Si sobre Colombia se escriben miles de columnas y notas que empiezan con “crónica de una muerte anunciada”, “del amor y otros demonios”, o alguna referencia al realismo mágico de Macondo, al escribir sobre Perú, lo que se repite es una pregunta: “¿En qué momento se jodió el Perú?”. Así empieza Conversación en la Catedral, novela de Vargas Llosa, que a mi se me hizo muy difícil de leer. Vargas Llosa alguna vez sugirió que era su novela más importante o, al menos, la que más le interesa. Es difícil pensar en Perú sin que se atraviese Vargas Llosa de alguna forma, para bien o para mal. Es uno de esos casos inusuales en dónde haber perdido una elección política, a lo mejor no solo salvó su carrera literaria, sino que terminó dándole más influencia que a cualquier presidente, por lo menos por mucho más tiempo. El libro que narra el paso de Vargas Llosa por la política electoral, Pez en el agua, es excepcional. A mi me lo regaló mi abuelo, Raúl.
Digo política electoral, porque en política siempre ha estado y nunca dejó de estar, a través de sus columnas, sus libros y las llamadas que recibe de todos los poderes latinoamericanos. Artista del establecimiento, bien vestido con el traje de “liberal”, que en estos tiempos no es más que el de un neoliberal progresista en temas de derechos sociales. Viendo el resultado de la elección reciente, cabe preguntarse si ese es un sesgo elitista, el de asociar al Perú con Vargas Llosa, porque es evidente que a millones de peruanos les tiene sin cuidado lo que diga Vargas Llosa. Les dijo que si votaban por Castillo se acababa el Perú y eso hicieron, millones, votar por Castillo con entusiasmo. Yo ya he dicho de un sesgo del que estoy seguro: me interesa Vargas Llosa no tanto por lo que dice, sino por cómo lo dice. El sesgo de encontrar un valor en la forma, más allá del disgusto por el fondo.
___________________________________________________________________________________________
Les dijo que si votaban por Castillo se acababa el Perú y eso hicieron, millones, votar por Castillo con entusiasmo
____________________________________________________________________________________________
Hace tiempo que no se hablaba tanto de política peruana en Colombia. Habrá sido por allá a finales de los noventas cuando un político de derecha, Pablo Victoria, admirador de Fujimori, dijo que Álvaro Uribe iba a ser el Fujimori colombiano. O que debería serlo. Si no estoy mal, esa idea de Victoria dio para una portada en la revista Semana de esos tiempos. En el baño de la casa de un amigo guardaban esa revista. Espero no inventarme ese recuerdo, pero el punto importante es otro: la política peruana no suele ser motivo de tantos análisis internacionales. Artículos en mju, entre otros, han analizado lo que ha pasado en el Perú.
En el caso en que el lector no haya revisado esos análisis, va acá mi interpretación: la primera vuelta de las elecciones peruanas, el 11 de abril de 2021, tuvo 18 candidatos. Una fragmentación sin precedentes y muestra de un inmenso problema de diseño de las reglas electorales: en principio, 24 partidos políticos habían presentado 24 candidaturas. No hay, por supuesto, 24 visiones distintas de la sociedad peruana, la mayoría de esos partidos son asociaciones de garaje de algún caudillito, organizadas para robar alguna cosa, cuadrar una clientela. No muy lejos, en todo caso, de los gloriosos partidos liberal y conservador de Colombia. En Perú, a diferencia de otros países latinoamericanos, casi cualquiera puede aspirar a la presidencia de la república y suponer que tiene opciones. Por lo menos desde que en 1990 un total desconocido, Alberto Fujimori, le ganó a uno de los peruanos más reconocidos en el mundo, Vargas Llosa, se acabó esa idea de que tocaba tener algún origen social, profesional o político para ser presidente del país. Alguna vez conversando con un profesor peruano, Alberto Vergara, me decía que en Colombia había una oligarquía, una élite muy poderosa en el siglo XX -con influencia en la intersección de la política, los negocios y los medios de comunicación- pero que esa estructura la había destruido el dictador Velasco en Perú. Vergara, sofisticado analista, ubicaba ahí la diferencia evidente entre el camino a la presidencia que se recorría en Perú y en Colombia. Ninguno es mejor que el otro, es solo una observación sociológica.
La fragmentación de la primera vuelta pasó por diversas fases. Durante un tiempo parecía dominar George Forsyth, un exfutbolista sin mayor experiencia política; en algún momento pareció surgir Hernando de Soto, un académico con una idea relevante -los derechos de propiedad como mecanismo para el desarrollo económico-; Verónika Mendoza empezó como la “dueña” de la izquierda, aunque sería obvio que una cosa es la izquierda de la clase media urbana y otras la izquierda con reivindicaciones rurales. Siempre, por ahí rondando el 10 % en las encuestas, Keiko Fujimori, que aspiraba por tercera vez a la presidencia que su papá ocupó durante 10 años, la mayoría de ellas no como presidente de una democracia sino como líder de una dictadura corrupta y violenta.
