Enmanuel Macron y el síndrome de Julian Alaphilippe: lo que pudo haber sido y no fue

Enmanuel Macron y el síndrome de Julian Alaphilippe: lo que pudo haber sido y no fue

A su llegada al poder las expectativas eran tan altas que hoy las decepciones que ha generado su gobierno superan los resultados que ha conseguido en su mandato

Por: Francisco Henao
agosto 09, 2019
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Enmanuel Macron y el síndrome de Julian Alaphilippe: lo que pudo haber sido y no fue
Foto: Twitter @EmmanuelMacron

Se podría enunciar este síndrome de la siguiente forma: lo que pudo haber sido y no fue. Se ve a diario en situaciones de distinta naturaleza, donde pensamos que hemos conseguido la luna y la realidad nos aterriza para decirnos "despierta". Tanto se esperaba del presidente Macron que, hasta el momento, las expectativas fallidas superan a los resultados y ha perdido parte de ese esplendor con el que se envolvió al llegar a la presidencia la noche del 7 de mayo de 2017. Esa noche Macron hizo oír el Himno de la Alegría como para invitar a los franceses a creer que otro mundo era posible, que a partir del siguiente amanecer por fin Francia podría empezar a palpar la tantas veces aplazada grandeza que De Gaulle prometía con sus palabras, pero sin conseguir que cristalizara. Llegaba preñado de ideas deseos y anhelos. Ya tenía a Francia en su bolsillo, el paso siguiente sería lanzarse a la conquista de una Europa, como intentando copiar de lejos a Napoleón, llena de males y dolencias, de peleas internas, con posibilidades de fragmentación, con la honda herida producida por el Brexit y el populismo que avanza como una mancha de aceite contaminante. Se convirtió en defensor número 1 del europeísmo

Para adornar aún más esa presencia esperanzadora, se aferró y adoptó ese principio gaullista de desconfianza del sistema de partidos, al que culpaba del declive de la nación y del rechazo de la casta política tan proclive al nepotismo y al caciquismo sin ideas y con el único propósito del acaparar los puestos para satisfacer sus ambiciones personales. “Por tanto haré como el general De Gaulle que elegía lo mejor de la izquierda y lo mejor de la derecha”, declaró. Se alejó de su exjefe François Hollande, a quien le debía todo y estar donde estaba. Jean-Marie Le Pen lo definió como “oportunista”. Prometió prohibir que los parlamentarios contraten a sus esposas e hijos, cosa común entre ellos, donde las nóminas con honorarios fantasmas son una norma. Apostaba fuerte por la moralización de una clase política acostumbrada a vivir rozando lo ilegal y dedicada a sembrar más cizaña que trigo, que tiene agotados y hartos a los franceses.

Y sí… las cosas parecían marchar con vientos de cola hasta que apareció el ‘caso Benalla’, el guardaespaldas que se creía por encima de la ley, un perfecto matón. Hombres de la seguridad del mandatario, encargados de golpear y atacar a manifestantes. La respuesta oficial fue débil y confusa y dejó ver a un presidente más bien vulnerable, con flancos por donde ser atacado. Las grietas empezaron a estropear la construcción que hace dos años era prometedora. Su estatura de estadista internacional que pretendía impulsar la renovación de la UE ha menguado. Lo apostó todo al tándem Francia-Alemania, con la idea de acelerar la marchar de la llamada locomotora de Europa. Habló del renacimiento de la zona euro, que fue un manifiesto dirigido a todos los países afiliados al Club comunitario, que no tuvo la acogida esperada. Señal de que su liderato se había rezagado. Sus propuestas para avanzar en asuntos fiscales, de unión bancaria, de un presupuesto para toda la UE, militares, ecológicos, fueron frenadas por Angela Merkel y contestadas por su sucesora en la CDU alemana.  Berlín ha perdido entusiasmo porque no ve a París avanzar en el rigor presupuestario ni que se implementen las reformas que Sarkozy y Hollande fueron incapaces de llevar adelante.

