No soy partidaria del culto a la personalidad, pero igualmente soy enemiga del memoricidio. El primero consiste en rendirle homenaje a los héroes mediante sitios de memoria que recuerdan su nombre, como estatuas, placas, nombre de calles, teatros u hospitales, que carecen de un mensaje que nos enseñe qué pensaron, qué quisieron y qué hicieron cuando vivían, lo que no nos permite que su legado se entregue a las nuevas generaciones. Lo segundo, es transmitir su legado, porque un pueblo sin memoria histórica es igual a un individuo sin experiencia, tal como son los recién nacidos: indefensos.
Esta es la razón por la que me he empeñado en transmitir el ideario vivo de mi padre, Jorge Eliécer Gaitán y sus acciones que tienen hoy plena validez.
Estamos próximos a una elección para alcalde de Bogotá. Él lo fue en 1936 y lo primero que declaró es que administraría la ciudad mediante “acciones colectivas”. Así lo hizo, por eso El Espectador al terminar su mandato dijo que Bogotá tenía “… un espíritu público latente a la espera de la voz de un animador. Más que el título de constructor de esto o de aquello, o de inventor de la puntualidad, Gaitán se merece el de descubridor del espíritu público”.
Puso ese espíritu público, de acciones colectivas, a proteger la naturaleza y a arborizar a Bogotá. La alcaldía regaló los árboles y la ciudadanía los plantó, cada uno al frente de su casa. Así, una mañana amaneció Bogotá colmada de árboles en flor.
A los jóvenes de los colegios los puso a sembrar pinos y eucaliptos, que importó, porque unos ingenieros que trajo de Alemania el ingeniero Carlos Sanz de Santamaría le dijeron que las raíces de esos árboles agarraban la tierra, a diferencia de los árboles nativos, cuyas raíces eran débiles y frágiles y que Bogotá estaba situada en una falla geológica donde podía presentarse un terremoto y que los cerros, al estar desprotegidos, se vendrían abajo, sepultando la ciudad, teniendo en cuenta que para ese entonces Bogotá no estaba muy extendida.
Mi padre salía todos los días a caminar por el Parque Nacional, al que impulsó porque sabía que era un pulmón importante para la ciudad. Inauguró el Teatro Infantil, que todavía funciona. Pero ahora los árboles están en peligro, pues pretenden talarlos, como ya han talado tantos en la ciudad de Bogotá, con el argumento de que hay que sembrar árboles nuevos, por aquello del negocio de algunos viveros.
Quienes vivimos en la vieja Bogotá, cuando casi todos éramos vecinos del Parque Nacional, creemos que pretender destruir un patrimonio cultural como este es un delito. En ese parque, como muchos otros niños de mi generación, aprendí a caminar. Allí me llevaba mi padre a pasear en coche cuando aún no podía gatear. Por eso los de mi generación y los jóvenes, en especial los millennials, tenemos que hacer un único frente para salvar ese lugar icónico de nuestra ciudad.