El principal dolor que causó la partida de Fidel fue que en la medianoche del 31 de diciembre pasado, el Malecón parecía un cementerio. No estaban las tarimas que se postran al lado del mar con Jacob Forever o los Van Van poniendo a bailar a una ciudad a la que aún no se le olvida la fiesta. El barbudo había muerto y por orden de Telerebelde y Cubavisión había que respetar el luto al padre de la revolución, al hombre humilde y sencillo que a pesar de su grandeza ordenó que no se erigieran monumentos ni calles en su nombre. Sin embargo Cabalgando con Fidel, la canción que compuso Raúl Torres suena noche y día desde el pasado 28 de noviembre cuando fue estrenada, hasta el punto que se le queda a uno estampillada en el inconsciente.
El 31 de diciembre en la tarde la gente en La Habana Centro no estaba tan alegre como en otros años. Si bien estaba permitido hacer la rumba en cada casa, con su familia, estaba mal visto demostrar demasiada alegría. Los Comités de Defensa de la Revolución, que por lo general son un grupo de vagos asentados en cada esquina, están ahí pendientes de que el nombre del Comandante no sea mancillado.
Desde la cinco el olor a mierda y a rata podrida perenne que tiene el cruce entre Zanja y Belascoaín se confundía con el olor a cerdo que salía de cada casa. Se sentía que el habanero pobre y negro que vive en este sector de la ciudad está harto de 58 años de revolución. El jabón no aparece en las tiendas desde hace días. No hay desodorante ni champú. La libreta de racionamiento tan solo otorga cinco huevos, un potecito de aceite y una libra de carne de cerdo. La carne de res y los pescados, así el Caribe se imponga después del cerro del morro, son lujos impagables para un cubano promedio. Las abuelitas mueren encumbradas en los últimos pisos de los edificios arrinconadas por el olvido y una pensión de 10 dólares mensuales. Cuando las encuentran ya son solo un tapiz arrugado y maoliente. Lo único que se podría celebrar, lo dicen en voz baja, es que el tirano murió.
La revolución les dio educación y salud de calidad. Los llenó de valores innegables como la solidaridad y la honestidad: en La Habana, a diferencia de las otras capitales latinoamericanas, es imposible que te atraquen. A lo sumo los taxistas te arrancarán cinco dólares por un trayecto que valdría uno pero no importa, nada como andar en el vedado en un Chevrolet 57 viendo las mansiones decadentes del Vedado. Pero el turismo exacerbado, los apagones que amenazan con volver, los sueldos de hambre, las ratas y la suciedad, están poniendo en peligro todos estos valores y ha hecho que el legado de Fidel, acaso con Bolívar, el hombre más importante que ha dado el Continente, se deteriore.
Hay cosas que nunca le perdonarán a Castro. Cuando daba sus maratónicos discursos de ocho horas ante dos millones de personas que llenaban la Plaza de la Revolución, Fidel caía en la tentación de querer saber de todo. Por eso ordenó destruir, a finales de los ochenta, unos arrecifes que bordeaban el mar de La Habana. El resultado es un chiste maravilloso: se encuentran dos tiburones en el Atlántico. Uno le dice al otro: Óyeme pasé unas vacaciones espectaculares, fui a Sidney y me comí cuatro australianos sabrosos. El otro le contesta: A mí no me fue tan bien, cuando llegué a La Habana gritaban felices desde el Malecón ¡Alístense porque llegó el pescado! La ganadería y la agricultura desaparecieron desde que decidió exportar el modelo soviético de aglutinar a los campesinos en edificios construidos en pleno campo. Koljós a la cubana.
El arribo de Chávez al poder a finales de 1998 y el carisma inagotable de Fidel
salvaron a la revolución
pero condenaron al pueblo cubano
Los habaneros no son inocentes, saben que la miseria que viven a diario no es culpa solo del bloqueo sino también de los Castro. Y pensar que hubo una época en la que estaban peor. Fue en 1994, tres años después de que desapareciera la Unión Soviética y Cuba se quedara sin su principal aliado económico. Empezó el Periodo Especial en donde hubo gente que murió de hambre. Los Habaneros saltaban al mar en cualquier cosa que flotara. Todos saben cuántos llegaron a las costas de La Florida pero nadie sabe cuántos partieron. Las historias de tiburones comiéndose balseros son incontables. Las historias de balseros matándose entre sí en la travesía son espeluznantes. Con la ironía del caso Fidel decretó abrir las fronteras (¿?) y contemplar la Opción Cero que era cerrar las ciudades por la falta de combustible y regresar al campo a vivir en plena edad media. El arribo de Chávez al poder a finales de 1998 y el carisma inagotable de Fidel salvaron a la revolución pero condenaron al pueblo cubano.
A las dos de la mañana de ese primero de enero del 2017 casi no había nadie en las calles de La Habana Centro. Tan solo se movían los recolectores de latas vacías que ganan 60 dólares al mes, el doble de lo que le pagan a un médico. Un borracho cantaba una canción de Juan Gabriel mientras una pareja de novios se despedía en la entrada del barrio chino entre besos desaforados. Al otro día había que madrugar para participar en el desfile por los 58 años de la revolución.
Dos millones de habaneros, deprimidos, acalorados, hambrientos, desfilaron ante el monumento de Martí y el eterno Raúl Castro. Levantaban la mano para saludar sin ganas. Tenían un grito adentro que debían reprimir. El grito se les quedaría para siempre adentro.
Nadie lloraba a Fidel. En La Habana nadie llora a Fidel.