Otro de los hitos del presidente francés era quitar hielo a las relaciones con Estados Unidos, que se enfriaron después de la negativa de Jacques Chirac a participar en la guerra del Golfo en 2003. “La guerra es la peor de las soluciones”, proclamó en la Asamblea Nacional francesa, levantando así la bandera de la independencia frente al aliado norteamericano, que exasperó a Bush. Macron se acercó al presidente Trump buscando obtener su aprobación. Inútil, Trump es resbaladizo, difícil de descifrar. ¿Cómo entender ese acercamiento, por demás estéril hasta el presente, de Trump con Kim Jong-un? Macron y su zalamería —que la prensa mundial observó pasmada—, [Macron colgado al cuello de Trump], no lograron los objetivos que buscaba el ambicioso joven francés con el abuelo multimillonario de Manhattan. En julio el Parlamento francés adoptó un impuesto para los gigantes tecnológicos de internet, los llamados GAFA, los gigantes de Silicon Valley. Que las grandes multinacionales paguen un 3 por ciento de su facturación en los países que operan. Pero el viernes —26 julio— el presidente americano reaccionó a la medida y calificó a la tasa francesa de una “estupidez” del presidente Emmanuel Macron, al mismo tiempo amenazó con aumentar los aranceles al vino francés.

Monsieur Macron vive bajo el síndrome Julian Alaphilippe, que él mismo creó, con su actitud y sus palabras. El famoso ciclista francés es ajeno al nombre. Es uno de los mejores clasicómanos —carreras de un día—. En el pasado Tour de France, lució varios días la camiseta amarilla, que lo acreditaba como el primero de la clasificación. Pero no era el favorito de los expertos para ser el campeón. Alaphilippe, creo, jamás pensó que podría ganar la ronda gala, él conocía sus límites y no está hecho para una carrera de tres semanas. Extenuante, demoledora, donde se mide la resistencia del ser humano. Pero al presidente Macron le dio por decir que iba a ganar y muchos aficionados pensaron que sí. Soñaron que era posible. Macron hablaba de que “se iba a romper el maleficio de 34 años sin que un francés ganara la prueba”. Acudió en persona a una de las etapas y se abrazó con los ciclistas franceses, Pinot, Bardet, Alaphilippe, —imágenes que toda Francia vio conmovida— y decía que había que creer. Pero esto es soñar despierto y así no se puede ir por la vida. Menos un presidente de Francia, porque al final queda como un mentecato. Julian Alaphilippe nunca olvidará la imponente col de l'Iseran donde escribió una bella sonata para flauta, pero perdió el maillot jaune; Egan Bernal tampoco quitará de su memoria la temible col de l'Iseran, donde escribió su sinfonía # 1, La Gesta, en si bemol mayor opus 21, y ganó para siempre el maillot amarillo. Era 26 de junio de 2019. Incluso este mismo día, desde Argelia, Emmanuel llamó al ciclista para expresarle que Francia aún creía en él y esperaba su victoria, y el sábado se hundió. El amargo destino rebeló que lo que pudo haber sido, era imposible, por más que un presidente de Francia, presa del espejismo, se obstinara en ello. “Querían ganar a sabiendas de su imposibilidad”, dijo el especialista Carlos Arribas en El País.

Esta manera particular de mirar las circunstancias no conduce a ninguna parte. Es engañosa, revela un estado espiritual que tiende a desorientar, a confundir, es pedirle peras al olmo. Cuando llegó a la presidencia el electorado no sabía nada de él, era un perfecto desconocido. Dos años después, el pueblo francés de clase media rechaza sus políticas financieras y lo indigna su arrogancia y el lenguaje que utiliza porque en vez de aglutinar provoca rabia, como cuando estaba en Helsinki, lanzó una frase hiriente, dirigida a sus ciudadanos: “Los galos son refractarios al cambio”. Como diciendo, estos francesitos quieren vivir bien, pero sin que les cueste nada. Dos días después se retractó diciendo que era un “toque de humor”, por el repudio que habían producido sus palabras.

