Frente a la Casa de Nariño, Julio César Herrera intenta describir detalles de la que considera una jornada imborrable. A su lado pasa un soldado que camina erguido, un vendedor de energizantes y dos palomas que se picotean en la reja. El tañido de las campanas de la Catedral Primada se descompone en partículas sonoras que se dispersan con los vientos de agosto. Son las cinco de la tarde, en el sector donde se respira el ambiente de tranquilidad mientras avanza la posesión presidencial.
Han transcurrido dieciséis años desde el agitado 7 de agosto de 2002. Julio César Herrera, agente del DAS, observaba el noticiero del mediodía. Se encontraba de turno y atento a su radiocomunicador. “Estaba en casa de mi madre, quien cumplía años ese día, timbró el teléfono y salí corriendo para el DAS“, relata mientras nos desplazamos a la casa del barrio Santa Isabel donde se ubicaron las granadas de mortero.
El agente Herrera recuerda que después del mediodía se fue apagando el fervor de esa fecha patriótica. “Eso fue despuesito de las dos de la tarde cuando escuchamos el primer estruendo de 'una bomba' en el palacio presidencial, a esa hora se preparaba la posesión del doctor Álvaro Uribe Vélez. Las otras granadas llegaron solamente hasta el barrio El Cartucho, donde murieron 14 personas habitantes de ese sector. Nosotros primero fuimos a la casa desde donde se lanzaron las granadas, el barrio Santa Isabel, y luego al Cartucho para los levantamientos”.
La explosión de la primera granada de mortero, que se estrelló contra la Casa de Nariño, detonó un complejo y exacto mecanismo de regresión. “Eso fue muy duro y mientras nosotros íbamos a toda en el carro para el centro de Bogotá, la gente buscaba regresar a casa”. Como recuerda el agente del desaparecido organismo de inteligencia, tras el estruendo, los piñones que movieron los acontecimientos posteriores parecían rotar en sentido contrario a las manecillas del reloj: los invitados ilustres que iban tarde a la cita en la casa de gobierno tuvieron tiempo de retornar a sus casas, los autos pusieron reversa, se estacionaron de nuevo en los parqueaderos. Banderas que decoraban ventanas regresaron a los alcanforados baúles dobladas de afán en medio del revuelo. Los perros también huyeron de los parques y los andenes, y los errabundos, que en medio del espanto colectivo, no tuvieron tiempo de recoger sus harapos.
Temiendo que los bombazos de las zonas céntricas se extendieran por toda la ciudad se bajaron las rejas de los viejos almacenes, se recogieron ropas de los tendederos, y al norte y al sur se cerraron las pesadas puertas de los templos. Los ciudadanos que escuchaban música en la radio, casi de manera sincronizada, cambiaron a estaciones noticiosas donde se daban los primeros detalles del origen de la estruendosa trepidación.
“Parece que hubo un error de cálculo y las granadas no alcanzaron a llegar hasta el palacio afectando el barrio San Bernardo y la parte de El Cartucho, fue lo primero que me informaron [sic]”.
En el habitáculo de una de las patrullas, el agente Julio César Herrera intentaba aclarar las indicaciones del jefe de antiterrorismo del DAS, experimentado investigador organismo de inteligencia, por aquella época, al mando del coronel Germán Gustavo Jaramillo, un oficial de la Policía muy cercano al presidente saliente, Andrés Pastrana Arango. Las instrucciones claves eran documentar en video y fotografía todos los detalles de la investigación.
El radiocomunicador vibraba sobre la consola de la camioneta 4x4 que le había sido asignada por la jefatura del DAS. El código número privado era señal en cuanto algo grande estaba pasando. Herrera recuerda que las estaciones de radio emitían reportes del atentado terrorista con el que, aparentemente, un comando urbano insurgente “saludaba” la posesión del nuevo presidente.
