Es muy contradictoria la situación que se vive actualmente en Colombia con las políticas de paz. Vivimos en una supuesta paz con guerra. O en la guerra de la paz. Si nos comparamos con la paz de Guatemala, que ha sido un descalabro monumental, bien podemos decir que acá pasamos de Guatemala a Guatepeor, como indica un dicho popular muy común.
Señalo lo anterior por la profundización de las características de la denominada “paz imperfecta” por cuanto que se ha roto el cese al fuego bilateral que se tenía con el Ejército de Liberación Nacional/ELN como consecuencia de la falta de seriedad del gobierno del señor Santos quien incumple los compromisos adquiridos en la Mesa de diálogos de Quito, que repite la cruel historia de las devastadoras frustraciones que atacan los pactos firmados con las Farc.
Un hecho muy grave de toda esta escalada bélica del régimen neoliberal santista es la constitución de un nuevo capítulo de la guerra contrainsurgente contra las drogas en Tumaco y otros diez municipios del departamento de Nariño, en la que quedan involucradas más de medio millón de personas, la mayoría campesinos, pescadores, afrodescendientes e indígenas.
Colombia ha vivido un prolongado conflicto, por casi cuatro décadas, en el enfoque imperialista del Pentágono para la dominación de América Latina y Colombia, en el que se han puesto en práctica aspectos centrales de las denominadas guerras de baja intensidad, guerras contrainsurgentes y guerras asimétricas para supuestamente combatir las drogas pero cuya prioridad ha sido y es aplastar los grupos rebeldes anticapitalistas y antimperialistas organizados como entidades populares o como fuerzas guerrilleras.
Lo que acaba de suceder con el desplazamiento de 9500 soldados y policías a Tumaco y los municipios de esta área del Pacifico colombiano es eso.
En efecto, en un descomunal y asombroso operativo, los gorilas del militarismo colombiano transportaron en 8 aeronaves desde la base militar de Tolemaida, en el Tolima 2.000 hombres que llegarán al departamento de Nariño, en especial a Tumaco para supuestamente combatir a los grupos de narcotráfico, disidencias de las Farc, y delincuencia organizada.
Estos militares hacen parte de la estrategia militar Hércules que comprende un total de 9000 hombres y que fue organizada por el gobierno del señor Santos dizque para garantizar el orden público en el departamento de Nariño, uno de los más afectados por el narcotráfico y la violencia, donde recientemente (6 de octubre del 2017) fueron asesinados en el Alto Mira, 23 campesinos cocaleros por integrantes de un piquete contraguerrillero integrado por policías antinarcóticos y soldados con la misma función. Hecho que fue negado por el alto gobierno pero que las investigaciones de las comunidades y la Defensoría del Pueblo confirmaron de manera contundente lo que obligó a la Fiscalía a ordenar la captura de los oficiales involucrados, mismos que han recibido amplio entrenamiento e instrucción de los gringos en sus escuelas de tortura y anticomunismo.
La Fuerza de tarea Hércules es uno de los brazos militares de la estrategia militar Atlas, que se creó para adelantar la guerra contrainsurgente contra las drogas ordenada por Trump en el suroccidente Colombia, afectado en especial por las rentas del narcotráfico.
Con la campaña Atlas las Fuerzas Armadas contrainsurgentes harán un mini Agamenón II (Agamenón I es la otra pata de esta cruel guerra en Uraba) pero en Nariño, es decir una operación táctica similar a la desplegada en el Urabá y con los resultados que se han visto en esa zona de masacres, paramilitarismo y exterminio de líderes sociales.
La Fuerza de Tarea Conjunta Contrainsurgente de Estabilización y Consolidación Hércules tendrá un total de 9.800 hombres: 6000 del Ejército, 2000 de la Armada, más de 1000 de la Policía y más de 500 de la Fuerza Aérea. En los próximos días se trasladará el resto de uniformados para el despliegue a las zonas de operación, que comenzará esta semana.
Según el general Jorge Isaac Hoyos Rojas, ampliamente cuestionado por sus acciones contra los líderes sociales y de derechos humanos en el departamento de Córdoba, nombrado comandante de esa Fuerza de Tarea, las operaciones se concentrarán, además de Tumaco, en los municipios de El Charco, Francisco Pizarro, La Tola, Magüí Payán, Mosquera, Olaya Herrera, Roberto Payán, Santa Bárbara y Barbacoas, el octavo con más cultivos de coca en el país, con 3359 hectáreas registradas por Simci.