Matteo Salvini, en el otro lado de la orilla ideológica, dijo que Macron era “un producto de laboratorio” creado para mantener el sistema. Les Echos, enero de 2016, publicó un artículo sobre Henry Hermand, un nonagenario empresario francés, dinámico, con ideas de la izquierda no marxista, muy vinculado a la política, amigo de Mitterrand, de Michel Rocard, con el convencimiento de que “la ambición no es un sueño”. El artículo decía que Hermand quería hacer de Macron un presidente porque le pareció simpático, como el que amasa un croissant. En aquel momento Macron era ministro de Hacienda, sin embargo y sin ningún pudor Henry echó a volar la idea. Otro hombre que fabricó al presidenciable Macron fue Jacques Attali, que ha sido desde hace 40 años, el gran cerebro gris de la economía francesa, en la sombra. El programa económico de Mitterrand lo elaboró Attali, Sarkozy también le consultó su opinión, hombre de muchos recursos intelectuales, brillante para desarrollar una idea, que lleva a buen puerto, columnista de L’Express. Es inflexible con su pensamiento, rico en matices, lo que dice es digno de ser escuchado por la convicción de sus argumentos. Sus deseos son órdenes, y van a misa. Estos dos hombres, y el formidable aparato logístico y de medios de comunicación, encabezado por Serge Dassault, un genio de los negocios, fabricaron a Macron en las oficinas privadas del barón David de Rothschild. El presidente Hollande vio atónito la operación —él aún no había renunciado a su reelección— pero jamás pasó por su cabeza que el inexperto, repelente y egocéntrico Emmanuel Macron pudiera llegar a ser presidente de la V República, y algo aún más complicado, pasando por encima del duopolio derecha-izquierda que había gobernado a Francia los últimos sesenta años.

¿Se alinearon o no los astros con el presidente francés, una vez en el poder? Seguramente no, porque en el momento menos pensado, cuando la fiesta parecía rebosar de alegría, aparecieron en el peor instante, los chalecos amarillos. Le desmontaron el castillo que había empezado a construir en mayo de 2017. La asunción de los chalecos fue tan inesperada como la llegada de Macron a la presidencia. Pero su acceso a la escena no ha sido por generación espontánea, se ha ido fermentado desde hace bastante tiempo. El pensador francés Christophe Guilluy ve el germen de su presencia en la década de los ochenta, cuando se produjo el fenómeno de la desindustrialización, que aventó a las calles a trabajadores, gerentes, jóvenes, profesiones intermedias y empleados, todos ellos quedaron sin trabajo, se desgajaron de la clase media, perdieron su status y rompieron el cordón umbilical con la cultura. Quedaron perfectamente descontextualizados, el modelo económico los repudió. Añádase a esta implosión laboral, el hecho de que el Partido Socialista francés hizo a un lado la cuestión social y su programa asumió los principios neoliberales. Desde entonces el socialismo galo quedó desnortado y está en urgencias conectado a una sonda. La clase obrera y las clases populares quedaron abandonadas en medio del desierto. Hoy los obreros votan al partido de Marine Le Pen, Agrupamiento Nacional. La gran crisis europea actual estriba en que a todas las ideologías políticas, liberales, conservadoras, socialistas, cristianas, las mueve y las une, única y exclusivamente el usufructo del poder; el trabajador, el obrero, las amas de casa, el agricultor, las mujeres artesanas, no existen en su ideario.

Los chalecos son el producto de la crisis social, económica y de valores de la cultura occidental. Desde la caída soviética se repite en todos los tonos que el capitalismo obtuvo una gran victoria. Quien mejor lo ha expresado es Warren Buffett, el rey del dólar, cuando sentenciaba que había una guerra de clases, y es “la mía, la de los ricos, la que está haciendo esa guerra, y vamos ganando”. Ganaron los ricos, pero al precio de dejar en el olvido y el abandono a esas clases populares que pusieron la mano de obra para generar la riqueza en las grandes fábricas de automóviles, farmacéuticas, industriales, financieras y mineras. Riqueza que se concentró en reducidos grupos de personas y dio lugar a la precarización de grandes colectivos de trabajadores. “Los chalecos amarillos representan el grito del pueblo que clama: existimos. No hemos desaparecido”, asegura Guilluy, en su libro El fin de la clase media occidental. El peligro para las élites es la insurrección de los chalecos, que no han soportado más la segregación, la presión tributaria a la que ha sido sometida y al olvido a que ha sido relegada. ¿De dónde salen?, es la gran pregunta que se hacen en París, Toulouse, Burdeos, Lyon. Grandes ciudades que se creían seguras porque habían desterrado al pueblo a vivir en los suburbios, en los pequeños poblados.

