En el colegio no aprendemos a amarnos

En el colegio no aprendemos a amarnos

La educación en Colombia debería informarnos sobre el conflicto

Por: José Rubio M.
enero 16, 2015
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En el colegio no aprendemos a amarnos
Foto: archivo radiosantafe.com

Una de las premisas fundamentales de toda teoría crítica -sin interesar el campo disciplinar en el cual se inscriba- es la de que los seres humanos nos caracterizamos por ser conflictivos y no una unidad irremediablemente deparada a lo único y absoluto. Es una consideración posible de evidenciar en las diversas manifestaciones del arte (Job; el Quijote; Ulrich; el Coronel Aurealiano; Unknown Pleasures, de Joy Division; Ok Computer, de Radiohead; Metamorphosis, de Philip Glass; Nací Mujer, de Diana Avella…); que cruza los campos de batalla en donde por diversas razones hombres y mujeres en algún momento se han batido; es algo que no escapa a la mirada que cada día arrojamos al mundo y que este nos puede retornar con efectos incalculables: lo que sin duda resulta reparador para unos puede ser demoledor para otros.

José Manuel Arango, uno de los portentos de la poesía colombiana, nos lo comparte en gran parte de su obra, siempre cercana a un quejido que no se termina de articular, a la estupefacción, a la fuerza de un grito ahogado. Dice en uno de sus poemas: “El techo que cubría un fuego manso /arderá / y entonces nada habrá seguro / y será necesario de nuevo cavar / hacer”

Se puede referir a la complejísima configuración de nuestra identidad -construcción permanente; siempre frágil; siempre en medio de distintas fuerzas de orden consciente e inconsciente en disputa-. A la manera en que los supuestos que orientan nuestra vida son susceptibles de ser reconsiderados, afirmados o echados abajo en el devenir de esta y que el trabajo de desprendernos de aquello que en algún momento fue referente de vida y ya no lo es se torna una tarea titánica: una lucha consigo mismo, una lucha con los Otros. El poema finaliza sin punto porque nada está escrito sino más bien está por decirse y hacerse: el reino de lo incierto, de lo posible, del conflicto.

Esa contienda –ese luchar contra sí mismo- en el mejor de los casos se tramita de manera pacífica y demanda de un alto grado de violencia susceptible de ser orientada mediante el arte, mediante el debate u otras muchas formas, incluso personas –el acontecer de los demonios interiores, indicaba Stevenson-.

No es algo exclusivamente instrumental. No tienen que ver con la idea de obligar a alguien a ser escritor o músico, tan imposible como obligar a alguien a amar. Tampoco con la ingenuidad de querer formar lectores críticos con libros de texto de las industrias que acaparan y orientan los planes de estudio de muchas partes con contenidos vergonzosos.

No se forman lectores apasionados ni se estimula la facultad imaginativa con simulacros de lectura en medio de las cuatro paredes de un aula mientras que a la vuelta de los colegios continúan masacrando a nuestros jóvenes -¿no es acaso esta una de las razones por las cuales es más sencillo echarle flores a un sistema educativo como el Finlandés sin reparar también en que este se encuentra inscrito en un modelo de sociedad; no se insiste una y otra vez en obviar que no se puede, si somos sensatos, seguir hablando y pretendiendo educar en medio de sociedades fracasadas?-.

No se puede hablar de educar para reconocer y contener dicha dimensión conflictiva -como ya había propuesto Estanislao Zuleta, el radical a quien hoy intentan reducir a una versión ciudadanizada que apoca y simplifica la comprensión de la dificultad de su propuesta- si se cuenta con un sistema educativo que ni es sistema ni educa: desarticulado de las realidades inmediatas, incapaz de estructurar no solo la permanencia de los estudiantes sino la digna educación a la que absolutamente todos tienen derecho y que hoy no existe en este apartheid educativo en el cual gobiernan más los anónimos sistemas de gestión de calidad que el debate arduo y respetuoso entre todos los actores educativos y en el que en especial los maestros históricamente han sido abandonados y luego asediados por el propio Estado -¿acaso alguien ignora la dificultad de ser hoy maestro en Colombia y las condiciones ignominiosas que los mercaderes de la educación les procuran?-; quién si no los maestros han sido expulsados de la toma responsable de decisiones que en materia de política pública educativa debieran ser protagonistas.

No tiene sentido estructurar el entero orden educativo de nuestra nación bajo pretensiones que desdibujan las posibilidades que tenemos como seres de apertura y de inmensas capacidades. No tiene sentido sacrificar lo que podría ser una educación estética a la altura de nuestra fragilidad y nuestra capacidad de movilizar nuestra voluntad en formas sensatas se realización que nos transforman y dignifican, de allí que la categóría del conflicto sea fundamental para toda discusión en torno a la educación en general y más al caso colombiano en particular y la grieta de que la hagamos distinta que se ha venido abriendo.

Hablamos brevemente de la necesidad, pues, de reparar inicialmente en la dimensión conflictiva y en un agotamiento del sistema educativo colombiano que se desarrollará de manera puntual en otra entrega.

Primera de tres entregas.

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