El relato que voy a contar no tiene bases académicas ni económicas y, por supuesto, menos científicas, pero sí un proverbial y reflexivo sentido sociopolítico y hasta mítico.
Y es que la imaginación humana ha servido para proyectar nuevos conocimientos, incluso, más allá de la realidad. De ahí que la metáfora bíblica tenga tanta certeza para la civilización occidental, tal vez contemporánea con el paganismo mediterráneo, y en todas las culturas del mundo pareciera haber un acuerdo sine qua non: primero fue el Verbo, después el Sol y la vida terrenal, con ello la perfección e imperfección arcillosa de la especie humana y, en consecuencia, “die ausbeutung des menschen durch den menschen” (“La explotación del hombre por el hombre”).
Los seres humanos recrearon sus iniciales misterios proyectando la responsabilidad no resuelta al escenario metafísico, aunque representada en cosas y hechos naturales para solución del conflicto: la vida misma es un enigma irresoluto a pesar de los esfuerzos religiosos, por un lado, o evolucionistas por el otro, y hasta eclécticos. Por tanto, la dialéctica divina trinidad: la omnipotencia intrínseca, la creación y el resultado, es una ecuación hermenéutica de lo arcano. Surgieron, entonces, el politeísmo, el monoteísmo, el ateísmo, los mitos, las leyendas, los tótems, etc.
En este devenir, así, la adoración al Sol es legendaria: en la sociedad primitiva por ignorancia, diríamos, o por todos los favores que ofrecen sus rayos al transitar principalmente sobre la opulenta franja ecuatorial (cuya línea central atraviesa solo 13 privilegiados países), el esférico cuerpo celeste era un dios: la luz, el nacimiento, el primer día (היום הראשון), máxima e inagotable fuente de energía, y esta última versión jamás la ha refutado nadie.
Pero con el sedentarismo y la organización social llegó la política y el Estado, y comenzó el acomodamiento de la realidad cósmica a intereses del poder, y, por tanto, la apropiación y explotación del Sol, o sol. Del teocentrismo y geocentrismo ptolemaico (doctrinas oficiales de la antigüedad y de la iglesia medieval), por Nicolás Copérnico y el “hereje” Galileo Galilei («Eppur si muove»: “Sin embargo, se mueve”) se pasó al heliocentrismo que en la Grecia antigua ya había expuesto Aristarco de Samos.
Durante los siglos venideros comenzó a calar la idea secular de que el Sol era apenas una minúscula estrella entre un infinito universal. Sin embargo, en el trasegar de la ambición homocéntrica, surgió en su ideario un dios más poderoso que el de los cielos, según sus utilitaristas promotores: el capitalismo, dueño de todo lo existente o por existir, en sus capacidades y potencialidades, así fuese a sacrificio de la misma Pachamama.
E importó más la acumulación de riqueza fruto de la destrucción de la naturaleza y de la economía de mercado que el desarrollo sostenible, todo a pesar de los esfuerzos de organismos multilaterales, de organizaciones no gubernamentales protectoras del ecosistema, de pocos Estados progresistas y de líderes sociales que exponen sus vidas a cambio de la defensa de derechos humanos, especialmente para la cuestión que nos ocupa, en la pretensión de democratizar el acceso a las fuentes de energía limpia y renovable que reemplace el catastrófico combustible fósil, inclinándose el proceso a cumplir, de paso, el principio 7 de los ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible): “Energía asequible y no contaminante” para todos, sin exclusiones por pobreza.
El sol, colosal generador del elixir biosférico, es, sin discusión, una gran fuente de energía, cuya cantidad producida podría calcularse en millones de veces más grande que la consumida por la humanidad a través de distintos medios y en tiempos determinados, y, así mismo, es el motor de otras energías renovables, como el viento, las olas y la biomasa, por ejemplo, todas ellas con origen en la acción continuada de sus radiaciones.
Pero, como en la relación de producción, la energía hace parte de los factores productivos como insumo-producto necesario. Entonces, merece revisarse la puesta en valor de ese recurso natural cuyo verdadero dueño no es de este mundo, aunque en sus efectos acá en nuestro planeta impacte sobre territorios cuyos habitantes merecen disfrutar por igual sus cualidades o evitar su furia o ausencia; es decir, los rayos solares son propiedad de todos los moradores de cada país (igual que los son también el subsuelo, el suelo y el espacio aéreo), no importa el reino al cual se pertenezca: animal, vegetal o mineral.
Sin embargo, para el asunto de la población humana, esta es la autollamada a administrar tal recurso bendito, y en cada Estado, su nación o ciudadanía decidirá a través del respectivo cuerpo legislativo el modelo económico y social del uso, abuso o usufrutuo de dicho reflectante bien público.
Así que, en principio, cada persona, comunidad o sociedad definirá qué hacer con su sol, o si delega al Estado su servicio (como ocurre ya con el agua y, eventualmente, con el aire), o si este lo terceriza a empresas privadas, última fórmula esta depredadora que quitaría a los usuarios naturales del sol el derecho a su acceso tecnológico mediante autogeneradores que convertirían entonces a estos beneficiarios en prosumidores a través de la instalación individual o colectiva de paneles fotovoltaicos que pueden adquirir por su cuenta, y de esta manera no quedar amarrados a los abusos y las sobrefacturaciones de las ESP (Empresas de Servicios Públicos) o APPs que operan a su libre albedrío delinquiendo en complicidad con los organismos estatales del sector, como sucede en el caso colombiano.
En conclusión: así como hay que nacionalizar y democratizar bioéticamente todos los bosques, el agua y el aire, también tendría que nacionalizarse el sol en cada país para impedir que el capital privado se apropie de este vital recurso público.
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