Aquí todo se hace, o se deja de hacer, dizque en nombre del pueblo: la guerrilla secuestra, recluta menores, vuela torres de energía, quema tractomulas, en nombre del pueblo; los paramilitares organizan ejércitos, masacran, dictan sus propias leyes y juegan a ser Estado, en nombre del pueblo; las bacrim establecen fronteras invisibles en los barrios, extorsionan y vacunan, en nombre del pueblo; integrantes de la Fuerza Pública abusan de la fuerza, en nombre del pueblo; el narcotráfico permea la sociedad colombiana con su cultura mafiosa, en nombre del pueblo…
Los políticos practican el manzanillismo y el clientelismo, en nombre del pueblo; los candidatos se alían hasta con el diablo y prometen el oro y el moro a los votantes, en nombre del pueblo; los congresistas echan barriga, duermen y hablan por teléfono en las plenarias, en nombre del pueblo; los partidos políticos se reparten el país, en nombre del pueblo; la izquierda se fanatiza en nombre del pueblo; la derecha hace lo propio, en nombre del pueblo; alcaldes y gobernadores utilizan los canales locales y regionales para autobombo, en nombre del pueblo…
Encuestadores y analistas acomodan cifras, en nombre del pueblo; jueces de la República se alzan las togas, en nombre del pueblo; medios de comunicación eligen qué es y qué no es de interés general, en nombre del pueblo; programadoras de tevé explotan el filón del morbo, en nombre del pueblo; voceros de las minorías pretenden arrinconar a las mayorías, en nombre del pueblo; voceros de las mayorías intentan aplastar las minorías, en nombre del pueblo; expresidentes se sacan los trapitos al sol, en nombre del pueblo; altos cargos de la Nación se enfrentan como gallos de pelea, en nombre del pueblo; mercaderes del dolor se aprovechan de desplazados y desempleados, en nombre del pueblo…
En fin, no es sino envolver cualquier intención —desde la más noble hasta la más retorcida— en glaseado popular y ya está. El blindaje contra las críticas queda garantizado con la falacia de que quien exprese su desacuerdo, está caminando en contravía del pueblo o, lo que es peor, está atentando contra su mandato.
Mientras tanto, ¿dónde está el pueblo? Aparentemente viviendo su cuarto de hora, estamos en el siglo de las multitudes y salir a la calle para hacerse notar, de por sí, ya es crear un hecho político muy difícil de ignorar por parte de dirigentes y gobierno. Pero, realmente, sufriendo la misma manipulación de siempre, solo que con nuevos métodos. Más sutiles los de ahora. En otros momentos históricos —incluso en los actuales, en lugares en los que todavía se rinde culto al caudillismo—, a los caudillos los tenía sin cuidado el sentir de quienes los seguían; ellos dictaban sus directrices y la gente —el pueblo— marchaba sin chistar. Hoy es igual, aunque al revés: personas unidas por circunstancias comunes —casi siempre indignadas—, conscientes de sus derechos, resuelven manifestarse y se tropiezan en el camino con agitadores de oficio, al acecho. Estos, con tal de inflar la masa que necesitan, se aprovechan del escaso criterio que caracteriza a los grupos cuando se vuelven numerosos, los seducen con su solidaridad inicial y los empaquetan en un costal enorme en el que todos pierden su identidad y terminan sin saber para quién trabajan.
El verdadero poder que tendría que tener el pueblo se diluye en intereses particulares de quienes se apropian de las movilizaciones.
Es que nadie puede arrogarse la representación del pueblo. Ni el presidente Santos que ganó con los votos de 9 millones de los 30 millones de colombianos que arrojó el censo electoral de ese año; ni el alcalde Petro que ganó con los votos de 700.000 de los 5 millones de bogotanos habilitados para sufragar; ni el procurador Ordóñez que ganó su primera palomita, en 2008, con 81 (Petro incluido) de 85 votos de los senadores. Y digo lo que digo por mí que soy del pueblo —así como usted, aquella, aquel—, no represento a nadie, ni me siento representada por casi nadie. Para empezar, no voté por Santos, no voté por Petro, no voté por los electores de Ordóñez. No he autorizado ni a Roy Barreras, ni a Piedad Córdoba, ni a Timochenco, ni a Ingrid Betancur, ni a Jorge Enrique Robledo, ni a Óscar Iván, ni a Pachito, ni a fulanito, ni a peranito a que hablen y actúen en mi nombre; en nombre del pueblo.
La sola mención del vocablo “pueblo” debería de colorear los cachetes de tantos desvergonzados que lo usan de comodín. Me pregunto: quienes han acudido a la Plaza de Bolívar, ¿lo han hecho por aprobar la gestión del alcalde —mediocre, según la prensa capitalina— o por desaprobar los superpoderes del dedo arbitrario —soberbio y torpe— de Ordóñez?, ¿por miedo a señalamientos y represalias de los compañeros del distrito o por propia voluntad?, ¿por no desentonar con la corriente o por convicción? Ay, el pueblo. Siempre entre la espada y la pared.
COPETE DE CREMA: Entre Petro y el Procurador, me quedo con Pékerman. ¡Feliz Navidad para todos!