"En mi barrio el tinto se calienta a bala"

"En mi barrio el tinto se calienta a bala"

A punta de un humor Róbinson Posada, El Parcero del Popular Núm. 8, ha logrado que muchos jóvenes dejen las drogas y la violencia a través la creatividad

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enero 17, 2015

“Ya no nos importa nada...Si me entiende socio, esa es la vuelta. En estos días escuchando pura labia de doña Socorro y Estela. Entonces se la cantaba doña Estela mientras barría la acera”.

—¡Oíste Socorro!, ¿Vos no escuchaste lo de la balacera de anoche?
—Si mija... pero sabe qué, ya me trajeron el chisme.
—¿Y qué pasó?
—Mataron 13 pelaos ahí en el chequiadero.
— ¡Ah! No mija, menos mal no pasó nada grave.

Esa es una de las historias que cuenta Robinson Posada, mejor conocido como El Parcero del Popular No. 8, actor, humorista y vecino del par de señoras chismosas. Por su boca salen, como balas de una metralleta,  relatos como el de la señora que cansada de las vacunas que le cobraban cada mes dos encapuchados, decidió armarse y cuando volvieron a cobrarle, sin mediar palabra les disparó. Muy segura de sí misma, se acercó a ver quiénes eran los descarados y se dio cuenta que había matado a sus hijos. Esas son las historias de los barrios en las comunas de Medellín, donde la realidad supera la ficción pero no alcanza a asombrar a sus habitantes que ven la violencia como parte de su rutina.

Robinson nació en Manrique a finales de los años 70. Su papá, don Gildardo, había llegado procedente de Santa Rita de Ituango buscando un mejor futuro. Era vendedor ambulante y artista empírico, entonces cuando no iba de puerta en puerta, de barrio en barrio de la mano de su hijo vendiendo cualquier cosa, estaba leyendo, aprendiendo, asistiendo a algún taller o curso de teatro o preparando alguna obra o espectáculo  con los niños del barrio, incluido su hijo.

Desde muy pequeño Robinson aprendió a trovar, a echar cuentos, conoció los barrios y se enamoró del teatro. Su infancia transcurrió en la época de efervescencia de la violencia y el narcotráfico, pero fue esta combinación la que lo hizo armarse y para su defensa escogió el teatro, de ahí nació su principal personaje: El Parcero del Popular No. 8.

“En mi casa no hacía falta sino lo necesario, lo único que teníamos era hambre no más”, cuenta El Parcero, la voz del barrio, el único que se atreve a hablar lo que todos callan de Medellín: su violencia, sus jóvenes, su presente, las aventuras, el dolor, las tragedias, el amor y ‘la plomonía’ que es la enfermedad más común en el barrio donde, como dice El Parcero, se calienta el tinto a bala.

 

El Parcero es del 8, como El Chavo, y del 8 porque aunque en Medellín solo se cuentan el popular 1 y 2, el 8 es la invención de su humor. Allí se encuentran frente a frente y se reconocen los barrios populares con el resto de Medellín que también es de barrio pero no se siente popular. “Para mí es muy importante el mensaje, la función social del espectáculo. Que la gente vaya, se ría pero luego reflexione. Esos estratos 4,5 y 6 que no van al barrio, les gusta que les lleven el barrio, les gusta sentir el parche. Todos llevamos un parcero por dentro” explica Robinson.

Además de contar las tragedias con humor, Robinson hace uso del parlache, el lenguaje del barrio, que tiene su raíz en el lunfardo argentino, algo de francés y otro tanto de portugués y es adoptado por los barrios cuando llega a Medellín. “El barrio se siente señalado y crea su propio lenguaje para que la gente no entienda -cuenta Robinson- pero el resto de la sociedad adoptó muchas palabras, de hecho hace parte de temas musicales y empezó a crecer hasta hacer el roto en la Real Academia de la Lengua”.

Pero el parlache más allá de acercar las dos realidades que cohabitan Medellín, le ha ayudado a Robinson a acercarse a los jóvenes de los barrios y hacer esa función social que tanto le interesa.

Hace 15 años, Robinson, con su empresa Olor a barrio, creó un espacio de reflexión para los jóvenes que se acercan a  sus presentaciones. Todo a través de una propuesta educativa desde lo artístico. Hay danza, música, taller de escritura, de narración, y un taller de autoestima al que llama ‘cuento terapia’ donde los jóvenes pueden desahogarse.

Desde ese momento artístico es que yo me los tramo.

—Hey parcero, que chimba entrar a la vuelta —le dicen los jóvenes a Robinson.

—Listo, dejemos el fierro aquí parcero, entremos al salón de clase, que vamos a parcharnos, a ver que más sabe hacer usted —responde.

El personaje del Parcero del Popular No 8 tiene una validez entre los jóvenes que no tienen ni los sociólogos ni los antropólogos, ni muchos otros profesionales que se acercan a trabajar con este tipo de población. El parcero les dice entre otras cosas:

—Niño, qué más caravana.  Yo me perdí en el vicio y me perdí en las vueltas porque no tenía una cosa que se llama proyecto de vida, marica. Yo no sabía que era eso. Yo seguía las vueltas de los familiares, y ellos fueron traquetos, sicarios, entonces yo dije: ‘¡ah ese es el camino!’. Pero no, entendí que a mí me gustaban otras cosas, que tenía otros talentos. Porque disparar también es un talento, pero quién sabe que otro talento tengo.

