El niño apura a su padre mientras él despliega las bolsas negras que cubren el negocio ambulante de dulces, cigarrillos, frutas y comida de paquete. Un día antes, ambos individuos habían pactado salir a transitar la hierba verde-amarilla que cubre el parque más cercano a la sencilla habitación donde residen. El adulto no podía negarle la ilusión a su hijo de ver cómo el viento le arrebataría la cuerda que sostendría la cometa aún sin comprar; sin tener el dinero para adquirirla, no dudó en prometerle la salida al infante de ojos grandes similares a los de su madre; de quien se tenían varias fotografías antes de ese último viaje al Centro Hospitalario San Juan de Dios –Ubicado en la ciudad de Bogotá, capital de Colombia- de donde no regresó. El pequeño pasó esa noche sin poder consolar el sueño, estaba tan ansioso al punto de imaginar la brisa sobre su rostro y la lucha con el viento para evitar el descenso de la cometa hacia el suelo; durante la penumbra se mantuvo escuchando el movimiento de las manecillas del reloj, cada minuto trascurrido le pareció tan eterno que sintió estar detenido en el tiempo.
-Padre, levántate –Pablo pronunció varias veces.
-En un momento, hijo.
-Ya amaneció, es la hora de ponerse de pie.
-Bien, pero recuerda que antes de ir al parque debemos trabajar –el padre le hizo la aclaración a su hijo.
-No interesa, puedo esperar lo necesario; ahora ve a bañarte.
La luz del sol apenas se asoma por las hendiduras no cubiertas por el polvo aferrado a los vidrios de las ventanas; la alarma suena incesantemente sin dejar tranquilo al viejo, quien se abalanza hacia el reloj para arrebatarle las baterías, despojándolo de la habilidad de encapsular el tiempo y convertirlo en algo tangible al alcance de todos los presupuestos. Con esfuerzo se levanta de las barras metálicas en donde duerme; el colchón está reducido a solo centímetros por el uso; la mugre cubre las cobijas, además de olor poco agradable. Encaja los pies en las alpargatas procedentes de un campo dejado atrás; endereza la espalda pudiendo ver las fotografías familiares colgadas sobre la pared: hijos, amantes, padres, madres, amigos: personas que se han olvidado de él. Por fin se pone de pie, camina en dirección a la mesa de madera en frente de la cama, allí reposan dos objetos; ayudado de la mano derecha toma el envase metálico de figura femenina; vierte el contenido de éste al interior de un vaso de cristal; la palma izquierda hace el trabajo de llevar el otro recipiente hasta su boca que se paraliza al sentir la presencia del agua.
El humilde trabajador se levanta de la cama tras la insistencia de su hijo; ya de pie comienza a girar el rostro en busca de algunos zapatos para cubrirse los pies, cansado en escudriñar en el desorden de la habitación, no le queda otra opción que tomar los únicos dos tenis de diferente tipo que encuentra; esto lo hace mientras refunfuña: “muchacho más desordenado, a quién habrá salido porque yo no soy así”. Prepara detenidamente los utensilios necesarios para bañarse evitando pedirle ayuda a Pablo, sabiendo que aquél se tardaría décadas en auxiliarlo, incluso estaría en el baño de forma indefinida si dependiera de su hijo. Dejada atrás la tarea monótona de abrir la llave, cerrarla, darle de nuevo apertura y acto seguido clausurarla para salir empapado con la esperanza de encontrar una toalla sin usar. El hombre se termina de vestir sin dejar de escuchar las palabras de su sucesor, quien no deja de presionar para acelerar la salida. No dejándose doblegar, tiende cada cobija con paciencia como si la vida fuera finita, continua con los cojines de ambos; antes de terminar se percata de algo.
-Espera un momento, ¿tú en qué momento te bañaste?
-Hace bastante tiempo –respondió Pablo.
-Explícame eso con más detalle.
-Después te lo contaré todo, por ahora vámonos.
-Nadie saldrá de aquí si no obtengo una explicación.
-¿Enserio?
-Estoy esperando.
-Bien, me bañe en la madrugada aprovechando que no dormí.
-¿Tú?
-Sí, ¿qué tiene de raro?
-Tendré que creerte porque se hace tarde para ir a trabajar.
