En un país acostumbrado a la servidumbre y la miseria, como consecuencia de la escasez de lo más indispensable para la vida, suele existir cierta reverencia y fascinación para con el dinero; el dinero en estos países da estatus y altivez a quien lo porta, consigue granjearle la honra y la aceptación de los círculos del poder. En un país (o los muchos que existen en la vasta constelación de la miseria) donde el dinero tiene un poder tal, todo puede comprarse: desde la vida, hasta la muerte; los derechos y las libertades, los funcionarios y el Estado.
En esos países, el poder económico y las alianzas que este facilita, da a la tiranos, siguiendo a Sófocles, entre otras muchas ventajas, la de “poder hacer o decir lo que se le venga en gana”. No es baladí el esfuerzo del gobierno de turno en diseminar sus alfiles en las instituciones de las distintas ramas del poder público; alfiles que al chasquear de dedos del señor de atrás, del culpable nombrado como una fuerza misteriosa que impulsa los más bajos crímenes y las conspiraciones más sanguinarias, pero jamás expuesto a la luz pública y al escarnio público, saltarán al teatro de la política nacional a clamar por la disolución de las cortes y la muerte de la democracia, anulando toda tentativa de alejarlos del poder y sus privilegios.
Pero no importa lo que digan los medios de comunicación a los que dan de comer con la mano, porque los hechos, estudiados detenidamente bajo la óptica de una razón concienzuda, hablaran por sí mismos; escaparan los hechos en su verdadera dimensión de las distorsiones (como diría Primo Levi) para contarnos el relato de muerte que llevan años murmurando en los folios de las centrales de inteligencia, en los archivos judiciales. Serán las pruebas y su capacidad para exponer los pormenores, los implicados y las consecuencias de los hechos los que hablarán, no aquellos a los que les lanzan el hueso para que lo roan y después ataquen a los enemigos de su verdad, de su plataforma política criminal, a todos los que disientan de su discursos guerreristas, con su apologética deslustrada de la sangre y el martirio.
Será la justicia, que es ciega para ser imparcial, pero que posee la espada para castigar y la astucia para indagar, la que se encargará de sentenciar. No se trata de la revancha, porque como diría Platón en La República: de la justicia no pueden nacer acciones injustas; y la venganza, que solo trae muerte y desolación, es una acción injusta en sí misma; prolonga la descomposición de las relaciones sociales y la desconfianza en las instituciones públicas al legitimar la resolución de conflictos mediante la acción por mano propia. Ha sido el modus operandi de los actores sociales para resolver sus problemas y conflictos. Es momento de pasar del discurso de la democracia, que no ha hecho más que permitir a tiranillos asentarse en el poder, para pasar a la consolidación de la democracia; servirse de las instituciones democráticas y de los marcos normativos para tramitar los conflictos sociales y ponerse de acuerdo sobre los temas de interés común. Es momento de dejar que la justicia hable y se manifieste, transparente y autónoma, para que hasta el más abominable y protervo de los criminales pueda decir, como lo haría el canónigo Raimundo en La capilla negra de Torcuato Tarrago: justo iudicio dei condemnatus sum (por el recto juicio de dios soy juzgado).