Se metió al porno tal vez para autodestruirse. La naturaleza le había dado un don de veinticinco centímetros, pero no podía tener el control para moverlo a su antojo. Así que se inyectaba testosterona para asegurar las erecciones. De todas las drogas que tomó desde que se iba de reventón en Valencia a lo que llamaban a finales de los ochenta el 'camino del bacalao', mezcalina, éxtasis, LSD, Popper, heroína, ninguna lo subía tanto y luego lo estrellaba contra el piso como los chutes de testosterona. Poco a poco le fue quedando un hueco en el espíritu que con nada se lo llenaba, ni con drogas ni con folladas. Y entonces apareció la depresión.
Ignacio Jordá González, desde su infancia en Mataró, el pequeño pueblo catalán donde nació en 1973, siempre fue un solitario. De niño vivía fuera de la casa y se la pasaba con un viejito del pueblo al que le decían Bizcocho. Y eso que su familia tenía plata. Su papá, Enrique Jordá Brassé creó la barra elástica de los calzoncillos. Tenía industrias no sólo en España sino en México y en Guatemala. Sin embargo, debido a la crisis del petróleo de comienzos de los años ochenta, su papá lo perdió todo y la familia se fragmentó en mil pedazos.
Así que a los 14 años se va de casa, rompe con todo, va de reventón en reventón y está tan enfiestado que olvida presentarse al servicio militar lo que, para horror a la familia, le conlleva un castigo terrible que es verse obligado a enrolarse a la Legión española, en medio de toda la basura humana, la carroña que siempre vio de lejos. Algo cambió en Nacho, pero desde entonces, a sus adicciones, se le sumó otra: el gusto por las prostitutas. Cuando salió de la Legión su gusto por el sexo lo llevó a trabajar en la sala Bagdad, uno de los lupanares más célebres de Barcelona, teniendo sexo en vivo.
Era duro. A la cocaína se le sumaba la vergüenza de tener erecciones ante 200 personas que era el público que en promedio llenaba la sala. Sin embargo, en esa época aprendió el influjo supremo de una inyección de testosterona y al subidón de ánimo se le sumaba la presteza de su arma, lista a cualquier llamado. Fue tan buen soldado que el Director del Festival de cine erótico de Barcelona, lo recomendó a un director de cine catalán de lo que antes se llamaba cine rojo y en 1998 decide cruzar el charco, va a los Estados Unidos, se hace amigo de Rocco Sigfredi, la gran leyenda de los penes anchos y lo nombra su sucesor. Cuatrocientas películas, diez mil rumbas y un número indeterminado de enfermedades venéreas.
A sus 50 años, Nacho Vidal ha decidido mirar para atrás e identifica su derrumbe. Su declive arrancó en 2013 cuando fue acusado de haber blanqueado miles de dólares. Le confiscaron todo y, diez años después, Nacho dice que se quedó sin nada de una fortuna que llegó a valer 50 millones de euros.
A mediados de febrero, vi a Nacho en El Dorado esperando un vuelo para Barranquilla. Era alto, duro como un arrecife. Lo acompañaba una mujer desaliñada, de formas exageradas y pelo envuelto de cualquier forma. La estela que alguna vez lo acompañó, ya no estaba. Nadie se le acercaba, nadie lo miraba ni siquiera con curiosidad. Su visita a Colombia fue el último acto publico que hizo antes de recluirse en una clínica de rehabilitación. La tristeza lo estaba masacrando. A sus 50 años tiene la vida de un monje depravado. Mientras todos sus amigos se matan a rumba en Barcelona un sábado en la noche, Nacho se queda en su casa oliendo un gramo de coca, tomándose ocho cervezas y haciéndose pajas durante 12 horas. No puede dormir. La eyaculación flácida ya no es una explosión, ahora es un lagrimeo triste.
La clínica donde lo atienden en Barcelona se llama Dosrios. Allí el que le da la mano es el doctor José María Fábregas. Con él tuvo el valor de reconocer que estaba machacado. Lo pudre a donde ha llegado la industria, la falta de criterio del público a la hora de ver una película porno, buscando el placer fácil, sin preocuparse por la estética que puede tener algo que para Nacho es arte. Porque con su habitual desparpajo, Vidal afirma que, a diferencia de un cuadro de Miró “donde no se entiende una mierda”, todos entienden una follada.
Nacho cuenta sus enfermedades venéreas con el orgullo que un soldado puede contar sus heridas de guerra. Ha tenido clamidias, gonorreas y una extraña enfermedad que le afecta las coyunturas y que puede matarlo. Se llama el síndrome de Reiter, es autoinmune y le da tanto dolor que sólo se calma con un pinchazo de morfina.
Sus últimos años han sido sombríos, muy sombríos. La tragedia fue tan profunda que incluso uno de sus mejores amigos murió en sus manos en un rito que no podría ser más extraño.
Se trataba de inhalar los vapores del veneno de un sapo llamado bufo alvarius. El sapo no se consigue en Europa, es exclusivo de México. El sapo tiene una glándula en la cabeza. Esa glándula se puede masticar, oler, fumar. Muchos mediums la usan para conectarse con muertos. El componente sicoactivo es el más potente que pueden conocer.
Nacho Vidal quería experimentar con eso. Lo que dicen las autoridades españolas es que el ritual lo realizó en la casa del actor catalán. Invitó a cuatro personas. No se sabía si usó un chamán. El punto es que uno de sus amigos, Juan Luis Abad, fotógrafo afincado en Valencia, participó en el ritual y murió.
En este video Vidal se quiebra recordando un momento que quiere resetear para siempre de su cabeza. A sus 50 años se siente gastado, viejo, mercancía dañada:
La lucha Nacho Vidal vs. Ignacio Jordá. #LoDeNachoVidal pic.twitter.com/DfZuiWFlSe
— Lo de Évole (@LoDeEvole) May 7, 2023
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