En época de balances: perder sí es ganar

En época de balances: perder sí es ganar

"Perder en democracia no es salir derrotado, es ganar en la legalidad y hacer honor a la justicia"

Por: ALFONSO SUÁREZ ARIAS
enero 12, 2018
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En época de balances: perder sí es ganar

“Solo existen dos días del año en que no se puede hacer nada. Uno se llama ayer y otro mañana”.

Una vez superada esa época de los consabidos recuentos, autoevaluaciones, promesas y enunciación de intenciones, apuntando a que el nuevo año será para redimir las tensiones y desatinos, resultantes de un 2017 rebosado de: emboscadas jurídicas, efectos inesperados y otras ilaciones metódicas y discutidas, en relación con las normas democráticas de acatamiento a la “separación de poderes”, principios rectores del Estado democrático y la imposición ciudadana de hacerlos respetar.

La perversa intencionalidad de imponerse vulnerando la independencia del legislativo y de la justicia —por el órgano administrativo— obedece exclusivamente a la “politización” que de estas ramas impuso el Gobierno desde la desigual elección de los magistrados, al punto que ellos lo satisfacen en sus decisiones, arrogándose de atributos políticos ungidos en mermelada y la condicionalidad de haber sido funcionarios o contratistas del mismo presidente, en especial, la mayoría de la actual magistratura constitucional.

Esta preclara intencionalidad fue urdida para producir cambios en el derecho, la sociedad y la política, desde la óptica solo favorable al interés de esa minoría gobernante, y de los que anhelan arrebatar el poder, para subyugar al pueblo en su fantasioso y perverso proyecto comunista o socialista, indistintamente, sin más orientación que el del beneficio enriquecimiento personal y del lavadero de sus fechorías.

Lo que se ha tildado como derrota del gobierno en el Senado no es otra distinta de la legitimación de la voluntad de la mayoría en pleno ejercicio legislativo —con la negación de las 16 curules para “congresistas víctimas”— ahora pretendida a ser desconocida,  “apelando al poder judicial” para que políticamente voltee una decisión de exclusiva competencia parlamentaria. Es quizá uno de los más radicales y descomedidos ataques a la democracia misma —desde la condición demócrata—, respaldando la implantación de leguleyadas como nuevos estándares, incidentes en la complejidad del Estado de derecho y de respeto al poder soberano.

Previa a la votación, aparecía establecido en las pantallas electrónicas que registran los votos de los senadores, la condicionalidad necesaria de 52 votos para superar tal aprobación, nadie objetó, se verificó con rigor el rito establecido y se dio el hecho. El proyecto es archivado porque no se plasmó lo exigido, para declarar que había mayoría. No es el poder judicial quien tiene esa competencia de cuestionar y ordenar atropellar al poder legislativo, azuzado por el administrador elegido temporalmente por el pueblo.

Con esta situación, el país entero queda ad portas de una peligrosa intervención del Ejecutivo, que traslucirá en afectación del ordenamiento institucional y jurídico, con detrimento generalizado y pérdida de credibilidad en el sistema, por un modelo impuesto como “proceso de paz”; edificado en impunidad, connivencia con el crimen, cinismo, mentiras y el más alto grado de corrupción.

La política ha sido quizá de las más damnificadas en este proceso de reestructuración conceptual de la acción democrática y gobernabilidad. Hoy, el ejercicio electoral contiene el máximo desprestigio, como condición básica para que el ciudadano pueda desarrollar su proyecto de vida, y participación pluralista. Tendrán los próximos candidatos a parlamentarios que sobreponerse a esa cultura impuesta de atacar las medidas desfavorables producidas por la mayoría, solo porque se está con el poder temporal y no corresponden a la retribución de beneficios, concebidos a título personal.

Perder en democracia no es salir derrotado, es ganar en la legalidad y hacer honor a la justicia. Ir en contra con acciones de hecho es revelar claramente el retorcido propósito de codiciar cambiar el régimen democrático por el fracasado modelo —solo venerado por unos cuantos desnaturalizados, ahora mimados por el perdón, tolerados y reconciliados— para que se dé el proceso de su reinserción social y política.

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