Las grandes empresas tecnológica, GAFA, son hoy el motor de desarrollo, transformación, progreso y destrucción. Avasallan al hombre, lo amenazan con desterrarlo al olvido, a condición de que no se actualice. Las redes sociales llevaron a Barack Obama a la Casa Blanca, algo impensable con Martin Luther King que era más carismático y mucho más preparado. Contribuyeron a las revueltas de la Primavera Árabe. Un simple tuit es la forma como gobierna el mundo Donald Trump y de la misma manera puede hacer volar el mundo, y él tranquilo jugando al golf en Mar-a-Lago. Los chalecos nacieron en las redes sociales. Eric Drouet, un camionero, protestó en un tuit contra el aumento de impuesto al combustible. Se le unió Priscilla Ludowski quien en pocas semanas tenía más de un millón de seguidores que compartían el desencanto de un movimiento que no tenía anales en la larga historia de la protesta, que es una tradición entre el pueblo francés. Tal vez el más protestón del mundo, que no olvida la sangre caliente de Robespierre, Danton, Marat, Desmoulins, que instalaron el pánico en las clases nobles europeas. Pero los chalecos del siglo XXI son apolíticos, solo siguen el movimiento de sus tripas. Es la punción de la indiferencia social que ha colocado al pueblo en el lugar del paria al que solo se le debe entregar desprecio y vituperio.

La rabia prima en los sentimientos de los chalecos y una indisimulada ira antisistema se observa en las pancartas que lucen los sábados. Han provocado daños graves en la infraestructura. En marzo de 2019 le prendieron fuego y destruyeron el célebre restaurante Fouquet’s, en los Campos Elíseos, donde se reunía la clase política para celebrar sus triunfos. Allí una cena de 4 platos, que incluye un burdeos Château-Latour y champaña Moët no baja de 1000 euros. Mandaban así un mensaje a Macron y sus seguidores: reprobamos el comportamiento de los ricos. El 14 de julio, Día Nacional de Francia, volvieron los chalecos a protestar en los Campos Elíseos —donde por decreto se prohibió su presencia—, aparecieron después del desfile militar, derribaron las barreras metálicas, incendiaron contenedores de basura y se enfrentaron a la fuerza pública, que respondió con gases lacrimógenos, chorros de agua; hubo 152 detenidos. Durante toda la campaña de los chalecos, la policía ha sido ejemplar en su violencia, llegando a utilizar lanzadores de bala de defensa y granadas GLI-F4.

La Oficina de Derechos Humanos de la ONU, a cargo de Michelle Bachelet, pidió al gobierno francés —el 6 de marzo— que “investigue a fondo, todos los casos denunciados de uso excesivo de la fuerza” en el contexto del movimiento Gilets jaune. Bachelet en un discurso durante la presentación de su informe anual, condenó el uso de la fuerza en algunos países, citó a Francia, junto a Sudán, Zimbabwe, Haití o Venezuela. Bachelet dijo: “En Francia, los chalecos amarillos protestan contra lo que perciben como una exclusión de los derechos económicos y la participación en los asuntos públicos”. Al día siguiente, el primer ministro Édouard Philippe, respondió a Bachelet señalándola de buscar manchar la reputación de la patria de los derechos humanos. “Francia es un estado de Derecho” dijo Philippe.

La violencia de la policía radicalizó el movimiento, acentuó las ganas de venganza. Estas manifestaciones han dejado ver en Francia algo cercano a una guerra civil. Hasta el 15 de junio de 2019, según el ministerio del Interior galo, producto de esa ‘petite guerre’ entre Estado y Chalecos, van 11 muertes, 2.500 chalecos heridos (de los cuales 76 muy graves), 1.800 entre la policía y 7.400 juicios contra los Chalecos. Las aseguradoras han pagado a civiles, por daños y perjuicios en bienes raíces, causados por los ataques de los Chalecos Amarillos, hasta mayo de 2019, 286 millones de euros; sin contar los daños provocados por el cierre de establecimientos y almacenes, durante las manifestaciones sabatinas, que asciende a un 30% de la producción.

Emmanuel Macron ha perdido su disputa con los chalecos, por una razón: los ha subestimado desde que iniciaron las protestas hace 9 meses, el sábado 17 de noviembre de 2018. El Estado ha sido no conciliador sino provocador. El 18 de julio, el diario digital francés de investigación, informó que “el ministro del Interior, Christophe Castaner, condecoró a algunos policías sospechosos de violencia contra los chalecos. Impuso 9.000 medallas, ’Medalla de seguridad interior “Chaleco Amarillo”, como recompensa por “servicios particularmente honorables, en la defensa de las instituciones”. El expresidente Hollande, declaró al diario belga Le Soir —2 febrero—: “Si esta protesta en gran medida apoyada por la opinión pública hubiera sido respondida antes, los excesos podrían haberse evitado, como la repetición de las manifestaciones. Nada justifica la violencia”.

