En sus Ensayos, Montaigne habla que la vida es aprender a morir, y que la vida filosófica es la única manera de hacerlo. Es decir, reflexionar y meditar, en medio de la turbulencia, apegado a la poesía, y en plena conciencia de las emociones. Esto suena completamente imposible, pero sería más sencillo, si a su manera, yo dijera simplemente que es vivir apegado a los placeres que otorga la misma existencia. “La meta de nuestra carrera es la muerte, es el objetivo necesario al que nos dirigimos: si nos asusta, ¿cómo vamos a poder dar un paso adelante sin fiebre?”, dice.
Escribió esto a sus 39 años, cuando se planteaba ya la cúspide de su vida, no sin olvidar que “jóvenes y viejos abandonan la vida en la misma condición”, y que en la plena conciencia del término de la respiración, la premeditación de la muerte es premeditación de la libertad. “No soy melancólico por mí mismo, sino soñador. Nada he tenido más en la cabeza, desde siempre, que las imágenes de la muerte. Incluso en la época más licenciosa de mi vida, cuando la juventud me ofrecía la alegre primavera”.
Pero levanto la nariz del libro, y se me atraviesa entre líneas la película La tierra y la sombra ahora también en el catálogo de Netflix. Dejo un autor y me adentro en el otro, que habla también en pleno uso de la juventud de un hombre que va a morir entre ahogos y cenizas. De unos viejos que aún tienen por vivir, de una tierra arrasada, de un niño que aprende de la vida al mismo tiempo que ve morir a su padre y vivir entre quemas y tierra arrasada. Es la historia de Colombia.
El director de la película, otro joven de menos de treinta años, César Acevedo, quien explicó para el diario El País que este proyecto le costó casi una década: “La empecé a los veinte años. Mi madre acababa de morir y mi papá era como un fantasma y mi imposibilidad de generar recuerdos me condenó a olvidarlos. Quise hacer una película que me permitiese hacerle frente al olvido y volver a las personas que más amaba.”
El niño de esta familia colombiana, antes de la llegada del abuelo, se pasaba las horas después del colegio, en casa, solo, escuchando la respiración gangosa del padre. Es el viejo el que le enseña de cometas y cantos de pájaros, le hace un comedero para aves y aprende a silbar. La metáfora más contundente se expresa en una naturaleza presente y agobiante, una muralla verde y un escándalo de pájaros que es un estruendo de angustia y una señal de pobreza. A pesar de todos los intentos, los tres hombres de la casa se sientan a la vez a invocar a las aves que nunca vendrán. Están ahí, como la ciudad, como la esperanza del progreso, como la riqueza de la naturaleza, todo ahí, a la vista, al oído pero inalcanzable, ausente.
Se opone esta realidad a la invitación filosófica de una existencia intensa a la que llama Montaigne, aunque en el mismo ensayo dice: “He comprobado que las cosas nos parecen a menudo más grandes de lejos que de cerca (…) nada puede ser penoso si es solo una vez”.
En esta semana de firmas y esperanzas de paz, en estos días, después de días tan soñados, me digo, qué sigue, qué hay por hacer. Y en la mesa de noche, un libro, El silencio de los animales escrito por John Gray, me da una pista. Entre la desazón de la película, la invitación filosófica, una grieta: vivir o sobrevivir. Y si la paz fuera pasar de un estado a otro, de la supervivencia que es la guerra contra el otro, la desconfianza, el fin de un pacto, la lucha sin cuartel, el combate cuerpo a cuerpo, el otro, el de la vida, en palabras de Gray, cuando la batalla es contra uno mismo, y nada más. Y dice: “Los antiguos paganos no imaginaban que la humanidad había sido corrompida por la civilización. Sabían que lo que aflora cuando la civilización se desmorona es solo la barbarie, una enfermedad de la civilización. No hay dos tipos de seres humanos, el salvaje y el civilizado. Solo existe el animal humano, en guerra consigo mismo para siempre”.
Restituir el equilibrio sería una forma de paz, un equilibrio tal que acercara lo que está cerca, que hiciera bajar a las aves, que al final nos ayudara a vivir, más que a entender estas antiguas líneas: “Si has vivido un día, lo has vivido todo. Un día es igual a todos los días. No hay otra luz ni otra noche. El sol, la luna, las estrellas, esta disposición son los mismos que tus antepasados han gozado y que solazarán a tus descendientes: No lo vieron de otro modo nuestros padres, ni lo verán de otro modo nuestros descendientes”. Y este no es fin, es el comienzo.