A raíz de la reciente liberación de los derechos de impresión del libro Mi lucha (Mein Kampf en alemán), de Adolf Hitler, que hasta hace poco pertenecieron al Ministerio de Finanzas de Baviera, se ha abierto la polémica sobre si debería o no permitirse la impresión del que fuera el credo del nazismo.
Algunos abogan por mantener fuera de las librerías el texto. Entre ellos, por ejemplo, el juez brasileño Alberto Salomâo Junior, quien ordenó tanto el secuestro de los ejemplares impresos tras la liberación de derechos, como la prohibición para publicar y comercializar la obra en todo el estado de Río de Janeiro.
Otros se oponen a la censura. Sorpresivamente, incluso, algunos representantes de la comunidad judía como, por ejemplo, el presidente del Consejo Central de los Judíos de Alemania, Josef Schuster, quien considera que "los conocimientos sobre Mein Kampf siguen importando para explicar la Shoah y el nacionalsocialismo".
Muchos piensan que la censura a las publicaciones es un asunto del pasado. Algo restringido al Index librorum prohibitorum o Índice de libros prohibidos, que promulgó el Papa Pío IV en el siglo XVI. Pero pocos saben no solo que el infame texto pontificio estuvo vigente hasta la segunda mitad del siglo XX, sino que en la actualidad son muchos los libros proscritos por gobiernos y comunidades.
Para mencionar apenas algunos casos, los gobiernos de China y Kenia prohíben la publicación de la sátira política Rebelión en la granja de George Orwel; la ley de Irán prohíbe la obra de Marjane Satrapi, Persépolis; y Egipto, Pakistán, Somalia, Senegal, Indonesia y Malasia, entre otros, han vetado la novela Los versos satánicos y han apoyado, por acción o por omisión, la fatwa impuesta sobre Salman Rushdie, su autor, por el gobierno iraní.
La censura abona el interés y,
en una época como la actual,
acceder a cualquier material es cosa de un click.
Existe una razón práctica para no prohibir la publicación de la obra de Hitler: la censura abona el interés y, en una época como la actual, acceder a cualquier material, por censurado que sea, es cosa de un click.
Pero existe, también, un motivo ético.
Si por una parte Mein Kampf pasa por encima de los más elementales acuerdos humanos sobre la dignidad, la igualdad y el respeto, para imponer (o intentar hacerlo) una visión unilateral del universo, no es menos cierto, por otra parte, que quien prohíbe un libro, veta una película o proscribe el acceso a cualquier retazo de conocimiento (porque le teme o porque reconoce en esa pieza de saber, un poder de subversión que le sería adverso en caso de desatarse), no hace otra cosa que defender una visión uniforme del mundo: la suya.
En esa medida, la obra de Hitler y los censores de la obra de Hitler, están en la misma esquina de la historia.
Prohibir un texto es otorgarle un poder. Prohibir un texto es, sobre todo, desperdiciar la mayor posibilidad de desarticular sus argumentos: obligarlo a pasar por el filtro de los lectores. No soy el único convencido, por ejemplo, de que si los católicos leyeran La Biblia, disfrutarían de la belleza de sus textos, pero montones de ellos se apartarían de sus convicciones religiosas como un simple acto de conciencia.
No desconozco que un libro como Mi lucha constituye una pésima influencia para ciertos grupúsculos de cerebros reblandecidos, para adolescentes inseguros o para sicópatas en potencia. Pero ello no justifica la censura. Como bien lo dijo el ensayista cubano Iván de la Nuez, “una sociedad sin los anticuerpos necesarios para enfrentar un libro de esta índole, de cualquier índole, no puede definirse como una sociedad libre. Peor aún: es una sociedad en peligro”.
El libro de Hitler debe editarse. Debe ponerse al acceso de los jóvenes. Debe convertirse en material de estudio y análisis. Y debe hacerse no solo porque la historia lo pide, sino porque sus argumentos infames se convierten en la granada misma que lo vuela en pedazos.
Si eso no fuera suficiente, debería perderse todo miedo a su publicación por la simple razón de que es un panfleto inconexo, mediocre y aburridísimo.