En la vida de un ser humano —tanto en su dimensión integral como intelectual— no hay espacio más grandioso que la universidad. No debe entenderse esta de manera prosaica como una institución de emisión y receptor de conocimientos, si no un espacio de encuentro ontológico del ser humano para consigo mismo, en donde confluyen las múltiples dinámicas inter e intrapersonales de la persona en una extensión universal —entiéndase de ahí, el origen del concepto mismo— y de cosmopolitismo del saber.
El valor que esta tiene, especialmente en la juventud, es de dotar —en palabras del filósofo Fernando Savater—el sentido ético al ser que se encuentra en el paso de incluirse en la esfera social. Lo que, exhorta a los que tienen la laboriosa tarea de trasmitir conocimientos de cara a un futuro ejercicio profesional, de permear de conciencia ciudadana, independiente del área del conocimiento en el que se esté formando.
En el ámbito de cuantas son las personas que tienen el privilegio de acudir a estos espacios, uno podría concluir ni más ni menos, que aquellos que congregan estos círculos pertenecen a unas élites privilegiadas, en cuanto la imposibilidad de una mayoría de ingresar a una institución de educación superior, lo anterior ¿acaso no transgrede el cosmopolitismo del saber y la extensión universal que la caracteriza? Claramente, esta problemática está sujeta a criterios políticos, económicos y culturales. Y por ello se dificulta cubrir la totalidad de la población pueda tener la fortuna de ingresar a estos espacios.
Sin embargo, más allá del análisis de la problemática del acceso a la universidad —tema que pretendo tratar más a fondo en un próximo escrito—, quiero enfatizar en cuál es la labor que estas cumplen como promotor de la formación ciudadana, no solo de los estudiantes, sino también cómo los maestros otorgan el discurso de inclusión en medio de sus conocimientos.
Resulta curioso observar que en muchas ocasiones los estudiantes entran a crear, entre ellos mismos, absurdos pleitos haciendo una agresiva campaña de desprestigio hacia otras áreas del conocimiento. Por mencionar algunos ejemplos, científicos vs. ingenieros, estudiantes de ciencias naturales vs. estudiantes de ciencias sociales, lo que, en pocas palabras, se traduce en un innecesario enfrentamiento sobre la utilidad, la remuneración, la oferta laboral de los programas universitarios. Si bien, puede ser un fenómeno prosaico, una charla de calle; el impacto de este ‘fantasma’ que rodea los círculos académicos, se evidencia en la dificultad que existen de los jóvenes, magíster y doctores, en configurar equipos de trabajo para ejercer su labor de manera más productiva, pluridisciplinar lo que potencializa, sin duda alguna, el desarrollo científico, académico y productivo de nuestra civilización.
Por poner un pequeño ejemplo, el desarrollo de un celular —dispositivo que se está posicionando como un artículo primario, para suplir la necesidad de la comunicación— requiere de una amplia gama de saberes, de conocimientos de ciencia, ingeniería, ciencias sociales, ciencias de la salud, economía, diseño etc. Su utilización está sujeta a estudios en diferentes disciplinas, lo que pondría a pensar si los irrazonables enfrentamientos entre saberes, nos llevara a un retroceso abrupto de los nuevos descubrimientos. Por nuestra antipatía, o por el imperioso ego intelectual que podamos adoptar por dedicar nuestra vida a conocer y desvelar definida “porción de nuestra realidad”, hemos reprimido la posibilidad de consolidar una sociedad capaz de comprender esa “realidad” de manera plural insubordinada de prejuicios y etiquetas. Y nos privamos de constituir una sociedad cosmopolita y universal
Por esto, la universidad, en otras más de sus misiones de formar profesionales, debe de pregonar la apertura de la confluencia entre saberes, para consecuentemente hacer valer su título como formadora de la universalidad.