Fraternidad transparente, espíritu jovial, respeto por los otros, corazón de afectos, sueños de paz y una pedagogía para el advenimiento de una nueva democracia contemplaban las coordenadas morales de Laura.
Cuando el 23 de mayo de 1994, aproximadamente a las ocho de la mañana, Laurita, nombre que inspiraba transparencia, confianza, amistad y alegría, salía de su residencia ubicada en el Barrio “Loma de Cartagena”, en Popayán, se encontró de frente con el arma que le quitaría la vida y alcanzó a decirle a los asesinos, ante la inminencia de la muerte: ¿por qué a mí?
Laurita no tenía solo la convicción moral de su militancia pacifista sino que era abanderada de la paz. En su ideario cultural, académico y político no admitía la violencia como instrumento de poder, ni mucho menos la concebía como una manifestación innata de la naturaleza humana.
Culturas, razas, pueblos y comunidades significaban para ella la unidad del género humano. Lo demostró en su trabajo social en la región caucana donde su pacifismo estuvo orientado a luchar por la eliminación de la confrontación armada y la disminución del sufrimiento provocado por las enormes desigualdades sociales y económicas.
Objetaba la guerra y objetaba la violencia. Su propia manera de ser, fraterna, vital, y abierta a la camaradería y la solución de las diferencias mediante el diálogo y el arbitraje, era una constatación de su rechazo a la violencia y que, como en las grandes ironía de la historia, fue esa violencia la que agotó su vida, mas no su ejemplo de entrega a la cultura de la convivencia pacífica, que fomentó en los últimos años como directora de la Fundación para la Comunicación Popular (Funcop), desde la cual incentivó procesos ciudadanos de cultura de paz y pedagogía democrática.
Su recuerdo perdura en la memoria histórica de las marchas y movilizaciones del macizo colombiano, donde su presencia no solo fue moral sino física, en apoyo de las reivindicaciones de los maciceños por el agua, la tierra y la autonomía territorial, mediante acciones orientadas a la defensa y promoción de los derechos humanos, la biodiversidad y la gobernabilidad ciudadana.
Recuerdo un viaje que hicimos desde Popayán a la zona montañosa de Toribío para hablar con Carlos Pizarro Leongómez. La escuché, durante el trayecto, hablar con deleite sobre la política entre los griegos y, recordaba, así mismo, que la política entre los helenos era una forma de pensar, de sentir, de ser y, fundamentalmente, de interactuar socialmente, sin que los niveles económicos excluyeran el abordaje de la estética y la inteligencia frente a todas las expresiones de la vida política y social, con la excepción del voto negado para las mujeres y los esclavos, que juzgaba insólito.
Su paso por las aulas de filosofía y la carrera del derecho, su vocación de lectora y buena contertulia, que gratificaba con encuentros de amistad y camaradería, la condujeron a explorar el papel de la mujer desde la perspectiva de género y como agente de paz. “Estamos históricamente jodidas”, me dijo en la última conversación.
“Encienda una luz por la paz”, evento realizado en Popayán, a nivel nacional y en el exterior, fue una sugerencia de su iniciativa formulada en las montañas de Sotará, cuando en mi calidad de presidente de la Comisión de Diálogo del Cauca, presidencia que honrosamente compartí con Monseñor Samuel Silverio Buitrago, acudíamos a informarle a la insurgencia, asentada en ese lugar, sobre el cese al fuego unilateral que me correspondió suscribir con el Movimiento 19 de Abril, M19.
Proceso que culminó con el tratado de paz suscrito en el despacho presidencial de la Casa de Nariño, entre Carlos Pizarro Leongómez, el presidente Virgilio Barco Vargas y el Alto Comisionado para la Paz, Rafael Pardo Rueda, con asistencia de Antonio Navarro Wolff, Germán Rojas Niño, Gricerio Perdomo Vélez, y quien escribe esta nota, entre otros. Su asesinato aún estremece profundamente a sus familiares, amistades y sigue impune.
Salam aleikum.