Está claro, Macron no tiene comunicación con su pueblo. Es dado a soñar despierto, desconectado de la realidad. Para él los únicos que valen y deben ser apoyados son los grandes empresarios. La revista Forbes le dedicó una portada con este titular: Hay una foto de Emmanuel con una Gioconda sonrisa: “Líder de los mercados libres”. Piensa que si a los empresarios les va bien, todos salen beneficiados. La quiebra de Lehman Brothers, que llenó de oscuridad las finanzas, refuta esta idea. La tecnocracia francesa y sus élites se adhieren sin restricciones a la teoría del goteo neoliberal. Así no es raro que el historiador Quentin Deluermoz piense que la crisis de los chalecos, “refleja un agotamiento democrático”. La clase política francesa tomó la vía autocrática. Esto se vio puntualmente en 2005, cuando mediante referendo se dijo no al proyecto de Constitución europea. Tres años después el Parlamento eludía la voluntad popular y adoptaba el Tratado de Lisboa. El descrédito de los elegidos cae en picado desde entonces y lo que más crece entre los electores es la desconfianza, y el sentimiento de injusticia y exclusión.

Se comprueba un hecho palpable y delicado con la crisis de los chalecos: el profundo malestar que se ha instalado desde hace bastantes años en el corazón de la sociedad es ignorado, o peor aún, desconocido. Francia es ese encanto y fastuosidad que despliega Cannes en su festival. Es la grandeza del gourmet, el foie gras, el armagnac, que produce la exaltación del paladar. Es la más bella tradición cultural y literaria del Occidente. Es la inteligencia grandiosa de Voltaire, de Balzac, del Sartre de Los caminos de la libertad, del genial Marcel Marceau. Del Conde de Montecristo, uno de los libros más fantásticos, que nos ha legado el mundo mágico francés. Es Franky Zapata cruzando el Canal de la Mancha, impasible, desatado el arrojo, sintiendo que está escribiendo la historia, que es el más bello sentimiento legado por el genio francés. Sentir que no escribes la historia es la profunda desolación, la mayor frustración existencial. Los chalecos, la clase media, los trabajadores de todas las categorías, sienten que en Francia, ya no tienen derecho a la palabra. Su voz es considerada deleznable, racista, xenófoba, antidemocrática. Sacando a la calle al Ejército, Macron le dio categoría de terroristas a los chalecos. Tamaña equivocación, si protestan es porque la presión tributaria ahoga, por la indexación automática de los haberes jubilatorios más bajos, piden referendos puntuales en asuntos municipales. Y quieren que Macron se largue a los infiernos, porque es sordo, ciego y vive en su cápsula de orgullo.

Necesita pasar de las palabras a los actos. Adora la liturgia de la magnificencia. En su discurso de Atenas —cuando hablaba como el adalid de Europa— pedía una democracia menos burocrática y accesible para todos los ciudadanos. En su discurso ante el Congreso de los Estados Unidos —sintiéndose un pequeño Napoleón— proponía una defensa numantina de la democracia, al precio que fuera, lo que cuenta, decía, es “vivir libre o morir”. Así hablaba antes de que surgieran los chalecos, que apagaron su llama de emperador.

No puede negarse a ver la realidad —no quiso aceptar que era imposible que Alaphilippe ganara el Tour—, antes de irse a vacaciones el 1 de agosto, declaró a la prensa que la crisis de los Chalecos Amarillos no existe. “Yo no pienso que esta sea una crisis. Hay problemas profundos en nuestro país que están unidos a la injusticia, a las dificultades económicas que conocemos desde hace muy largo tiempo”. Importan más los desafíos pendientes actuales como son “el envejecimiento, lo digital, lo ecológico”. Enseguida pidió “humildad”, y prometió “actuar en septiembre”. Sobre la ira social dijo: “aún no tenemos respuestas porque esto lleva tiempo”.

El presidente francés necesita urgente encontrar el lenguaje apropiado y las soluciones adecuadas para tranquilizar a los territorios rurales, a las ciudades pequeñas y medianas, azotadas por la desindustrialización y los efectos negativos de una globalización que ha traído el desequilibrio económico, que pueden representar el 60% de la población francesa. De este conflicto social, que no va a desaparecer, así no vuelvan a salir los chalecos, lo sensato es no buscar ganadores o perdedores. Está vivo en el tejido social. Más bien sería lamentable que la historia dijera de Macron: pudo haber sido y no fue.

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