En el corazón del mundo, la sierra nevada

En el corazón del mundo, la sierra nevada

"Habitar entre montañas. Ese paraíso indescriptible, radiante, apacible, adornado del azul del cielo más claro e intenso"

Por: Lixy Daniela Méndez Velásquez
febrero 27, 2018
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En el corazón del mundo, la sierra nevada

Colombia, un país lleno de mundos que desconocemos, de mundos que jamás nuestra mente ha podido pensar —o bueno, que ni siquiera lo cree—. Realidades que no nos las enseñan, que ocultan y exterminan.

Vivimos en un país que busca ser encontrado, una tierra que busca ser conquistada por quienes son parte de ella,  por quienes retumban entre montañas, por quienes descienden de lo alto de la cordillera. Un país de miseria que habita entre las más sublimes riquezas, lugares recónditos invisibilizados ante el centro, ante lo cosmopolita, ante el sistema, ante las lógicas de producción, ante los civiles, ante un pueblo desigual y dividido que exclama ser Colombia.

No solo deberían hablarnos de la miseria, el hambre, la guerra, el olvido, la sangre, la violencia, el despotismo, la injusticia, el silencio, el estigma, el miedo, el dolor, el odio, la intolerancia y demás sustantivos que resuenan en nuestra historia, esa historia de la que venimos y somos parte, esa historia que renegamos y que continuamos construyendo. Un país “de mierda”, como se grita, que oferta sus tierras y su agua por espejos, que pone en venta la dignidad de los pueblos, que negocia la identidad, que sufre de amnesia de la más crónica —olvidando sus raíces, sus ancestros, su aborigen, su sentido, su rumbo, su credo, su nombre, su gente—.

Deberíamos desaprender lo que creemos saber, descubrir el suelo que pisamos, escuchar la voz de la tierra que quiere recordarnos el sujeto y verbo que somos, retornar a nuestros ancestros para encontrar nuestro sentido, reencontrarnos para definir nuestra existencia, viajar a nuestras raíces para transcribir nuestro propio concepto, nuestra propia versión, nuestra propia impronta de lo que somos, no lo que nos hacen ser, ni lo que terceros nos han dicho y han decidido que seamos. No, esas mentiras y falacias de las que estamos hechos sobre escenarios superficiales no, eso no.  Es palpar nuestro origen, es sentir nuestro territorio, es construir camino, es definir lo nuestro, es reconocer a quiénes y a qué pertenecemos. Es el sentido.

Habitar entre montañas. Ese paraíso indescriptible, radiante, apacible, adornado del azul del cielo más claro e intenso que mis ojos hayan visto. Las aves me llevaban allí, a mi lugar, a mi credo, a mi forma, a mi espejo. Un sol (ɟwí) lleno de ímpetu que regocijaba mi espíritu, millones y millones de wirakoku (estrellas) que hablaban de mis ancestros, y la diosa Tima (luna) siempre tan majestuosa y sublime alumbrando mis pisadas y pregonando la claridad del ser. Reconocer nuestros dioses era sentir que todo el tiempo nos hablaban, que nos otorgaban memoria, que nos concedían la magia de la armonía, del equilibrio, del autoconocimiento, de la otredad. La cordillera, el agua, las piedras, el suelo, la caja, los cerros, las kankuruwas, la pacha, la tierra, el territorio, la lluvia, la luna, lo profundo del firmamento, las plantas, el aire, el cielo, las montañas, el anuwe nos acogieron como sus hijos, nos renovaron el espíritu.

Quedar impregnada y enamorada del aroma de la naturaleza, del olor de las miradas saturadas de pureza de cada niño, de la melodía de cada palabra de nuestros mayores, de la magia saliente en la sonrisa de cada indígena, de la sabiduría expresada en cada punzada que dan las manos de las mujeres al tejer las tutu (mochilas) —manos que tejen vida y creación—. Mujeres labradoras de camino y comunidad, del sonido de pies descalzos que sienten y conocen su territorio, pies trabajosos y cansados sin suela que calzar. Abrazos que me hablan de esperanza; guandul, guineo, malanga, caña y el compás del Chicote me sumergían en la Sierra. Cartas, abrazos, besos, risas, regalos, tejidos, secretos, juegos, palabras, actos, siembra, tierra me enseñaban la Pasión, me enseñaron el amor. Largas y muy duras caminadas- de esas que saben dejar cayo en los pies me ilustraban la fuerza, valentía, el amor, la entereza, la lucha, el territorio y el pueblo.

Mantas, mochilas y poporos que pregonan resistencia, lágrimas de un pueblo que pide ser digno, ser escuchado y reconocido, lágrimas de un pueblo que lucha y defiende su territorio, que enferma cuando enferma la pachamama, realidades de un pueblo abandonado, desamparado, escondido, expropiado, detenido, con miedo, callado, sufrido. Un pueblo descalzo, con hambre, niños desnutridos, sin libros, sin balones, sin muñecas, muchos sin acceso a educación, sin juegos, sin tecnología, sin lujos, sin luz, sin estado.

Aun así, un pueblo maravilloso, que vive, que sabe su sentido, que piensa, que trasciende, que ama, que siembra libertad, que habita, actúa, siente, piensa en comunidad, que es uno con la madre tierra, que enseña, que escucha, que construye y camina. Pueblo que habita en lejanías.

No son animales, no son “los menores”, no son corrales, mucho menos son salvajes. Jewrwa- tierra de aguas lugar de nuestros hermanos mayores. Las bestias somos nosotros, conjunto de civiles dominados por la rivalidad, el egoísmo, la competencia, lo material, la ignorancia, lo insignificante, lo absurdo. Las bestias somos nosotros que no hemos aprendido a vivir, que no hemos podido convivir, las bestias somos nosotros que ni sabemos que es lo que somos, porque finalmente somos producto de un recopilado de “manoseos” externos de los cuales somos y seguiremos siendo presos.

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