrados en una silla de ruedas o reducidos a una cama con olor a amoniaco, podemos explicar, concebir y pertenecer al otro. Basta recorrer las salas de urgencias para ver como la simple conciencia de la fragilidad nos hace compadecernos del llanto del niño que rabia de dolor; o como, y por fin, entendemos que la ley de la vejez es la placentera lentitud y la cristalización paulatina del cuerpo. Es más probable que entendamos un embarazo al ver a una mujer retorcida de dolor mientras aprieta el vientre que protege a su hijo. Habitar por un par de horas dichas salas es casi una experiencia filosófica donde comprendemos la vida de una forma simple y clara: no existen fronteras entre el todo y la nada. Al salir del hospital y ser dados de alta, sin embargo, pareciéramos regresar a nuestras burbujas de incomprensión y repetimos loas en silencio que -como un hechizo- nos convencen de que nunca nos pasará a nosotros. No otra vez.

Llevo un par de semanas con muletas y he sido testigo directo de cómo Bogotá es una ciudad con una ideología urbana cruel y lamentable: está diseñada para gente saludable. Seguramente no es la única ni la última ciudad con este rezago humano. Al parecer, el vicio de concebirnos todopoderosos incluye negarle al otro la oportunidad de enfermarse, hacer su paso más torpe o simplemente envejecer. La absoluta realidad es que todos de cierta forma estamos enfermos y sin duda, no existe un ser humano sobre esta tierra que no esté en este preciso momento envejeciendo. La eternidad es solo privilegio de los no nacidos. En ese sentido resulta inexplicable cómo en la mayoría de los casos echamos a un lado o castigamos con la bocanada de la lástima al enfermo o al viejo, siendo nosotros manifestaciones latentes -y próximas- de ambos. Espero recuperarme pronto y volver a caminar y correr como lo hacía con frecuencia. Tomará un par de semanas más. En todo caso escribo estas palabras más que como el ensayo -que anticipa el título- como un recordatorio que me haga consciente de que la vida es una bella sombra siempre animada a desaparecer del todo.

@CamiloFidel

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