En tiempos de indignación

En tiempos de indignación

Por: Juan Pablo Trujillo Urrea
abril 14, 2015
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En tiempos de indignación
Imagen Nota Ciudadana

En un tiempo en donde todos parecen indignados, la indignación ha entrado en desuso, no queda nada de ella, se ha disipado entre la maraña de información inútil, no tiene ningún significado lógico, se ha trasmutado en queja, en bulla, en ruido inservible. En tiempos donde pululan los “indignados” su acción parece inepta, estéril, se mantiene en los confines de las redes sociales y allí muere, como una furia que nunca tuvo asidero.

En tiempos donde todos parecen enojados, el enojo es tan inocente como el de un niño rebelde, no tiene sustancia, se limita al alardeo, al grito irracional, no genera exaltación. Pareciera más bien que lo que se quiere con esos gritos desentonados es llenar espacio, sin abarcarlo, casi al modo de un bulto en la mitad del desierto.

En un tiempo donde la exaltación es el lugar común, las acciones se guardan para la irregularidad, no hay espacio, ni tiempo, ni cabeza para que se ejecuten, son extraordinarias. Su ejecución está determinada por lo efímero del enojo, que no discrimina entre lo fútil y lo sustancial. La acción encarna la manera de un elemento sagrado, que se deposita en un cajón para mirar con nostalgia cada tanto.

En tiempos donde el fastidio es latente, no parece haber fastidiados, solo pequeñas voces que se repiten al son del sin sentido, de lo insensato, de lo inconsistente. No pareciera haber tampoco ni una seña de verdad en su cansancio, es tan insulso que se restringe al lamento, a “los dos minutos de odio”, dejando la verdadera irritación para el escándalo matutino.

En tiempos donde los Wuayú mueren de hambre, la rabia aparece en pequeñas dosis, a la manera de conversaciones virtuales, a veces, y otras tantas, de lamentos insignificantes. Los 14.000 que agonizan (entre ellos 5.000 niños) son un dato menor si se les compara con lo que por obra del absurdo es relevante. El hecho de que el río ranchería, fuente de vida de la región, haya sido privatizado para uso industrial, vendido al mejor postor, al que traerá progreso, se olvidará rápido como se olvidó la sequía del año pasado. La ira estará presente por una semana, tal vez un mes, saldrá en los radios, en revistas, en gritos desenfrenados de algún político, pero pronto será disipada por la ineludible tranquilidad del escándalo siguiente. En tiempos donde consumimos algarabía hay poco espacio para el silencio reflexivo que requiere la presencia de hechos aberrantes. Los 15 millones de dólares que despilfarran unos cuantos, no tienen importancia significativa, se valorarán como un suceso más que sabido, acusando a algo que no se conoce, a un ente abstracto, que no se sabe dónde está, y que por lo tanto no tiene responsables: la corrupción. Todos gritaran al unísono corrupto, corrupto, corrupto, llevados por su profunda indignación, sin que se tenga la menor idea de qué se habla, o sin que haya un enojo genuino.

En tiempos donde todos respiran ira, son muy pocos los que lo hacen. La rabia está tan desprovista de significado, que más que rabia, parece bostezo. En tiempos donde la indignación es lo cotidiano, la acción está lejana, no se localiza, se encuentra desterrada. En Colombia nadie merece ser llamado indignado, y yo por supuesto, muchísimo menos.

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