Durante la llegada de las tropas, el mencionado Hoyos señaló que la función principal del contingente será “defender la soberanía, la independencia, la integridad del territorio y el orden constitucional”, discurso que pocos creen dado el reciente antecedente de la vil masacre en el Alto Mira.
Y agregó que estarán trabajando en la zona en continua comunicación con autoridades de Ecuador para supuestamente bloquear cualquier desplazamiento a ese país de los integrantes de organizaciones ilegales –entre las que se encuentran el Eln y el Clan del Golfo– como consecuencia de la arremetida militar. Advertencia poco creíble dado el apoyo de Unidades de la Marina y la policía a los grandes capos exportadores de la cocaína hacia Centro América.
En la región, de acuerdo con el general Mauricio José Zabala (comandante de la Fuerza de despliegue rápido número dos y seriamente señalado por organizaciones de derechos humanos por su autoría de docenas de falsos positivos), los militares contrainsurgentes tienen la tarea de acabar con algunas de las denominadas disidencias de las Farc.
Este gigantesco operativo militar que implica enormes recursos presupuestales estatales generara a la población mayores problemas y sufrimientos de orden social, económico y político, por los “daños colaterales” que provocara entre la población civil sus cuestionados operativos.
Este desmesurado despliegue militar del señor Santos en Tumaco y en el Pacifico Sur de Colombia, se convierte en el caldo de cultivo de nuevas masacres, más corrupción, exterminio de líderes sociales, más pobreza, más analfabetismo, mayores problemas de salud y un desconocimiento rampante de los derechos democráticos de la población.
La guerra contrainsurgente de Tumaco, como señala el analista González Ortíz, es necesario abordarla desde una perspectiva histórica. Ella acumula décadas de sangre y muerte ejecutadas por los gringos.
Para ser comprendida la campaña contra las drogas de Tumaco es menester que sea vinculada con procesos aparentemente distantes en el tiempo; la estrategia de “guerra interna” diseñada por Kennedy contra lo que llamara “la amenaza castrocomunista” y su posterior reformulación en “Guerra de Baja Intensidad” con Ronald Reagan, así como con los procesos de desnacionalización-transnacionalización de las economías y el Estado en América Latina a favor del sistema financiero mundial y las grandes empresas transnacionales, principalmente de las norteamericanas.
Washington no ha abandonado la doctrina de contrainsurgencia, como tampoco la atención concedida a los militares de la región. Por lo que no resultará baladí recordar la manera en que Kennedy en su afán por detener la “cubanización” y observando una crisis de hegemonía y económica de las clases dominantes y el imperio estadounidense, diseñó la estrategia de “guerra interna” contra el nuevo tipo de revolución popular que amenazaba el sistema.
Es en tal contexto que se da la intensificación de las relaciones militares de Washington con América Latina, la revisión de la política destinada a los regímenes surgidos de golpes de Estado, la naturaleza de los programas de ayuda y el concepto mismo de seguridad en el continente. Justificándose la ayuda militar por el señalamiento de que la seguridad de los Estados Unidos es interdependiente de la seguridad y del bienestar del resto del mundo.
Es lo que explica tres acciones imperialistas muy concretas:
1) El aprovisionamiento y donación de material militar.
2) La posibilidad de vender armamento norteamericano a precios reducidos.
3) La preparación y entrenamiento de oficiales latinoamericanos en los Estados Unidos o en el extranjero.
Para algunos teóricos es preciso evitar la “norteamericación” de los Conflictos de Baja Intensidad. De lo cual se deriva la importancia de las fuerzas armadas locales y la relevancia de la asistencia estadounidense de seguridad, instrumento crucial para prevenir la intervención directa estadounidense. La asistencia incluye educación, entrenamiento, instrucción, asesoría, provisión y venta de armas y equipos. En situaciones de Guerra de Baja Intensidad Abierta, se incorporan funciones adicionales: inteligencia, contrainteligencia, conducción de dimensiones no militares como acción cívica y guerra psicológica.
La guerra contra las drogas ha sido la excusa para atacar a las guerrillas.
La lucha contra el narcotráfico fue visualizada por vastos sectores del Congreso y la administración Reagan como un problema grave. El 11 de abril de 1986 Ronald Reagan firmó una Directiva secreta que identifica al tráfico de drogas como una amenaza de seguridad. Concebida la intervención militar en el marco de asistencia de seguridad, se eluden las misiones de combate y se incluyen tareas como el entrenamiento, la provisión de armas y equipos, la inteligencia e interdicción del tráfico.