Keiko ha tenido una trayectoria política jugando al límite de las reglas de la democracia. Steve Levitsky, profesor de la Universidad de Harvard experto en América Latina que recientemente escribió el libro Cómo mueren las democracias, utilizó una frase que marcaría la campaña del 2011: “De Humala tenemos dudas, pero de Keiko tenemos pruebas”. Desde entonces, hace más de 10 años, Levitsky sugería que en el enfrentamiento entre una posible opción de izquierda antidemocrática que lideraba Humala y la decidida derecha antidemocrática que lideraba Keiko, no podía haber una equivalencia. Este año dijo, “De Castillo yo tengo aún más dudas y de Keiko tenemos aún más pruebas”. Hasta esta campaña Keiko había demostrado una y otra vez que su compromiso con la democracia iba hasta donde le convenía. Desde 2011, se dedicó a bloquear el trabajo del ejecutivo desde el Congreso, a defender legados de la dictadura, a perseguir ministros decentes. Al comienzo de la campaña, a Keiko la dieron por “muerta” por una razón elemental: el antifujimorismo es quizás el único eje real de la política peruana. Sin embargo, dando muestra de coraje y aguante, agitó a su base y, en medio de la fragmentación del centro, la derecha y la izquierda, pasó a segunda vuelta.
___________________________________________________________________________________________
Por otro de los 24 carriles, corría Pedro Castillo del que casi nadie sabía nada, y del que aún casi nada se sabe, inclusive ahora que va a ser presidente
___________________________________________________________________________________________
Por otro de los 24 carriles, corría Pedro Castillo del que casi nadie sabía nada, y del que aún casi nada se sabe, inclusive ahora que va a ser presidente. No se sabe porque él mismo tiene sus dudas: en los últimos doce meses ha pasado de ser del partido centrista -pero sobre todo clientelista- del expresidente Toledo, a chavista, a marxista-leninista, a antichavista, todo al vaivén de la entrevista de turno. Las campañas presidenciales, especialmente en contextos con partidos tan débiles, suelen revelar mucho sobre los candidatos, y si algo se reveló de Castillo, es entonces que el sabe muy poco. Se dice de izquierda, pero por largos momentos parece más bien un conservador radical, con posturas sociales que hacen parecer a Alejandro Ordóñez una feminista radical. En economía ha variado su énfasis y, para fortuna suya, ha delegado bastante en los equipos técnicos de Verónika Mendoza. Los analistas sugieren que lo más probable es que no termine el período. Su presidencia tendrá en contra al Congreso, a los medios de comunicación, a todas las élites y, quizás, a los militares. Tendrá un camino muy difícil.
Fujimori, Keiko, perdió rápido la máscara de demócrata que intentó ponerse para la campaña. Ha dado todas las vueltas posibles para denunciar un fraude que nadie vio. El partido de Castillo, en la visión de Keiko, es una máquina perfecta para funcionar y conspirar a gran escala. Una ficción, por supuesto. En su camino ha terminado por autodestruirse, su trampa ha quedado revelada. Siendo joven, y sin duda aguerrida, a lo mejor habría tenido mejor futuro si Vargas Llosa y los demás neoliberales y conservadores, encontraban en ella una líder para enfrentar a Castillo. Parece ya menos probable, aunque en Perú nunca se sabe.
Sorprende entonces los que describen el abismo que Castillo significa, como si hubiera alternativa: a Fujimori le sirvió la democracia mientras podía ganar. En política, en el escenario hipotético en el que el poder aún está en juego, todos los políticos son estadistas. Pero cuando el resultado se concreta, se conocen los demócratas en contraposición a los proyectos de mesías disfrazados de candidatos. Nos han dicho entonces que el Perú está en peligro porque ganó un enemigo de la democracia, Castillo, pero la paradoja es evidente: el único comportamiento autoritario ha sido de Fujimori. Nos dicen que es marxista-leninista, algo que ni Castillo sabe si es o no, pero suponiendo que así fuera, vale la pregunta: ¿qué hacemos con los marxistas-leninistas que ganan elecciones? ¿están vetados de participar? ¿o sólo de ganar?
Sorprende también los que dicen que el Perú se jodió cuando Castillo ganó, sin notar, para no ir muy lejos, que el Perú tuvo cuatro presidentes en los últimos cinco años, que tiene pésimos indicadores sociales y de salud de la pandemia, que el último presidente hizo trampa con la vacuna -una violación menor en apariencia, pero profundamente reveladora en la ética-. Sorprende que se diga que el Perú se jodió cuando ganó Castillo mientras quien lo dice no reconoce que millones de peruanos, muchos de ellos entre los más pobres, los más alejados de Lima, votaron con entusiasmo no tanto por un programa de gobierno, porque ese no existió, sino por un señor que se parecía a ellos y que, a la fecha, no se ha robado nada. Muchos, también, votaron por Castillo por temor a Fujimori, Keiko, tan ambigua en su relación con el legado político de su papá. Ya vemos que tenían buenas razones. Sorprende que algunos sigan pensando que, con cartas de expresidentes de derecha, representantes del más rancio pasado latinoamericano, se le hace algún favor a la democracia peruana, sin notar que es precisamente por esas cartas, y lo que representan, que Castillo les ganó.
Sorprende que digan que el Perú se jodió ahora, sin notar que esa pregunta, a manera de afirmación, ya la hizo Vargas Llosa en su novela, que es de 1969.
@afajardoa