He repetido tantas veces esta historia que terminé por inventarla. Cuentan en la comunidad judía que un rabino de un pequeño pueblo de Polonia tuvo una terrible pesadilla. En ella caminaba entre humo, cenizas y desolación. De inmediato perdió el sueño, e indispuesto, en la mitad de la noche, se dedicó a pensar -sin fortuna- en el significado de tan trágica escena. Ya de mañana, salió de su casa y fue en búsqueda del bobo del pueblo. Un muchacho corto de estatura, de piernas encorvadas y que desde siempre saludaba a todos con una larga sonrisa. El rabino, sin contarle de su pesadilla, le pidió al bobo que fuera al bosque y simplemente observara. El bobo se adentró entre los árboles y un par de horas después -el rabino lo esperó con impaciencia- regresó alegre y conforme. Cuando el sabio anciano le preguntó si había visto algo inusual, el bobo negó con su cabeza. Al comprobar su decepción, el bobo le dijo que no había visto nada diferente, pero que sintió extraño el sonido del bosque. De inmediato, el rabino, al darse cuenta de la gravedad del hallazgo del bobo, ordenó a todos los habitantes del pueblo, abandonar sus casas y huir por el costado opuesto al del bosque. Horas después los soldados nazis, al presenciar las calles y casas vacías, lamentaban haber llegado demasiado tarde. El bobo los había salvado a todos.
El personaje del bobo, del que da cuenta tanto la literatura como el cine, es un incomprendido y un rechazado; que a pesar del menosprecio y burla de su comunidad permanece intacto en su bondad original. Su atributo más destacado se desprende de su capacidad única de observación. El bobo siente y ve distinto y por esa razón concibe la vida y a los otros de una manera única. El bobo observa al mundo y el mundo observa al bobo. Al ser un marginado, -dolor que por supuesto carga a cuestas- dedica las horas de sus días a darle una explicación al universo y a su lugar en él. Nada raro que se llame “embobado” a aquel que mira con suma atención y se maravilla con algo o con alguien. Una explicación más prosaica podría atribuir al bobo una capacidad especial de ver con el sentir. El corazón del bobo es un laberinto en línea recta.
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Como dice la canción de Serrat: “Sería fantástico llamar a las cosas por su nombre”. Un bobo es un bobo y un cafre es un cafre
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Por lo anterior, me llama la atención la confusión injusta que atribuye a los bobos cuestiones o calidades que le son ajenas. Personas brillantes -y otras que no lo son tanto- han caído en la trampa de pensar al bobo como un villano o un malevo. Sin que medie justificación asumen que bobo es un sinónimo de canalla o inepto. Dicha tergiversación ha hecho que a varios personajes públicos que brillan por su descaro y cinismo se les exculpe -y redima- al llamarlos bobos. Y como dice la canción de Serrat: “Sería fantástico llamar a las cosas por su nombre”. Un bobo es un bobo y un cafre es un cafre.
Sin embargo, la mencionada confusión podría explicarse, trayendo a colación al erudito padre de un buen amigo, que desde hace años sostiene -y no le faltan pruebas- que el que tiene cara de bobo es bobo. Pues me temo, que debo contradecir -con reverencia- a don Víctor, ya que aunque su tesis pueda seguir de pie (la cara hace al bobo), es posible que tenga una grieta: existen en el mundo -y sobre todo en ese espinoso jardín que es la vida del servicio público- personajes con cara y voz de bobos pero que no lo son (en el sentido auténtico de la palabra) y más bien brillan por su indecencia, su falta de decoro y ausencia de escrúpulos. El genuino bobo (de corazón) no conoce de egoísmos o de preservar odios, mientras que el bobo falso, al que solo le queda la cara, puede ser un vil ser humano preso de las pasiones de los mortales.
Parece ser que la más reciente estrategia del vivo es disfrazarse de bobo.
@CamiloFidel