Con el pretexto de un creciente consumo de crack en los Estados Unidos, la producción y tráfico de drogas ilícitas es evaluado como un riesgo de seguridad, directo o indirecto. Estimándose que el propio territorio estadounidense queda vulnerado, debido a que su población es la mayor consumidora mundial de drogas ilegales. Lo cual provocaría decadencia moral, aumento de la delincuencia y una enorme dilapidación y uso de recursos (compra de narcóticos, gastos de prevención, cura y represión). Instaurándose en el imaginario común la idea de que los “carteles” poseen un alto poder de corrupción, intimidación, violencia y desestabilización, por lo que según el discurso, han solido conformarse como gobiernos paralelos en América Latina. De forma tal que, durante la administración Reagan, en febrero de 1982, declara la “Guerra contra las drogas” como objetivo urgente de Seguridad Nacional, identificando como objetivo central la contención de la cocaína y como amenaza principal a los países productores de América Latina. Posteriormente, en 1986 el mismo Reagan da inicio al proceso de “Certificación” de países productores y de tráfico. Así, durante los primeros años de la década de los ochenta— a diferencia de lo que ocurría durante la administración Nixon —se responsabiliza del problema a la oferta, es decir a los países productores, y no a la demanda, con lo que se dará pauta a la construcción de un enemigo externo.
Y en línea de continuidad, en septiembre de 1989 George Bush firma otra decisión de Seguridad Nacional que pone en marcha la guerra contra las drogas durante su mandato. Con esta decisión se autoriza al ejército estadounidense y a la CIA para que participe de manera creciente en esta guerra contra las drogas, para lo cual podrán utilizar las bases ya establecidas en Colombia, Perú y Bolivia, pero además no sólo podrán acompañar a las fuerzas especializadas de las naciones latinoamericanas en sus tareas de erradicación de cultivos, sino que también podrán asumir tareas por su cuenta.
Operativos que han tenido como objetivo real la intervención de estas naciones, pero especialmente en aquellas donde se han movilizado fuerzas insurgentes de izquierda como el Salvador, Colombia, Perú, etc
Dentro de este esquema se deben entender los acuerdos firmados por los gobiernos entre USA y Bolivia, Colombia y Perú en la guerra contra las drogas. Así, los acuerdos entre George Bush y Alan García, donde Washington canalizó a Perú 35 millones de dólares para establecer y equipar una nueva base militar en la zona del Alto Huallaga en el supuesto combate al narcotráfico, tuvo como objetivos reales el establecimiento de tropas especializadas en guerra irregular, provenientes del Comando Sur estadounidense —con sede en Panamá— para asesorar y auxiliar a las tropas del Estado peruano en el combate contra le revolución popular que estuvo comandada por el Ejército Guerrillero Popular. Aspecto que se hizo más urgente al finalizar la década de los ochenta, porque la guerrilla ya no sólo ponía fuera de combate a fuerzas del ejército nacional, sino a agentes del imperio.
Con el pretexto de la lucha contra el narcotráfico se ha buscado liquidar a fuerzas guerrilleras para lo cual ha sido funcional la popularizaron de términos como el de “narcoguerrilla” o “narcoterrorismo” acuñados por el embajador de Estados Unidos en Colombia, Lewis Tambs, para dar a entender que quienes hacían el negocio de la marihuana y la cocaína eran los diversos cuerpos de guerrilleros que actuaban en el país, y que por lo tanto era necesario intervenir y exterminar a la guerrilla para terminar con la siembra de las hierbas y su transformación en drogas. Siendo tal el éxito de dicha operación conceptual-psicológica, que en grandes segmentos de la opinión pública internacional (donde se pueden incluir algunos medios políticos y académicos), el narcotráfico y sus términos contiguos como narcoguerrilla, se han transformado en el chivo expiatorio de todas las calamidades.
Así es importante recordar la manera en que Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA), pese a sus diferencias ideológicas, programáticas y sus correspondientes prácticas políticas y militares, ambas organizaciones fueron señaladas como narcoterroristas. Ocurriendo lo mismo en Colombia con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y sobre todo con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), al ser acusadas de financiar sus actividades políticas y militares con fondos provenientes de la producción y exportación de drogas (cocaína y heroína) hacia USA.
