En atención a las nuevas costumbres que se veían en otros planteles educativos del país, como ocurrió en el Liceo del Rosario de Honda, Tolima, que desde los albores del año 1963 ya tenía su propio periódico, los acuciosos jóvenes de El Bagre no se quisieron quedar atrás e impulsaron dentro de las directivas la idea de tener un medio de prensa que se materializó con el nombre de “El Liceísta”, órgano oficial de la institución.
Vistas las cosas desde el presente, aquel fue sin duda un paso de gran trascendencia porque significaba estar en sintonía con un mundo que avanzaba a toda mecha, como se acostumbraba a decir en ese momento.
Según cuentan los sobrevivientes de esa época dorada, la financiación de aquel medio de prensa sería a través de los bolsillos de los trabajadores de la empresa minera.
La cosa funcionaba así: los estudiantes acudían cada diez días del mes, los 3, 13 y los 23, que era cuando pagaban en la compañía, para que de buena voluntad se unieran a este propósito y con esas ayudas monetarias asegurar las ediciones futuras, pero la idea no logró prosperar por mucho tiempo, para mal de toda la comunidad. Pero que lo hicieron, lo hicieron, he ahí la importancia de aquella primera hazaña periodística.
Para concretar esta idea, es decir, de llevarlo de la teoría a la práctica, había que contar con otro aliado, que para la época era lo último en la moda para imprimir y me refiero al famoso y ya olvidado mimeógrafo, utilizado como el medio más barato para producir muchas copias de un texto, sobre todo en instituciones como la que aquí reseñamos. Estas máquinas, inventadas al final del siglo XIX, eran totalmente manuales, aunque después fueron perfeccionadas cuando le adoptaron un motor eléctrico, tatarabuela de la fotocopiadora de hoy.
Aquí los textos eran preparados con la ayuda de una máquina de escribir apoyado con una matriz en papel llamada esténcil, que era impregnada con tinta por una de sus caras. El siguiente paso consistía en escribir sobre el esténcil, un par de hojas unidas con pegamento de las que una de ellas era de las normales y la otra muy fina y sobre esta se escribía con la máquina sin la cinta entintada, es decir, se escribía perforando la hoja con los tipos de cada letra, y justamente en esos agujeritos el mimeógrafo introducía una pequeñísima cantidad de tinta para que el papel blanco que se superponía en el aparato, recibiera la impresión de las letras.
Una vez completado el texto en la hoja, que era de tamaño oficio, cada esténcil se instalaba en la rueda del mimeógrafo y se lo hacía girar porque el mismo rodillo añadía la tinta e imprimía las copias. De acuerdo a la capacidad del aparato impresor, se podían sacar desde el orden de la decena hasta varios cientos de copias.
No sé si queda claro, pero es que hablamos de la edad de piedra de la impresión, si nos atenemos a las facilidades con las que podemos contar en estos primeros 22 años del siglo XXI.
Y mientras esto sucedía, Alfredo Romero, más conocido como Guachafa, un joven de esos cargados de ideas, muchas de las cuales en principio se ganaban una descalificación, pero esta vez parecía dar en el clavo porque se trataba del montaje de un baile sensual y lleno de erotismo para algunos, que con el transcurso del tiempo se llamó la “Danza del Oro”, convertido en menos de lo que canta un gallo en un verdadero símbolo de nuestra cultura, gracias a que recogía todos los pasos que hacían los mineros ancestrales para arañarle a la tierra el mineral amarillo, así como destacaba la importancia que tenía la mujer en esa actividad que desde siempre se consideró propia de los hombres, como era la azarosa tarea de la minería.
Entiendo que no fue fácil reclutar a los primeros que dieran el paso para pertenecer a este grupo, pero según lo narró uno que hizo parte del colectivo, Antonio Cerpa Quiroz, a la comparsa se sumaron, entre otros, Carlos Arturo Salgar, Gladys Grueso, Amadis Morales y Adela Ibargüen. No solo ellos, porque además atendieron el llamado otros jóvenes que ya no nos acompañan por motivos de fuerza mayor y que Dios los tenga en su Reino. Fueron ellos: Clodomiro y Jairo Ibargüen, Carlos Hernández, que respondía al apodo de Tela, Bruno Garrido, Ena Luz Jaraba, Gloria Margarita Galván, Estela Barreiro y Rafaela Salgar Navarro, que tuvieron como encargo difundir este baile por los contornos como eran los municipios de Zaragoza, Segovia y Caucasia, en donde participaban en los concursos anuales o de ocasión.
Sobre el tema futbolero, del que nos hemos ocupado en varias ocasiones, el mismo Cerpa Quiroz recuerda que el equipo del Colegio Integral John F. Kennedy lucía los colores del uniforme del Deportivo Cali, verde y blanco, debido a que la mayoría de sus integrantes eran seguidores de este equipo profesional del rentado colombiano.
Allí estaban José Luis Bello Ríos, Carlos Dávila, Julio Pereira (q.e.p.d), Néstor Mendoza y los hermanos Gustavo “Alipio” Bermúdez Cuero, Humberto y Raferson, el famoso Pitirry que hacía equipo con Wilfredo España, Edwin Stuart, Carlos Arturo Salgar, William Knigth, el popular “Macambito”, Emilio Oliva, Julio Eberto Corcho (q.e.p.d), Justo y Eliécer Benítez, José Gabriel Santis o Repollito, también fallecido.
Jugó, cómo no, el Teacher Alfonso Gómez Pérez, Fernando Wiesner (q.e.p.d), Fernando Machado (q.e.p.d), Celso Florentino Madera Cuello, Carmelo Acosta Aldana, Rolando, Oscar y Aquilino Prado, la tríada de los hermanos “Chinique” y César Acuña, dirigidos por Eberto Prado “Chinique”, quien decidió meterle la ficha completa a este onceno hasta convertirlo en la revelación de todo el Nordeste y Bajo Cauca del departamento.
Con “El Liceísta” en una mano, la “Danza del Oro” y el fútbol al ritmo de nuestra cultura, el “Colegio Integral John F. Kennedy El Bagre” comenzó una de las etapas más fructíferas que recuerdan con sentimiento y orgullo los miles de egresados de la institución que refrendarán su nombre y su grandeza en el próximo aniversario en el 2023. No se trata de coser y cantar.