Camino a la sede del DAS, en la zona de Paloquemao, Herrera repasaba los especiales cuidados que debían observarse para este tipo de diligencias. Las orientaciones sobre el estado de alerta que se debía mantener en un lugar donde se encuentran artefactos detonantes. Ya en la casa observó el aspecto familiar de la edificación situada al amparo de un árbol rugoso donde se habían instalado los técnicos antiexplosivos.
Herrera recuerda el valor del agente Jairo Parra Cuadrado, uno de los más veteranos integrantes del grupo “ antibombas”, y quien lucía en la pechera de su overol los emblemas de cursos en diferentes especialidades investigativas, realizados en academias del FBI, el Departamento de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (ATF), así como el Servicio Secreto de los Estados Unidos. Fue el encargado de adelantarse para indicar que “la grabación se autorizaba pero que, por ningún motivo se podían encender luces artificiales o flashes”.
Después de tomar las gráficas con “luz día”, Herrera realizó la grabación del procedimiento de desmontaje de cada una de las 76 granadas de 70 milímetros. A pesar de la atmósfera nubosa, hacía calor, según refiere. Les ordenaron apagar radios y teléfonos celulares. Las enormes granadas, ubicadas en hilera, eran idénticas a las que había observado durante los días de inducción en un álbum que guardaba con recelo un compañero suyo, el detective especializado en armas no convencionales.
Según le había explicado ese compañero, los inventores de esos explosivos artesanales habían sido los irlandeses de IRA, que hicieron una especie de“gemeleo” (copia) a partir de modelos de originales de material bélico regulado. Herrera observaba las características del material artesanal de guerra, al tiempo que hacía un reporte que documentaba mínimos detalles de los artefactos, el cual enviaría a su jefe por mensaje de texto desde su teléfono.
“Recuerdo que mis compañeros expertos en armas artesanales tomaban las medidas de los tubos de acero, así como los grados de inclinación de la improvisada plataforma de lanzamiento”. A su lado, los integrantes de la unidad antiexplosivos avanzaban en la desactivación de las granadas en medio de un silencio, atravesado por las miradas y gestos de absoluta concentración.
“Lo más difícil era el momento en que desenroscaban la tapa de la granada para sacar el anfo, una mezcla de explosivo que usaba la guerrilla, unos granos de color rosado” indica. “Yo intentaba mantener la mano firme para estabilizar el lente de la cámara y así registrar todo en la cinta del videocasete”. El procedimiento se repitió para las veinte granadas encontradas en la casa del barrio Santa Isabel. El anfo fue cuidadosamente acomodado en contenedores especiales para su posterior destrucción controlada.
“Ahí terminamos la tarea con la grabación. Lamentable ese día porque murieron personas muy pobres. Si no hubiéramos llegado a tiempo hubiera ocurrido una tragedia peor porque si unas pocas granadas dejaron semejantes daños imagínese con la totalidad de ese arsenal”. El saldo trágico del inolvidable 7 de agosto de 2002 derivó en la muerte 14 personas, mientras que otros 99 ciudadanos terminaron heridos y lesionados.
El trabajo de los detectives del DAS llevó a la incautación, en el inmueble ubicado en la calle 4 con carrera 26 del barrio Santa Isabel de Bogotá, de 500 kilos de explosivo anfo, 9 soportes para mortero, 76 granadas, 200 kilos de pólvora, 96 tubos de mortero, 60 metros de cordón detonante y 100 sistemas de activación.
La turba curioseando frente a la casa bomba, las siluetas de los agentes antiexplosivos en el contraluz de la seis de la tarde se fueron difuminando y encogiendo en el retrovisor de la camioneta Nissan que conducía Herrera. Así recuerda el agente del desaparecido organismo de inteligencia aquella jornada de agosto de 2002.
“Todo término ese día con un sabor agridulce, en primer lugar por la pérdida de las vidas de inocentes, pero la satisfacción de aportar un granito de arena que no permitió que los hechos fueran más graves. Al regresar a mi hogar, todos estaban esperándome para partir la torta de cumpleaños de mi mamá”.