En los bolsillos de Fernando

En los bolsillos de Fernando

En 'Todas las cosas y ninguna', que dista de ser una biografía rigurosa o una semblanza interesada en los detalles, Pedro Adrián Zuluaga retrata a Molano Vargas

Por: Ángel Castaño Guzmán
diciembre 18, 2020
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En los bolsillos de Fernando

Al arribar al punto final de Todas las cosas y ninguna –ensayo biográfico del periodista Pedro Adrián Zuluaga sobre Fernando Molano Vargas–, pensé casi de inmediato en la tremenda idea de San Agustín sobre el grande poder del amor. En la homilía 96, al obispo de Hipona no le tiembla la pluma para escribir: “los hombres son como son sus amores, de ninguna otra cosa debe uno preocuparse en la vida sino de elegir lo que ha de amar”. El amante sale de sí, de la cárcel del yo, para asumir los rasgos de lo amado. En las poco más de 200 páginas del volumen aludido, quien lee asiste a un cortejo afectivo, al rastreo de las huellas de una ausencia. Lo anterior le encoje el corazón a los lectores de Molano Vargas: Un beso de Dick, Todas mis cosas en tus bolsillos y Vista desde una acera –su breve e intensa obra– no son nada distinto al elocuente, pero a la postre vano intento de llenar el hueco dejado por las prematuras nupcias de Diego (Hugo) con la muerte. Fernando tampoco está. Zuluaga traza un retrato de él, del vacío, con los materiales sobrevivientes al naufragio de la pobreza y el VIH: voces amigas, textos y fotografías (así ninguna se incluya en el libro). Al hacerlo –al perfilar al otro– delinea rasgos suyos: los días azules en Medellín, el riesgo y la dulzura del erotismo homosexual, la urgencia de inventar nombres para los impulsos de la carne y el alma. “(…) soy o me volví Fernando… para escribir esta elegía”, afirma Zuluaga.

Todas las cosas y ninguna dista mucho de ser una biografía rigurosa o una semblanza interesada en los detalles. La reportería no transpone las fronteras del círculo íntimo de Molano Vargas o de sus ángeles clandestinos: por ejemplo, de los hermanos del novelista, Zuluaga solo dialoga con uno. De Diego (Hugo) a lo largo del relato pocos datos se ofrecen. Pasa de largo por la eventual militancia de Molano Vargas en la estructura urbana de un grupo armado. A veces próximo al tono de la hagiografía, el libro pretende meta diferente: apuntalar la entrada de Molano Vargas al canon de las letras nacionales. Y, por supuesto, registrar y reivindicar la sensibilidad queer que hoy es la dominante en el debate cultural del país. Al respecto, un pasaje resulta esclarecedor: en las páginas 36 y 37 el periodista se refiere al proceso de escogencia de los ganadores de la segunda convocatoria del Concurso de Novela de la Cámara de Comercio de Medellín. Dos jurados –Héctor Abad F. y Carlos José Restrepo– se inclinan por Un beso de Dick mientras al tercero le horroriza su tema homosexual, según los diarios del autor de Angosta. El prolífico y casi olvidado Fernando Soto Aparicio era el inconforme. Zuluaga no desaprovecha la anécdota para desenvainar el puñal: “Fernando (…) hoy se lee muy poco en Colombia, mientras las lecturas del otro Fernando, el nuestro, no paran de crecer”. Las mutaciones sociales de los pueblos pueden ser estudiadas a la luz del consumo cultural. El florecimiento de la obra de Molano Vargas da cuenta, sin duda, de profundos cambios en las maneras como aquí concebimos el amor y al otro. Por fortuna, las comunidades LGBTIQ+ ya no cargan –al menos entre las clases medias urbanas– el estigma de la peste y la rareza.

En una charla radial sostenida por Molano Vargas con su maestro, el escritor y docente David Jiménez –transcrita en parte por Zuluaga–, el poeta inscribe su novelística no en la tradición gay sino en la más amplia del amor a secas. De los amores maltrechos por el mundo. Imposible, entonces, no enlazar las figuras de Leonardo y Felipe –Un beso de Dick–, de Fernando y Adrián –Vista desde una acera– con las prototípicas de Efraín y María. En los tres relatos, el amor es una planta frágil, milagrosa, enfermiza, incapaz de sobrevivir a las contingencias de la realidad. El contexto social y político de María –el convulso periodo del Olimpo radical, escenario de la disputa entre los conservadores y los gólgotas– no es menos violento al de los años ochenta y noventa del siglo XX, tiempo en el que se redactaron las historias de Molano Vargas. No obstante el deseo del autor, Un beso de Dick y Vista desde una acera han sido leídas en clave homosexual. Un caso –uno entre tantos– de disonancia entre las aspiraciones del escritor y las del público lector.

Para ahondar en el individuo, Zuluaga acude a la geografía de las emociones. Molano Vargas –sus libros y vida– le permite al periodista explorar las calles de Bogotá, encontrarse con los cuerpos eléctricos del Parque Nacional o con las sombras de alquiler de la Terraza Pasteur. La hostil capital –ahíta de smog, de sarcasmos– se transforma en escenario del deseo y la ternura. En otro capítulo, Zuluaga traza con brocha gorda la cronología del VIH en Colombia y Latinoamérica. En esas dos imágenes se resume y destila la escritura vital de Molano Vargas: el amor y la muerte anudados, inseparables. Ni la palabra salva, a lo sumo consuela. Todo comienza con el encuentro de Fernando y Diego (Hugo) frente a un enorme reloj: el breve diálogo, las manos hambrientas. Todo termina –en el libro de Zuluaga– con el imaginario cruce de miradas de Fernando y Pedro Adrián en una calle cualquiera del centro de Medellín. Somos sed y pérdidas.

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