Debo confesar que al ponerme la camisilla, los tenis livianos, la pantaloneta, las medias tobilleras y el número 2134 en el pecho me sentí cómodo, pues el atletismo ha sido mi deporte favorito desde cuando Víctor Mora, por la década de los 70, se ganó la maratón de San Silvestre en Brasil, en cuatro ocasiones. Para entonces también yo soñaba con verme un 31 de diciembre corriendo por las calles de Sao Paulo mientras, en medio de luces de bengalas y antorchas, llegaba el año nuevo. Y fue ese deseo de niño el que ahora me permite contar mi experiencia, con algunas observaciones personales sobre lo que fue mi participación en carrera “Montería Verde 10k”.
De joven había practicado atletismo, solo, sin técnica ni rumbo. Era la época en que mi cuerpo experimentaba lo más cercano al deseo de volar, pero ahora, a mis 60 años, estaba convertido en un atleta repentino. Mi único propósito era, al menos, llegar a la meta. Por eso en los días previos empecé por levantarme a las cuatro de la mañana para realizar sesiones de estiramientos, abdominales, un poco de fuerza —sin una dieta rigurosa, pero baja de azúcar (llevo seis años sin tomar gaseosas), nada de grasas e hidratación permanente—.
Así mismo, una semana antes de la carrera realicé el mismo recorrido previsto para la carrera. Me acompañó mi hijo Ramiro en su bicicleta. Empleé 28 minutos 38 segundos. En esta ocasión durante el recorrido no pensé en la San Silvestre ni en volar. Era la señal inequívoca de que la vida me pasaba cuenta de cobro. Con ese recorrido de reconocimiento tomé mucho más en serio la maratón programada para el 23 de septiembre. Debía bajar de peso, pesaba 70 kilos, quería estar en 68, pero probablemente perdía fuerza por la exigencia.
A una semana decidí por mi propia cuenta bajar los entrenamientos y someterme a mi propia dieta. Frutas, yogur, solamente la clara de huevos, pan integral y granola. Almuerzo normal, pues había leído que un cambio brusco en la rutina de alimentación podía acarrear problemas digestivos, diarrea. Consultando en internet me enteré de que debía mantener mi ritmo alimenticio, nada que me cambiara la digestión, horas antes debía volver a consumir carbohidratos para recuperar energía. Consultando las recomendaciones me llamó la atención la conveniencia de hacer o no el amor horas antes de la partida. Los conceptos estaban divididos entre deportólogos, entrenadores y académicos. Mi conclusión fue clara, cada quien lo hace o no según su propia determinación. Yo no lo hice. El amor debía esperar.
Entre el atletismo y la filosofía
La incertidumbre se apoderó de mí. La pregunta surgió: debía ser humilde y pasar desapercibido o aceptar el reto de ganar. Cualquier decisión me parecía exageradas. Entonces consulté a Marcos Velásquez, un psicoanalista, escritor, columnista y ensayista y docente en Unisinú. Le conté mi ansiedad, mis miedos, mis temores e incertidumbres. Lo que me dijo fue una revelación. “No pienses en ganar ni perder, piensa en lo conveniente que es para tu mente y tu cuerpo la maratón. ¡Gózatela! Además, me recordó cómo los filósofos griegos amaban el deporte.
“Llega a ser quien eres”, me dijo evocando las palabras de Píndaro, dirigidas a los atletas de Atenas. Me explicó que se trataba de dar lo mejor, lo máximo y más noble de mí mismo. “Los seres humanos merecemos oportunidades para ser feliz, y esta es la tuya. Sé feliz mientras corres”. Mucho había de cierto en todo eso. Entonces comprendía que las calles del centro de Montería, el domingo, me pertenecerían, eran mías.
Y llegó el domingo. La noche anterior dormí a pierna suelta. “Vamos Buendía, nos llegó la hora”, pensé al despertarme, evocando la frase con la que en Cien Años de Soledad el Capitán Roque Carnicero despierta al coronel Aureliano Buendía para llevarlo ante el pelotón de fusilamiento. Tomé agua en pequeños sorbos, una taza de café casi amargo. Eran las cuatro de la mañana, faltaban dos horas para la largada. Desayuné yogur, guineo, papaya y granola. No podía correr sin comer. Noté que el miedo había desaparecido. Las fuerzas que me habían abandonado la tarde anterior empezaban a llegar, pero no lo suficiente. Me despedí de la familia que, como todos los domingos, irían algunos al culto cristiano y otros a la misa católica. Y yo nunca voy a misa ni a culto. Soy ateo. Por eso no había pensado en Dios. Y ahora que escribo esta crónica me doy cuenta que no pensé ni me encomendé a él en toda la carrera.
Llegué al punto de partida a la hora señalada: 6:00 a.m. Creo que nunca en mi vida había llegado tan puntual. Tenía un equipamiento que no sabía dónde guardar. Mi primera sorpresa fue que no vi a nadie conocido entre quienes ya estaban en la plaza de los músicos (Calle 36 Cra Primera). Por primera vez me sentí un extraño en Montería. Desde una tarima un locutor invitaba a la sesión de calentamiento. El problema: ¿dónde guardar la sudadera, el celular, la cartera y el termo de agua? Fui al baño portátil y oriné. Mi estómago estaba bien. Al salir del baño habían empezado el calentamiento a ritmo de reguetón. Volví a mirar y nada que encontraba a quién entregarle mis accesorios. Había empezado a calentar por mi cuenta cuando miré hacia el río Sinú y noté que el planchonero me miraba, como presagiando mi angustia. Me le acerqué. “Amigo aquí puede dejar lo que quiera que nada se le pierde”. Le dejé el bolso.