Protegidos por tales pretextos, Washington —y sus efectivos militares distribuidos en la región como los ubicados en Bolivia o en la base militar de Santa Lucia en Perú— prohijaron brutales violaciones a los derechos humanos y al derecho humanitario que cometieron las fuerzas militares (o, según fuera el caso, los grupos paramilitares de derecha, tolerados por el Estado) tanto en Bolivia, como en Perú y Colombia. Testimonio de estos hechos lo dan los cerca de 35 000 muertos o desaparecidos que dejó como saldo la lucha contrainsurgente en Perú. También las miles de víctimas de las constantes matanzas de campesinos y los asesinatos selectivos de miles de dirigentes y activistas populares (como promedio 3 500 al año) en Colombia entre 1989 y 1994. Entre los que se encontraron, los pertenecientes a la Unión Patriótica.
Dentro de este mismo esquema la administración de William Clinton, hizo evidente la continuidad esencial de sus políticas con las dos administraciones anteriores. Puesta al descubierto por Amnistía Internacional y la sección norteamericana de la organización Human Right Watch. Según estas organizaciones no gubernamentales, entre 1993 y 1997, los Estados unidos le habían entregado “asistencia antidrogas” a unidades de las fuerzas armadas de Perú y colombianas acusadas de graves violaciones a los derechos humanos en años recientes”. Asimismo en 1997, la Contraloría estadounidense (dependiente del congreso) informó que el gobierno mexicano estaba utilizando helicópteros entregados por las fuerzas armadas norteamericanas para la lucha antidrogas con miras a movilizar tropas contra el Frente Zapatista de Liberación Nacional. Pese a los acuerdos de paz existentes entre el gobierno mexicano y el EZLN, las tropas mexicanas en la supuesta guerra contra el narco, han sido acusadas de violar flagrantemente los derechos humanos de los pueblos indígenas de Chiapas y otros estados de la república como Oaxaca y Guerrero
Denuncias similares han sido realizadas en Bolivia por parte de los campesinos productores de hojas de coca. Al decir de el entonces líder campesino, Evo Morales, las unidades militares y policiales bolivianas, armadas y entrenadas por Washington, bajo el esquema de erradicación de cultivos, habían convertido la región del Chapare en una virtual “zona de guerra”. Resultando de esto que, al menos 163 personas habían sido asesinadas entre 1997-2000. En tanto que otras más habían sido desaparecidas, después de haber sido torturadas en campamentos militares o habían caído en las luchas populares, indígenas y campesinas militares, oponiéndose a los compromisos asumidos en el llamado Plan Dignidad, contra el narcotráfico internacional, asumido por el ex dictador Hugo Banzer y William Clinton.
A esto se le sumaron desde la administración Clinton una disminución de los llamados flujos de ayuda oficial para el desarrollo (AOD) hacia América Latina y el Caribe, al concentrarse en la “solución” de asuntos denominados “la agenda negativa” de las relaciones entre Estados Unidos y las naciones de la llamada Cuenca del Caribe. Tales como: el combate al “narcotráfico”, el “lavado de dinero”, el “contrabando de armas”, el “narcoterrorismo” y las llamadas “migraciones incontroladas”. Oficialmente incorporados por la Casa Blanca y el Pentágono a los “nuevos enemigos de la seguridad interamericana”.
Por tales motivos, desde la administración Clinton bajo la denominada Doctrina de la Promoción de la Democracia y el Libre Mercado, adquirieron nueva “legitimidad” los programas de ayuda militar y policial norteamericanos a gran parte de los países latinoamericanos y caribeños, así como para el equipamiento y entrenamiento de sus fuerzas militares y policiales, ya sean preparadas in situ por parte de “boinas verdes” u otros asesores norteamericanos (donde se incluyen contratos particulares, como ha ocurrido en Colombia) o las entrenadas en territorio estadounidense. Particularmente en la célebre Escuela Internacional de Policías (SOA), ubicada desde 1984, en Fort Benning, Georgia. Donde es importante resaltar que, según el grupo norteamericano School of America Watch, aunque esa “escuela de asesinos” ha abandonado “su estrategia de combate al comunismo y sus agentes” para concentrarse en la “guerra al narcotráfico”, no ha dejado de impartir instrucciones contrainsurgentes. Ejemplo de esto son los 778 militares de Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Estados Unidos, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Paraguay, Perú, República Dominicana, Uruguay y Venezuela, que en 1998 pasaron por sus aulas.