Nadie lo acompaña en estos días, su único consuelo es el sosiego provocado por la adversidad de no pertenecer a la vida de alguien contrario a él; una persona atiborrada de experiencias gratificantes, que al hablar solo se detenga porque le es necesario respirar. “Estoy muy viejo para esto”, pronuncia al mismo tiempo que enlaza las agujetas de los zapatos; abotona la camisa; verifica el cierre del pantalón. Antes de salir se toma un tiempo para terminar de escuchar las noticias salidas de la radio: “hoy siete de Agosto se realizará en las horas de la tarde la ceremonia de posicionamiento del Presidente Juan Manuel Santo; quien asumirá el mandato por segunda vez consecutiva”; su rostro refleja el descontento de presenciar una vez más el infortunio que someterá al país. Estira la mano para silenciar al aparato al término de la franja informativa. Se fija de no olvidar las llaves; casi preparado pasara salir, agarra con la mano derecha el bastón de madera al servicio de prever una caída.
Ambos caminan tomados de las manos como lo han hecho desde la primera reunión en la sala de parto; amistad inseparable que nada le envidia al de la muerte y la vida. El padre va a paso lento, polo opuesto al de su hijo, quien se dedica a intercalar los saltos con momentos de incansables trotes. Se dirigen a la bodega donde se guarda el negocio móvil desde hacía tiempo, vinculo que inició meses después que Ernesto fuera despedido de la empresa en la que trabajó por más de quince años; los argumentos no vinieron al caso, una carta de despido junto de un cheque con el último pago que recibiría. La dueña del lugar es una señora de edad, amable, sonriente, ocurrente, siempre recibiendo a las visitas con una probada del café preparado en la mañanas. El niño golpea apuradamente la puerta metálica de la fachada, la impaciencia lo lleva al suelo para mirar por debajo del objeto -ruido por el oxido- en busca de la mujer residente allí; ve la sombre de alguien acercándose hacia el cerrojo de las columnas que los separa; cada pasador modifica su estado dejando ver una figura cubierta de un vestido adornado con flores y aves.
-Han llegado tarde –menciona la dueña de la bodega.
-Sí, casi no salimos de la casa –responde Ernesto.
-Culpa de él –agrega pablo.
-¿Cómo ha estado, señora Lucia?
-Bien, Ernesto; aunque con molestias en las rodillas: es que los años no llegan solos.
-Eso es cierto. Me gustaría seguir conversando pero debemos ir trabajar; usted comprende.
-¿Me va dejar servido el café?
-No quiero hacerlo, sin embargo el deber llama.
-Bueno. Ya les abro el portón para que saquen el negocio.
Los años se sienten en cada paso que da; a pesar del malestar físico no ha considerado la vía del aislamiento porque él bien sabe que necesita de las sonrisas de los demás, considerándose un «voyerista» de la felicidad. Siempre camina por la calle de los mercaderes y eso no cambiará hoy: lo seducen esos lugares aglomerados en donde no hay espacio para el silencio; bastante tiene de ello cuando llega a la habitación para escuchar únicamente las gotas que se enfrentan al metal del lavamanos. Todos los comerciantes lo conocen por la reiteradas ocasiones que lo han visto transitar por allí; “Don Juan”, es como le dicen al pasar por enfrente de los negocios ambulantes. El viejo replica los saludos con tan solo un movimiento de cabeza, sin detenerse más de lo adecuado porque no le interesa comenzar una conversación que después de varios minutos sería tediosa de finalizar. Prefiere entonces seguir el camino hacia la oficina de correos con la esperanza de recibir alguna contestación de las cartas que ha enviado a sus familiares.
Las ruedas del negocio se deslizan sobre el pavimento empujadas por el padre y en ocasiones por el hijo; es poca la distancia a recorrer de la bodega a la ubicación que les pertenece por tradición. Cerca a ellos se ubican dos negocios más, estos también dedicados a laborar diariamente en busca del sustento para sus familias. Entrañable amistad ha surgido entre los comerciantes después de varios padecimientos vividos, como aquella tarde que la policía pretendió inmovilizarles los vehículos por no tener permisos para trabajar en ese espacio; aunque la zozobra los invadió pudieron sobreponerse a la adversidad gracias a la alianza hecha para evitar esa acción en contra del bienestar no solo de ellos, sino también hacia las personas dependientes de esos medios de empleo. Al llegar al sitio, saludan a las dueñas de los otros negocios; las mujeres le señalan el reloj para responder y de paso reprenderlos por la hora de arribar. Ernesto desenfunda el carro quitándole las bolsas negras que lo cubren, mientras Pablo se dedica a conseguir unas piedras para situarlas entre las ruedas evitando la huida del negocio en dirección a la calle donde los automóviles infligen la velocidad permitida por la ley.