Anunciaron la partida de la primera categoría. Calenté un poco, había tomado sorbos de agua y no sentía hambre ni sed. Dieron la partida a los primeros. Ahí iban los duros, africanos, antioqueños, bogotanos, y de la región Caribe. El siguiente llamado fue para nosotros. ¡5K! ¡Al sitio de partida! Me sentía sin fuerza. Tal vez eran los nervios, pero no podía desistir. Me coloqué adelante para tratar de ganar puesto. Me iba a gozar la carrera, pero no quería salir de último. Se escuchó que faltaban 10 segundos, 9… 8... 7… partimos.
En los primero 20 metros seguí adelante con otros. A las dos cuadras una cantidad de jóvenes se nos vinieron encima, podían ser más de 60. No me desesperé. A la llegada al puente de la calle 41 sentí que las fuerzas abandonaban. Entonces lo peor. No estaba seguro de que llegaría. Otro grupo de jóvenes, incluidas mujeres me pasaban a toda velocidad, como si la carrera fuera de cien metros planos. No me desesperé. Mantuve el paso. No tenía sed. Cuando llegué a la calle 41 con carrera cuarta pensé que solo llegaría a la Circunvalar, pero seguía avanzando. No debía parar, quería disfrutar la carrera pero sin fuerza sería imposible. Sin embargo, noté que mantenía el ritmo de carrera y que era más rápido de lo que yo mismo imaginaba. El cansancio que había sentido al arrancar no me había obligado a disminuir el paso. Avanzaba, avanzaba, escuchaba voces de aliento. Ni siquiera una burla de la gente. De pronto sucedió: levanté la mirada y vi que muchos jóvenes habían dejado de correr. ¡Estaban caminando! ¡Tomando agua! Otros habían abandonado. Al llegar a la Circunvalar me empecé a recuperar. En el primer puesto de hidratación me ofrecieron agua. La tomé, solo sorbí un poco, el resto me la eché sobre el pecho, despegué la camisilla que se adhirió al cuerpo.
La mañana era fresca y no hacía sol. Sentí alivio. Subí hasta la Circunvalar en mejores condiciones. Mantuve el ritmo. A los lejos vi el puente de la calle 29. Por un instante recordé que hacía una semana lo había subido, creo que al mismo ritmo. No sentí angustia. Si lo subía y llegaba a la 27 con circunvalar sabía que podía llegar a la meta. Me acercaba cada vez más. No miraba hacia el piso sino de frente. Cada vez el puente más cerca. Más cerca. Y llegué, muy pocos lo subían trotando. Otros no lo subían se iban por debajo. Hacían trampa. Un policía me hizo señas de que debía subirlo. Empecé a subirlo sin levantar la cabeza, mirando el piso. Avanzaba. Subía. Las fuerzas no me abandonaban. Sin notarlo me vi en la cima del puente. Había coronado.
Empecé a descender. Sentí alivio al bajar, casi con el mismo impulso, hasta la 27. Allí estaba otra zona de hidratación. Una bolsa de agua, un sorbo, dos sorbos, el resto para el cuerpo y la cara. Sudaba y estaba mojado. Buen síntoma. La temperatura del cuerpo era la ideal. En la esquina de la calle 27 con circunvalar vi un letrero: 2.500 metros. Era la mitad del recorrido. Entonces vi la 27 que se extendía hasta el río Sinú. Estaba seguro de no abandonar la carrera. No sabía en qué posición iba, pero tampoco me importaba. Dejé de preocuparme por la posición, por el tiempo, por quienes iban adelante o atrás, pero era consciente de que muchos se habían quedado rezagados. Comprendí que la carrera era un disfrute.
No podía apretar porque corría el riesgo de un desgaste innecesario. Lo importante era llegar. Avanzaba. Me sentía bien. Estaba recuperado pero en un límite exacto para llegar sin abusar. Pasé por un nuevo punto de hidratación y le hice señas al muchacho de que no quería agua. Al pasar por la gobernación de Córdoba escuché un grito de aliento. ¡Vamos profe¡! ¡Vamos que va bien! Me agradó aquella voz femenina y espontánea. Llegué a la Avenida Primera, no sabía qué tiempo había transcurrido desde la salida, pero estaba seguro de alcanzar la meta. Era lo importante. Llegué a la calle 32 con Primera. Empecé a escuchar el altavoz cada vez más cerca. Estaba seguro de la carrera que estaba haciendo. Mantuve el paso. Avanzaba. El camino ya no era largo. Llegué solo a la meta. Levanté lo brazos emocionado. ¡Lo había logrado!
Alguien me tomó una foto. Una estudiante me colocó una medalla que besé. No miré el reloj oficial. Se me olvidó. Más tarde podía rescatar el tiempo gracias a un chip que nos habían incorporado en la numeración. En la noche me enteré vía internet de mi registro:
- Posición en todas las categorías: 26 (tiempo: 00:28:26).
- Posición Categoría recreativa: 19 (Tiempo: 00:28:30).
Pocas veces en mi vida había llegado tan agotado y feliz a alguna parte. Por un instante supe que durante toda la vida había cargado con una vocación oculta que solo ahora, 60 años después, había felizmente descubierto sin esperar nada a cambio.