“Y por ahí me le pego a los pelaos. Porque es muy fácil que lo enreden a uno en un combo si uno no quiere ser nada en la vida”. Robinson crea el espacio, pero son los jóvenes quienes toman sus propias decisiones, porque cuando se acaban las clases vuelven a la calle, a la realidad,  como le pasó a Juan David, un pelao del parche.

Siendo todavía un niño, Juan David y su familia se vieron obligados a dejar su barrio por amenazas y se trasladaron a Manrique. Allí conoció a Robinson y a don Gildardo y se unió a su grupo artístico, pues desde muy pequeño le ha gustado bailar, con ellos aprendió también de teatro y trova y empezó a hacer presentaciones en público con los demás niños. Pero rápidamente tuvo que abandonar el grupo.

Parcero 1 - "En mi barrio el tinto se calienta a bala"

“Él venía trabajando con nosotros en las obras, cuando sale, ya sabemos lo caliente del asunto, la situación de violencia, sabíamos las condiciones del sector y lo que estaba sucediendo”, recuerda Robinson. A Juan David ya le habían matado a su padre y a su hermano mayor, de 13 años y su mamá lo había echado de la casa. “Cuando me echó de la casa me fui para donde mis primos, y me recibieron fue con dos 8 (revolver calibre 38) a los 10 años, y yo lo único que pensaba era matar, matar al que mató a mi hermanito”.

Sus primos mayores y algunas tías lo indujeron al vicio para así evitar que opusiera resistencia y se convirtiera en un soldado más de la guerra que en un principio libraron dentro de su familia por plazas de vicio, después contra otras familias hasta que terminó en un grupo armado, y fue trasladado a otro barrio para enfrentarse a un reconocido grupo criminal donde él era el encargado de fabricar artefactos explosivos. Para ese tiempo, dos primos suyos, al mando de uno de los grupos, fueron asesinados y Juan David no soportó más.

“Comencé mi carrera apresuradamente porque yo me sentía adolorido”, dice Juan David con la voz entrecortada recordando esos momentos. Entonces cogió dos armas y tres bombas caseras, se montó en un bus y se fue decidido a encontrarse con otros amigos para vengar a sus primos y a su hermano, pues quienes los habían asesinado estaban celebrando su muerte.

Uno a uno recrea los detalles de aquella tarde. Más que los recuerdos de un joven de 15 años, parecen escenas de una película de acción. “Cuando cojo la tercera (bomba) y la voy a lanzar, yo solo sentí piiiii y cuando me vi, esa mano me colgaba. A mi me dispararon más pero no me mataron”. Todos sus acompañantes murieron. Él, tirado en el suelo, pasó por muerto. La policía lo recogió y lo llevó al hospital.

“Cuando me desperté me volví un loco, me intente suicidar”. Recuerda Juan David, ahora apodado El Mocho.  Le faltaba casi la mitad de su mano izquierda, su mamá no le hablaba y su novia de ese momento fue al hospital para decirle: “usted a mi así no me sirve, no me vuelva a buscar’. El Mocho se deprimió he intentó suicidarse varias veces. “Lo único que hacía era ‘hueler’, tirar pepas y llorar y llorar mi mano -recuerda el Mocho- y después de intentarme cortar otra vez apareció este man, por casualidades de la vida me lo encontré – dice refiriéndose a Robinson- yo lo primero que hice fue pedirle plata y él me dijo: ‘Parce, yo no le voy a dar plata, ni crea. Si usted quiere venga tal día y vamos es a hacer teatro marica, y ahí vemos en que le colaboro, vamos otra vez a hacerle a la vuelta’. A mí no me hubiera cambiado la vida si Robinson me hubiera dado 5 lucas (cinco mil pesos)”.

Pero si le cambió con el teatro, con apoyo, porque Robinson creyó en él, le dio una oportunidad. Aunque el proceso no fue fácil,  fueron dos o tres años que Robinson acompañó al Mocho mientras dejaba las drogas y salía de esa vida que llevaba.

Hoy El Mocho no tiene más que palabras de agradecimiento para Robinson pues su vida ha cambiado tanto que  los enemigos de antes le pasan por el lado y no lo reconocen. “Él es una de las mejores personas que conozco en la vida y es mi amigo. Personas así se las encuentra uno muy poco. Que te digan: Parce, creo en vos, hagamos, te llamo, te busco. Me dio lo que la vida nunca me había dado, porque siempre había sido por las malas.  A la hijueputa”.

Hay alumnos que se mantienen, otros que se van. Queda el teatro, el espacio de reflexión y las historias que Robinson le cuenta al Parcero del Popular No. 8 para que con humor las narre en el teatro a esa otra Medellín que a veces no comprende el origen de su violencia, de su problemática.  Y queda Robinson a quienes unos llaman genio y quien con su tiempo, su talento y su dinero, mantiene su función teatral y social. “Yo hago esto no para cambiar el mundo, sino para que el mundo a mí no me vuelva a cambiar. Porque yo soy del barrio y a mí me tocó pararme también con los fierros y la vuelta, creyendo que a través de un puto fierro me iba a parar frente al mundo, defendiendo lo mío, mi familia y enfrentando así al mundo y estaba era envolatado”.

 

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