Aunque las caminatas son extenuantes, no ha considerado desfallecer porque aún anhela sentir la nostalgia de tener en sus manos un sobre que lleve como destinatario el nombre de él. Busca suprimir el impulso de esperanza que lo aferra a éste mundo de nadie; pero no logra hacerlo, la condición del ser humano lo condena a vivir colmado de emociones. Casi está por llegar a la oficina de correos; comienza a sentir el sudor que cae de la parte superior de la cabeza y se desplaza por todo el rostro; las manos se mueven como si quisieran tomar vuelo. Tiene miedo de entrar a ese lugar en frente de él; más no regresará sin alguna respuesta. Primero sube el pie izquierdo dando paso al derecho; adelante está la mujer de siempre, ella lo contempla esperando la huida del viejo. Aquel camina hacia la ventanilla para empuñar la pregunta que no quiere responder la persona al otro lado del vidrio.
-Buenos tardes.
-Buenos tardes –responde la mujer.
-Hoy vengo solicitar un retiro.
-Claro señor, su documento por favor.
-Mire –pronuncia mientras filtra la tarjeta por la abertura de la ventanilla.
-Un momento –le dice al hombre al tiempo que digita los números del documento en el teclado del ordenador.
-No hay registro de algún envío para usted.
-Bueno, gracias por atenderme.
No lo sorprende la falta respuesta debido a los años que han trascurrido sin recibir alguna correspondencia; sin embargo trata de disimular la tristeza acumulada de cada visita a la oficina de correos. En estos días las horas pasan más lentamente como si jugasen con el equilibrio mental del viejo. Una lagrima se asoma sobre el ojo derecho pero no alcanza emerger porque el tiempo le ha enseñado a neutralizar las emociones: “ya estoy muy viejo para esto”. Jugo de mandarina y galletas fueron el desayuno de hoy, padre e hijo disfrutaron de aquellos alimentos junto a los demás comerciantes. Los minutos pasan pero aún no son los suficientes para terminar la jornada laboral; el infante se impacienta de la misma forma como lo hizo en la madrugada; mira a su familiar con rostro de súplica para provocar que aquel desista de trabajar el horario completo. Don Juan y Pablo tienen en común la nostalgia provocada por la inexistencia de una contestación a sus cuestionamientos. Nada más hay por hacer en ésta fecha, la tarde llega acompañada de los menesteres del cuerpo terrenal; el hambre le hace regurgitar las entrañas al anciano obligándolo a ir en búsqueda de un lugar donde poder saciar el apetito.
El padre ve el reloj confirmando el tiempo restante antes de cerrar el negocio; Pablo se percata también de la hora y se da por enterado los minutos faltantes para arribar al parque con la cometa que aún no tiene entre las manos. Ernesto bien sabe que es el momento de la comida del medio día; ojea las ventas de este día: “bastante bien, aún más de lo normal”, piensa. Se siente dichoso porque podrá cumplir con la promesa hecha a su hijo la noche anterior. Debe dividir el dinero de forma adecuado previendo que la compra del ave plástica no los dejará sin lo suficiente para poder comprar alimentos. La mesera le facilita el menú al viejo, quien mira entre líneas los precios de lo ofrecido en el único restaurante que encontró con espacio vacío. No se demora en pedirle a la empleada lo del día, está demasiado cansado para ponerle tanta atención a un almuerzo igual a muchos. Ernesto envía a Pablo a comprar una porción al restaurante de siempre, le recuerda que debe pedir otro vaso, como también más bebida.
La comida tarda en llegar más de lo normal; Don Juan ve a todos comer, degustar de los alimentos preparados por un desconocido confinado en la cocina del restaurante, de donde salen los platos como si se tratara de un estación de autobuses. Pasaron varios minutos y no había ninguna señal de comida en su mesa; “será que se la mesera se ha olvidado de mi pedido”, pensó. Pablo abre la puerta para ingresar al bullicio del lugar; estando adentro comienza a localizar algún empleado que lo atienda, parece imposible lograr algo tan sencillo con la permanente circulación de los encargados del restaurante, que si bien parece un gallinero con la diferencia de ser personas las enjauladas allí. Se acerca al pequeño un hombre de bigote espeso, quien le pregunta si necesita algo o está buscando a alguien; el infante sienta la cabeza para responder, continuo le explica que viene a comprar una porción habitual de comida. De suerte el sujeto trabaja en el lugar; “no tardo en traer lo tuyo”, le dice a Pablo después de anotar el pedido.
Ernesto se extraña por la tardanza de su hijo, “no es normal”, repite varias veces en el pensamiento. Se levanta de la silla para tratar de observar a lo lejos una figura semejante a la de Pablo; nada ni nadie lo tranquilizan. Trascurren un poco menos quince minutos cuando el hombre arriba con la comida, la trae encapsulada en un compartimiento de «icopor»; le entrega la caja al infante y éste estira la mano derecha para pagar el costo de la porción. El viejo mira escena como lo venía haciendo desde la entrada del muchacho al restaurante, más no puede hacer mientras espera el arribo de los alimentos; le sorprende el rápido servicio del empleado hacia el joven, percatándose que en verdad se olvidaron de él. Al notar esa situación endereza las rodillas para caminar lo más apresuradamente evitando la huida del mesero; pasa entre las mesas con la habilidad de un adolescente en plena búsqueda de una pareja en esas ensordecedoras fiestas. Incluso olvida el bastón que le es necesario para realizar la hazaña de caminar a su elevada edad.
