Cuando estábamos pequeños, mi padre solía llevarnos de vacaciones a Cartagena a pasar fines de semana en la casa de su amigo de infancia, José María Bobadilla. Un ser humano extraordinario que nos hacía reír con las historias que nos contaba como si fuera un comediante de Sábados Felices . No había estudiado una profesión, no pertenecía a ninguna encopetada familia cartagenera; no había heredado ninguna fortuna de sus ancestros; no trabajaba como ejecutivo ni tenia un cargo atractivo en el sector privado; no era empresario ni manejaba ningún negocio exitoso; no conocía el mundo emergente del sueño marimbero; no le había robado un solo peso a nadie, pero se daba el lujo de vivir en una casa grande en Bocagrande que tenía un patio inmenso y una terraza con jardín muy parecida a las casas de ricos que vemos en las playas de Malibú en la Costa oeste de California. Él era un simple operario de la Planta de Soda de Cartagena y su buena esposa, Olga Paccini, tenia una escuelita en su propia casa. Ademas, tenía tres hermosas hijas que eran conocidas como las "bobadillas", que tenían fama de ser las divas de la cuadra y muy pretendidas por los niños ricos del sector.
Cartagena era una ciudad clasista y elitista, pero no era tan expuesta como lo es ahora. Bocagrande, el Laguito, Manga, Castillo Grande, el Centro y Pie de la Popa eran vivideros para todas las clases sociales. En sus buses pequeños y regordetes se montaba no sólo la servidumbre que trabajaba en esos barrios sino sus patrones que volvían de sus trabajos a las 6 de la tarde. Y, por supuesto, los turistas. Por sus playas deambulaba una variopinta multitud costeña; y los únicos extranjeros que se veían eran los cachacos, cuyo insólito pecado era bañarse en la orilla del mar con totuma, calcetín de pana y camisilla. Esa Cartagena histórica, que olía a sal marina; que todavía se daba el lujo de conservar los gritos de independencia en sus museos y reliquias; esa que por sus enormes castillos se escuchaba el ruido fresco de los cañonazos de conquista y resistencia; esa ciudad que tenía la virtud de que sus estatuas eran las únicas que hablaban para contarnos el pasado usando el verbo indicativo; y cuya arena en la playa inyectaba de vitamina a nuestros pies para sentir el amor de su Mar sin fin; esa Cartagena de caracucha y espumas cariñosas que traían con seducción las olas del mar; esa Cartagena de tambor, cocada y jugó de zapote en el Muelle de los Pegasos; esa misma Cartagena heroica, comenzó su tragedia con el holocausto del icono simbólico de Chambacú, convertido posteriormente en un espacio de cemento que fue testigo de cómo los negros que allí vivían fueron desalojados y obligados en pleno siglo 20 a vivir en Papayal, como si hubiesen cometido un delito contra la correcta "urbanidad" de Cartagena.
A partir de ese hecho, Cartagena cambió. Ahora huele a papel de regalo y dólares recién salidos de cajero automático; cloro de piscina y boutique; aire acondicionado de reunion en el Centro de Convenciones y tintineo de copas de Don Perignon. Para un turista es una bacanería disfrutar la ciudad en los mejores bares y subir fotos en instagram desde las casas multicolores del Centro, las cuales no pertenecen a ningún Bobadilla sino a grupos de inversión o multimillonarios que las visitan de vez en cuando para pasar sus guayabos. Casas hermosas y elegantes, por supuesto, pero sin vida de barrio. Intocables. Que no se dejan contemplar con tranquilidad porque unas cámaras de seguridad nos registran como si fuéramos peatones sospechosos.
"Ahora se ve más moderna y mucho más cosmopolita ", me decía una amiga cartagenera, pero agregaba muy compungida: "más impersonal y excluyente".
Pero si por Cartagena llueve en Barranquilla no escampa. Nadie niega que la ciudad ahora es más cosmopolita y moderna; más abierta al gran capital y al mercado; más bilingüe y de alto perfil. Eso esta bien, y lo celebramos. ¿Pero eso es suficiente para ser una ciudad feliz, incluyente y de gran capital humano? Cosas tan simples que podrán sonar cursi para oídos modernos, pero ya no se ven los palos de matarratón, verdaderas columnas de sombra que mataban la canícula. Hablar paja con amigos en las esquinas de la cuadra se volvió un negocio para el motociclista atracador. En muchos barrios la gente se encierra temprano para no sufrir ningún raponeo. Mejor dicho, hay una ciudad para mostrar, con sus grandes fortalezas, pero hay otra de la cual nadie quiere conversar, y que muy pronto dejará de ser de los barranquilleros y de los colombianos. Será una ciudad invisible para muchos, con una historia solo para historiadores y ajena para los milennials.
Cualquiera podría pensar que estamos a favor de un "micronacionalismo" que cierre las fronteras de nuestras ciudades y evite cualquier aporte de la modernización. O que estemos a favor de no permitir la entrada y estada de los extranjeros o nacionales no costeños. No. De ninguna manera. Barranquilla y Cartagena la hicieron grande los esclavos y los inmigrantes, los mulatos y visitantes. Son ciudades hospitalarias por naturaleza. Y deben continuar siendo territorios abiertos para todo el mundo. Pero la única forma de darle una verdadera hospitalidad al forastero y una mejor vida al residente es fortaleciendo nuestra esencia y no minándola.
Un caso para reflexionar. La ciudad de Amsterdam, en Holanda, le ha solicitado a los turistas que no la visiten tanto, no porque tengan ningún sentimiento nacionalista o una arista discrimatoria. No. Se han dado cuenta que la avalancha de turistas provocan un desmadre que puede desnaturalizar a la ciudad. Están preocupados los ciudadanos de Amsterdam porque se están creando más bares que parques, mas prostíbulos que bibliotecas y más centros de convenciones que canchas de fútbol. Los problemas no son los turistas, sino las necesidades que estan creando una desnaturalización de la ciudad.
Mi amiga Debby Nicpon, que le encanta el mundo latino, y cuyas vacaciones siempre han sido en países hispanos, se ha sentido estafada en sus dos últimas visitas (Cancún en Mexico y las playas de Jaco en Costa Rica), porque "todo se ha americanizado", según sus propias palabras. " Me sentí en California". Ahora tiene previsto visitar por primera vez a Cartagena y darse un paseo por Barranquilla y Cartagena. Estoy seguro que se sentirá más cómoda viendo bailar champeta en la Boquilla; comerse un sancocho de pescao en el corazón de Bazurto, saborear un raspao de tamarindo con leche condensada e ir a un partido del Junior en el Metropolitano.