Era la primera jornada de la XXI Semana de la enseñanza de la Física, celebrada en el Planetario de Bogotá, a finales de septiembre. De camino a su auditorio pasé al lado de la estatua de Nicolás Copérnico, el mismo que sereno miraba hacia el domo cercano, aquel que en su concavidad cobija la bóveda celeste en la que dibuja en su silueta las constelaciones misteriosas y lejanas.
Cedí a la tentación de un fugaz momento de ficción, como si saludara al clérigo polaco, formado en las artes de la astronomía y en los cálculos físicos y matemáticos de los extensos movimientos astrales.
Con sus manos sostenía y rodeaba, seguro, una esfera orbitada por líneas que regresaban circulares sobre sí mismas.
Este hombre, con su pelo largo cortado a la nuca en una línea horizontal, y con su traje talar, reinventó la ciencia, con la que dio a luz la modernidad y de paso a ese individuo que comenzó a pensar en las posibilidades de su autonomía como sujeto.
Formuló, muy temprano, en la primera mitad del siglo XVI, la teoría del heliocentrismo, pues comenzó a comprobar el hecho de que era la tierra la que giraba alrededor del sol, al contrario como lo había planteado 1300 años antes un famoso astrónomo de Alejandría. De esa manera, subvirtió por completo el paradigma tolemaico-aristoteliano, el del geocentrismo, aquel que idealizaba al ser humano y que ponía como eje central de la existencia, la vertical que partía de la divina providencia y llegaba al centro del hombre, para determinar una cosmogonía teológica y una sociedad jerarquizada, basada en la obediencia.
Copérnico con su descubrimiento representó un acontecimiento cataclísmico, desde el punto de vista del pensamiento; con sus investigaciones provocó lo que Thomas Kuhn ha llamado con acierto una revolución científica, fenómeno que fue confirmado después, en 1610, por las formulaciones de Galileo Galilei.
Paradójicamente, Copérnico no desarrolló el pensamiento desde una avanzada previa, desde un punto a partir del cual bastaba con prolongar el camino; sino que lo hizo progresar, contrario, desde un gran error, el de Ptolomeo. Lo cual señala en términos epistemológicos que el conocimiento científico no camina desde los imaginarios previamente dominantes, sino muy a menudo desde la crítica contra esos imaginarios y contra las teorías que los acompañan. En otras palabras, la ciencia no se despliega desde las verdades establecidas, sino muy frecuentemente contra ellas.
Por otra parte, Copérnico no solo produjo una nueva teoría; con ella engendró un nuevo paradigma en el avance del conocimiento, aunque también en la forma de ver el mundo. Empezó así a reemplazar el trascendentalismo teológico por el inmanentismo secular, en la medida en que la naturaleza y la sociedad a partir de entonces se podrían explicar por sí mismas —desde adentro y desde abajo—, y no desde las fuerzas superiores a ellas, engendradas como seres o como ideas absolutas.
Así la vigilancia epistemológica, las rupturas en el conocimiento en lugar de sus meras continuidades y finalmente la apertura a nuevos paradigmas fueron todas ellas categorías del conocimiento y de las metodologías, que comenzaron a evidenciar, en la búsqueda de verdades abiertas, categorías de las que debe estar impregnada la atmósfera cognitiva y ciudadana de la universidad. Todo ello sin tantas concesiones a los imaginarios fácilmente difundidos y a los irracionalismos sedicentes que empujan a los individuos regresivamente hacia las formas tradicionales y semiteológicas del orden tradicional.
De todo ello fue de lo que reflexioné en la reunión primera de la XXI Semana, con docentes y estudiantes de la licenciatura en Física.