El padre comienza a pensar en la posibilidad de cerrar el negocio para fijarse si su hijo aún se halla en el restaurante. Pero aquel está en una conversación que no le compete: “mire usted que llevo bastante tiempo esperando”, Don Juan le comenta al empleado; “Señor, en un momento se le llevará su comida; por favor tome asiento”, el mesero le responde. Mientras tanto Pablo espera el dinero que le sobra después de pagar la porción; él también se impacienta al suponer lo molesto que debe estar su padre por la tardanza. El viejo mira al muchacho con agravio al haber sido atendido con prioridad, y al no tener otra opción se regresa a la mesa con dificultad por la ausencia del bastón. Pablo lo ve con gracia, estando al punto de reírse por las maniobras que hace para no caer; simultáneamente aparece el empleado con las monedas de su propiedad. “Gracias”, le dice el joven mientras sale apurado en dirección al negocio familiar. En unos minutos está en presencia de la espalda de su padre, a quien estremece de un grito. “Por fin llegaste”, le dice el comerciante después de la sacudida.
No fue en vano el reclamo que hizo porque nota como le llevan la comida a la mesa donde se encuentra; la recibe con tanto gusto que toma lo cubiertos entre las palmas de las manos, mientras éstas posan sobre la superficie de madera del mueble. No alcanza a llegar el plato cuando él ya está devorando la primera porción de arroz. En poco tiempo los alimento se modifican en una masa homogénea residente en el estomago del padre e hijo; aunque no es mucho, disfrutan de cada bocado. El anciano ha saciado el hambre que traía consigo desde hace un par de horas; ahora se encuentra disfrutando del último sorbo de jugo que queda en el fondo del vaso. Al igual que él, ambos sujetos están complacidos sin pensar en el tiempo de espera. Paga el costo de la comida y toma su bastón para volver a la habitación; de repente recuerda al muchacho de hace unos minutos, se pregunta para dónde iba con tanta prisa; “tonterías”, piensa. Al salir del restaurante, se detiene para contemplar las sobras que se plasman en el suelo por el choque de la luz del sol con los sujetos; asimismo puede ver en el cielo las estructuras elevadas gracias a la habilidad del viento.
Los dos parientes casi terminan de consumir la porción de comida; Pablo presiona al otro individuo para que acabe velozmente con lo último en la caja de icopor. Sin esperar la orden de su padre, el infante comienza a desmantelar el negocio de la misma forma como es ensamblado; en esas, un “detente, espera que acabe de comer”, le hace detener la labor de desarme. No teniendo más que hacer emprenda la caminata hacia el parque donde pasaba los días ausentes de compromisos; han pasado bastantes años al punto de no recordar con lucidez el camino hacia allá, aún así no tiene la intención de volver. Entre tanto, la colaboración entre los sujetos hace más sencillo el trabajo de forrar el carro ambulante con las bolsas plásticas; estando Pablo a unos minutos de hacer la realidad el anhelo de compartir con las demás personas la dicha de ver en el aire a su cometa. Objeto de recelo para el viejo porque nunca pudo elevar una de esas aves plásticas; cuando era más joven pensaba en la posibilidad de ser odiado por la gravedad: por más que lo intentara las cometas no dejaban el suelo.
Después de varios minutos de caminata le es posible divisar el parque; de repente siente como las manos comienzan a moverse involuntariamente a causa de los recuerdos desenterrados por la visita. Más que las memorias de un tiempo ya lejano, son los nombres de las personas con transito efímero por su vida, aún así de trascendencia para esos años venideros; observa los alrededores en busca de una banca donde descansar; se dirige rápidamente a un costado del parque al ver un asiento vacío. En esas, Pablo y Ernesto se acercan al vendedor para conocer el precio de las cometas. Por lo visto al joven no le interesa ni la forma ni el dibujo sobre ella, si es costosa o económica; solo quiere tenerla en las manos para poder mostrársela al cielo. El intercambio de dinero concluye, el comerciante obtiene unas cuantas monedas y el pequeño admira el obsequio. Previsible como el devenir de Don Juan, el joven desenfunda la cuerda del lugar en donde ha esperado para algún día ser útil. La cometa lucha en el aire para no caer, pero es inevitable el descenso al suelo, allí se topa con la realidad del viejo.
@Cristian_Jz