Le robaron el río a Macondo.
Así, en primera página, rotula El Espectador, edición del sábado 16 de febrero de 2018, la pérdida de caudal del río Aracataca, “el segundo más importante para la Ciénaga Grande de Santa Marta”, cuyo cauce en leguas a la redonda, según la cronista Camila Taborda, apenas si es hoy un largo y polvoriento camino de herradura por el que, a caballo, como si se tratara de cazar el ciervo blanco, montean su agua los vecinos sedientos de Bocas de Aracataca y otros pueblos asentados en sus márgenes.
Según el alcalde de Pueblo Viejo, Magdalena, el río que siempre conocieron, el Aracataca, en el que nacieron y crecieron, entraban, salían y volvían a su pueblo, y hasta se ahogaban en sus aguas torrentosas algunos pobladores, un día oscureció y al siguiente no amaneció.
Se lo habían robado y convertido en un hilo de tierra y polvo por el que nunca jamás el agua volvió a correr.
Y como si el sortilegio de la fiebre del banano que en los tiempos del gitano Melquiades asoló a Macondo hubiese regresado muchos años después, esta vez en la aceitosa compañía de la recién aclimatada palma africana, el ventarrón del despojo arrasó para siempre aquel río legendario que merodeaba, como uno más de sus parientes, en la cotidianidad de la existencia de los habitantes de sus orillas, ciénagas y caños.
Según cuenta el alcalde y quienes conocieron aquel robusto y amaestrado río de la familia, palma africana, de donde nunca más lo dejaron salir ntodo empezó con llegada de los cultivadores de banano y de palma africana, cuya sed inapagable de agua los llevó a esconderlo entre los platanales y los bosques de palma africana, de donde nunca más lo dejaron salir ni asomar por un instante a la comarca de sus travesuras.
Se lo robaron hasta secarlo.
Se apoderaron de sus caudales fluviales, diáfanos y dulces. De su vegetación y su fauna; de sus peces y cocodrilos; de las piedras pulidas, blancas y enormes, que el fundador de Macondo, alucinado con su tamaño, confundió con huevos prehistóricos.
Y hasta del rumoroso y musical acento de aquella corriente milenaria que bajaba de lo más empinado y transparente de la Sierra Nevada de Santa Marta, se apoderaron.
Y como para que no quedara vestigio que memorara en los habitantes de aquellos pueblos su río ancestral, alguna razón creíble de su pertenencia, fumigaron el aire que llevaba el canto de los pájaros al otro lado de la sierra y purificaba el aliento de las fieras y amansaba con su voz suave y ondulante la canícula de marzo.
Se lo robaron.
Igual que por esas mismas vecindades, las multinacionales propietarias de la mina de carbón a cielo abierto más grande del mundo, El Cerrejón, sita en La Guajira, una zona de sed perpetua y semidesértica, “con tendencia muy alta a convertirse en desierto”, se robaron el río Ranchería.
Sí, “se robaron el río de La Guajira”, para romperle sus entrañas hasta lo más hondo y, sin misericordia ni piedad por los guajiros que se mueren de sed, “modificarlo”, que viene a ser lo mismo que “robárselo”, para extraer de su vientre las 500 y más millones de toneladas de carbón de primera calidad que en él guarda, de las cuales solo huecos, socavones, y su viejo río, seco y despojado, les quedará a su legítimo y perpetuo dueño: el pueblo guajiro.
¡Ah! Y una sed más grande que los huecos del carbón. Y un desierto que los arropará incontenible. Y un aire envenenado que acabará borrándolos de la faz de la tierra.
Y un Estado, un Gobierno, una Sociedad, sordos y ciegos al despojo, al robo de los bienes, rentas y recursos naturales de todos los colombianos.
Poeta
@CristoGarciaTap