En la Grecia antigua el exceso de confianza en uno mismo por falta de control de sus impulsos internos era el comportamiento más castigado por los dioses. Era tan mal vista por las deidades esa ambición enfermiza de querer ser más de lo humanamente posible y de lo que el destino le asignaba que antes de destruirlo primero lo volvían loco como castigo.
Heródoto, el historiador turco, lo expresa en una hermosa metáfora: "La divinidad fulmina con sus rayos a los seres que sobresalen demasiado, sin permitir que se jacten de su condición; en cambio, los pequeños no despiertan sus iras. Siempre lanza sus dardos desde el cielo contra los mayores edificios y los árboles más altos, pues la divinidad tiende a abatir todo lo que descuella en demasía".
En los años 70 de nuestra época, el medico neurólogo David Owen investiga esa desmesura afectiva de transgredir los límites impuestos, ya no desde los míticos dioses de la antigüedad sino desde las leyes y las normas públicas de la ciencia. En su libro En el poder y en la enfermedad nos habla desde el punto de vista psicológico cómo afecta esta enfermedad a los gobernantes del mundo, y sobre todo, a su pueblo en la toma de sus decisiones.
Owen nos alerta del peligro. Existe actualmente una dificultad democrática para destituir a los dirigentes que caracterizados por esta patología, se atornillan en el poder embriagados de poder. Nos dice que en las dictaduras es característica esa enfermedad psíquica en sus gobernantes, pero que también se presenta en la democracia débiles donde el pueblo es inculto y pobre de espíritu. Y nos da más pistas: entre otras, nos dice que la herramienta más eficaz que utilizan estos gobernantes en democracia es el miedo y el terror como mecanismo de sostén...
Pero los romanos aprendieron la lección de los griegos antiguos. Se dice que los emperadores romanos tenían a un lacayo permanentemente al lado recordándolas que eran simplemente hombres. En cambio nosotros, ¿por qué no aprendemos?, ¿por qué no le decimos al embriagado de poder que se tranquilice y deje de gobernarnos con sus políticas enfermizas en su antojo de poder?, ¿por qué en vez de hacérselo ver en las urnas, seguimos adorándolos?
Por ejemplo, y para hablar claro, en América Latina hay tres personajes que sufren esta enfermedad horrible: Ortega, Maduro y Uribe. Los primeros son dictadores casi confesos y su pueblo se muestra insatisfecho por sus actos abusivos. En cambio, en Colombia sucede algo especial: a través de su pupilo, Uribe gobierna un país que dice ser democrático pero su pueblo lo sigue con el alma, con el alma de un esclavo.
De todas formas ya los dioses los han castigado: los tres están más locos que una cabra. Algo es algo.